Hotelísimos: Can Domo, un viaje en busca de la calma

“La intimidad forma parte del credo de esta finca de quince hectáreas ubicada en el sureste de Ibiza, rodeada de olivos centenarios. Aquí el tiempo no tiene prisa”.
Piscina de Can Domo Ibiza
Can Domo

No se me caen los anillos: no había oído hablar de Can Domo hasta (creo) una semana antes de ir. Nunca. Fue una reserva un poco apresurada, nos apetecía Ibiza fuera de temporada, mediados de mayo, cuando el Mediterráneo todavía refresca. La idea era celebrar nuestro aniversario de boda, nos casamos en Menorca hace ya seis años, fue una fiesta chiquita, doce amigos, se bebió guay. Mi vida no ha cambiado mucho desde entonces. Mentira. Hoy tengo menos calma, hay más ruido, más trenes, más urgencias, no trato bien al tiempo. Echo de menos aquellos días, cuando nadie esperaba nada.

Can Domo.Jesús Terrés

Llegamos a media tarde, es una casa de piedra blanca situada en el sureste de Ibiza, del siglo XVIII, cerquita de Cala Llonga. Nos recibe un arco cubierto de buganvillas, la flor que nos acompañará a lo largo de los tres días aquí alojados, que cubre sin piedad cada centímetro de pared nívea, trepa sobre las ventanas de cada una de las ocho habitaciones, llega hasta alguna terraza de forja, la flor del color del entusiasmo que alumbra con su belleza el camino. Siempre ha estado cerca de mi vida esta flor, la trajo desde Brasil Louis Antoine, Conde de Bougainville, pero en realidad el mérito (esto no va a sorprender a nadie) fue de Jeanne Baret, botánica francesa, también la primera mujer en dar la vuelta al mundo. Jeanne se disfrazó de hombre para enrolarse en un navío llamado Étoile. Trajeron de aquella expedición miles de plantas, flores y mañanas que hoy se conservan en el Museo Nacional de Historia Natural de París.

Refresca, nos acompaña Romina hasta nuestra habitación. El silencio es presencia. “¿Hay más huéspedes?” —pregunto desde la inocencia. “Sí, está completo”. La intimidad forma parte del credo de esta finca de quince hectáreas, rodeada de olivos centenarios, aquí el tiempo no tiene prisa. Atardece lento, el sol parece apenas un susurro sobre el horizonte, su luz se cuela sin violencia entre los pinos que rodean nuestra morada. Me gustan esos juegos de luz, la sombra que proyecta el borrajo sobre la piedra, sobre los cuencos de cerámica, sobre el agua clara de la alberca, recuerdo una palabras de Junichiro Tanizaki en Elogio de la sombra: “Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás”. No existe una belleza igual a la de la naturaleza indómita, es que no lo hay, es esa dimensión insondable que canta Franco Battiato: “Forastero que buscas la dimensión insondable, la encontrarás, fuera de la ciudad, al final de tu camino”.

Entrada de Can Domo.Can Domo

Desayunamos pronto en la terraza interior que hace de ágora de Can Domo, zumo de naranja, unos huevos revueltos con jamón, tostadas con aceite de estos olivos, la luz del amanecer se cuela sobre el cañizo, esa mañana sucederá mi primer baño de la temporada, el agua fresca llena de vida cada centímetro de mi piel, dejamos el tiempo pasar. Es verdad, en realidad vivimos dos vidas, una es la que imaginamos —en esa otra vida caben todos futuros posibles, qué pasará con esa tontería que te preocupa, quien está pensando qué–, pero en realidad esa vida no existe. La otra está aquí, en esta cala, en las gotas de agua salada sobre el cuello de Laura, los mejillones sobre la mesa, la arena sobre mis brazos, en el olor del jazmín que inunda (cada vez) el camino hasta nuestra habitación. Es embriagador. Cuando cenamos cae el sol, otro día, como todos días. Verduras de su huerto, puerro a la brasa, esa croqueta que ya es un símbolo de su cocina, txuleta para dos, un vino tranquilo de la isla. Por la mañana no necesito pedir mi café, ya está sobre la mesa. Un mirlo se posa sobre la madera ajada. Huele a pan recién tostado, al rocío de la mañana, a la fragua del presente. Huele a hogar. La vida es esto, nada más.

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