El primer baño del año

Bañarse en Seixal es como un acto de comulgar con el entorno, de entregarse a un lugar cuya belleza no puedes abarcar.
El primer baño Madeira
Marco Bottigelli / Getty

Es una pregunta clásica para sociólogos, economistas, filósofos… y creyentes, si me apuran: ¿hasta qué punto podemos elegir lo que hacemos, qué decisiones son plenamente conscientes? Parece que muy pocas, contestan sin complejos los escritores, a quienes se les da mejor buscar el significado a posteriori y mitificar las decisiones aleatorias del destino.

Así me respondo cuando me subo al coche tiritando y con la piel de gallina, húmedo y lleno de arena. ¿En qué momento uno decide darse el primer baño del año? ¿Por qué ahora y aquí? Estoy seguro de que algo lo decide por mí. Es una especie de sed inversa, una necesidad que el cuerpo y la piel identifican y transmiten al individuo. El instinto de absorber un entorno, de transpirar la energía de un lugar. Desnúdate y báñate, me dice mi piel.

Seixal, en Madeira, aparece tras un túnel. La bahía, encajada entre montañas, descansa ante una playita de arena negra. El dique, el puerto y las casas se protegen, compactos, de los acantilados basálticos y del océano abierto. Las olas llegan como un efecto óptico, de tan transparentes y tan mansas. Los barcos flotan en el éter. Es temprano por la mañana y los pocos que ya han llegado apenas mojan los pies. Parece la clásica belleza que no se toca. Pero, al bajar del coche, el instinto se activa. Todo será incómodo: no hay bañador, ni toalla, ni calzoncillo para después… pero mientras la cabeza lo piensa, la ropa ya está sobre los zapatos y un pie entra en el agua.

Seixal, Madeira.Wirestock / Getty

Cada año, el mismo ritual. Un momento mágico, en su acepción más literal. En otras primaveras, me regodeo imaginando cómo ejecutaré este ejercicio de reconocimiento de la naturaleza, lo que me recuerda a un bautizo invertido, por cierto: al contactar con el océano, el cuerpo lo bendice, certifica la regeneración de un ciclo, el nacimiento del verano cuando aún no está recalentado, cuando es una promesa (falsa) de que este instante se repetirá hasta septiembre.

Por ello, esos baños bautismales suelen ser premeditados, planificados para el día y la playa correctas. Pero ninguno se queda tan grabado como los baños espontáneos –una de las pocas sensaciones que, como un orgasmo, vacían la mente; el frío, el agua en los oídos, la sal en los ojos… te succionan los pensamientos, te encogen durante el instante de dolor necesario para el placer de diluirte en el abrazo del mar.

En ese momento, los recuerdo todos de golpe: en el lago ruso de Konduki, en la playa gallega de Pinténs, entre dos cabos de Antalia, en un dique derruido del Báltico, en la Lagoa do Fogo de Azores, en el pantanoso Moldava checo, junto a un chiringo de Cabo de Gata, en la bahía de Salamina, un puerto crimeo…

Bañarse como el acto de comulgar con el entorno, de entregarse a un lugar cuya belleza no puedes abarcar. Bañarse como gesto de confianza a unas condiciones hostiles, fiarse de esta agua, del fondo desconocido, de las corrientes (en principio) mansas. En Seixal, debajo de mí, el fondo es como una constelación, una planicie de arena basáltica, negra, pero mezclada con cristales que brillan al contacto con el sol y se pierden en un horizonte negro. Sobre ellos, veo mi sombra y las siluetas de las olas, que recorren la espalda como un soplido.

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El cuerpo se despereza tras el invierno. Poco a poco, recupera el nado y activa su motricidad. Un brazo, otro, las piernas, el sol calienta la espalda… Y la costa está ya lejos. Me imagino en el mapa, en el medio del Atlántico, que enseguida gana profundidad, como una proyección de estos colosales acantilados. Estoy, en realidad, flotando sobre la erupción de un gigantesco y primitivo volcán, a cientos de kilómetros del continente. Al pensarlo, sobre el abismo negro, me ataca una punzada de vértigo, un prurito de miedo que me exige nadar de vuelta.

Allí, lejos, aquel puntito blanco en la orilla es Anna, que dejó este bautismo para más adelante y que me espera para este día en la costa norte de Madeira. Al salir, permanece el picor fresco del Atlántico. Los músculos se tersan, la piel se eriza con el viento. El salitre frío traza corrientes sobre la piel, apelmaza el pelo y me deja el mejor recuerdo posible de esta isla en la que siento que lo tengo todo. A la que tengo muy claro por qué he venido, pero de la que no sé por qué me tengo que ir. Que lo explique un escritor mientras yo me quedo un día más con la cabeza en blanco.

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