Hotelísimos: Hotel de Mar Gran Meliá, ese hotel donde soy feliz

Cómo no serlo en esta joya creada por José Antonio Coderch, símbolo de la arquitectura moderna, icono de esa hotelería (la que me interesa) entregada al placer del huésped.
Hotel de Mar Gran Meli Pool Club Bombon by Alberta Ferretti
Meliá Hotels

Lo mejor del viaje casi nunca es el viaje sino el recuerdo del mismo. Porque la estancia es lo que es: viajas hasta a un destino, pasas unos días, descansas (quizá), te expones a la vida, vuelves a casa. Pero el recuerdo (ay, el recuerdo) durará para siempre. Por eso (siempre) merece la pena invertir en hoteles especiales, porque no nos llevaremos más que esto de aquí: vivencias bonitas. Recuerdos memorables. De esos que calman, la sonrisa en tu cara cuando aparecen en la fototeca, el alma se ensancha, te salen las cuentas.

Lo pensé estos días, volvíamos de Hotel de Mar Gran Meliá (desde hace unos años intentamos repetir cada temporada) justo andaba deshaciendo la maleta, salta una notificación del móvil: “Tal día como hoy”. Es de hace cinco años, en ese mismo hotel, reconozco el escenario por culpa de las lamas de madera en la terraza, son inconfundibles, Laura tumbada sobre un sofá de dos plazas, un vestido azul, está leyendo un libro (de Frédéric Beigbeder, comienza con esta frase: “El amor es un combate perdido de antemano”) de fondo nada más que el azul turquesa del mar, esa misma noche sucederá algo que recordaré siempre, uno de esos momentos que llevo conmigo, esa clase de tesoros que nadie en el mundo te puede arrebatar —que casi nunca (por cierto) giran en torno al exceso. Siempre es la cotidianidad, las pequeñas cosas, el tacto aterciopelado de la sutileza.

Laura, Hotel de Mar.Jesús Terrés

Habíamos pasado la tarde haciendo esnórquel en uno de nuestros lugares favoritos del mundo: la cala a la que se accede desde los jardines del hotel. Recuerdo cada detalle: roca, escaleras, sombrillas de brezo, lavanda, romero, el boj balear, el mirto, la hiedra, el hinojo marino y el cielo, una belleza fuera del tiempo. Paseamos por sus jardines entre pinos, palmitos y algarrobos. La idea es cosa de Laura: “¿Y si pedimos un room service?”. Me parece bien. Nos duchamos, hacemos el amor, la habitación es prácticamente mi idea de cómo ha de ser una habitación de hotel perfecta: calidez, flores frescas (peonías), horizonte, silencio, cuidado, los últimos rayos de luz colándose sobre la madera del parqué. Llamo a conserjería. Para ella un sandwich club, para mí una lubina a la brasa, patatas, un vino blanco de la isla.

Suben la comanda, cenamos en la terraza, llenas las copas, la piel erizada, cae la tarde, el cielo se tiñe de tostados, tan solo escuchamos las olas del mar, algún murmullo en el restorán (estamos en la quinta planta) el tiempo se detiene. Esto es. Se lo digo: “Esto, para mí, es la felicidad”. Sonríe. He vuelto infinidad de veces a ese momento exacto, he tratado de reproducirlo —año tras año— en busca de aquel sentir absoluto. Es imposible, nunca es igual, nunca podrá ser el mismo. Lo que sí se repite (siempre) es la certeza de no querer estar en ningún otro lugar, con nadie más, en ningún otro momento.

Hotel de Mar Gran Meliá, obra de José Antonio Coderch.Meliá Hotels

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Hotel de Mar Gran Meliá en Calvià, la joya arquitectónica de José Antonio Coderch, “el hotel de chocolate”, símbolo de la arquitectura moderna, icono de esa hotelería (la que me interesa) entregada al placer del huésped. Es fácil reconocerlo: su celosías abriéndose hacia el mar y el viento, cerámica vidriada, barandillas de cristal, su manera tranquila de abrazar el Mediterráneo. La artesanía, el hedonismo, cada pequeño detalle, los estampados tie-dye de Alberta Ferretti en las tumbonas frente al océano, el desayuno de Marga Coll en Arrels, nuestra cala ajena al tiempo. Arranca su novela Beigbeder confesando que “El amor es un combate perdido de antemano”. Pienso exactamente lo contrario, Frédéric. El amor es un combate ganado de antemano.

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