Retratos del final

Sequías, inundaciones, cambio climático... realidades indeseadas que llega a las letras para servir, más que de profecía, de advertencia.

John Saldarriaga | Publicado

En aquel tiempo, los humanos podíamos disfrutar de la Naturaleza. Gozar del verano —al que nadie llamaba “temporada seca”, sino así, verano—, sin pensar, como hoy, que se acabaría el mundo, derretido bajo un sol como empujado por otros cuatro, en medio de la sequía y la desolación. Sin tener que estar implorando que cualquier cirro se convirtiera en nube y esta, en lluvia, para no perecer de sed.

En aquel tiempo, cuando llegaba el invierno —al que nadie llamaba “temporada de lluvias”, sino así, invierno—, quienes gozaban con este más que con la “temporada seca”, bien podía asomarse a la ventana a ver llover, emocionarse al ver las gotas demorarse suspendidas en las hojas de los árboles, caer en los charcos, o hasta, por qué no, salir a mojarse. Entonces su corazón no se convertía en un tambor de guerra al presentir un final en el que el agua borraría los continentes y, en su proceso, mutaríamos en peces o anfibios, la piel se nos llenaría de escamas y el dorso contaría con aletas, como corresponde al nuevo hábitat.

En aquel tiempo había verano y había invierno, y ninguna de las dos estaciones parecía querer apoderarse del mundo cuando le llegaba el turno, ni tumbar a la otra del poder.

Tal vez de esa rara realidad quede registro en los libros de ciencia, los relatos literarios y las películas. Y, claro, no pocos dudarán de su existencia pretérita, desconfiarán de que eso fuera posible y opten por creer que se trata, más bien, de un mundo inventado por cerebros inclinados a la fantasía. Pero, ojo, no tendremos derecho a juzgar a los incrédulos; total, en un planeta tan acabado, no se puede disfrutar de nada y es difícil imaginar que algo pudo ser diferente, que el equilibrio climático hubiera existido jamás.

Hoy sentimos un complejo de culpa si nos regocijamos con los días de sol. Igual, si nos alegramos por la lluvia. Porque en el fondo sabemos que la Tierra está enferma. Que ese sol o esa lluvia tienen no sabemos qué de malsano, de sospechoso. Es como si nos riéramos de la enfermedad del planeta y no está bien reírse de los enfermos. Menos cuando somos parásitos de ese enfermo; de él dependemos y le debemos la vida.

Cuando, en cierto relato de Gabriel García Márquez —qué tontería decir “cierto relato”, lo diré sin ambages: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada—, leímos que el alcalde de un pueblo del desierto se pasaba horas disparando a las nubes para hacer llover, creímos que se trataba de un absurdo, pero no; era más bien la representación de una medida desesperada, tomada en un intento por solucionar una situación apremiante.

Nada menos, hace unos días, la gente en Colombia clamaba por la llegada de los aguaceros. Sentía cerca la distopía de las guerras por agua. Hoy, esas personas parecen alegrarse porque llueve: tal vez significa que se pospone la tragedia.

Letras apocalípticas

“La lluvia... Al recordar que la palabra había tenido algún sentido, Ransom miró el cielo. Ni una nube, ni una gota de vapor empañaban la fuerza del sol que colgaba allá arriba como un genio siempre solícito. La misma luz invariable, un palio de amarillo esmaltado que embalsamaba todo en calor, cubría los campos y caminos al borde del agua”.

Las anteriores son líneas de la novela La sequía, de James Graham Ballard, un inglés nacido en Shanghái. Publicada en 1965, detiene su drama en ese que es uno de los escenarios posibles derivados del cambio climático.

Como esta, las piezas literarias que pintan realidades indeseadas, son voces de alerta para que actuemos a tiempo —si acaso no es tarde ya— y no permitamos que reine la deshumanización. Y este, el de las distopías, tema vigente porque los científicos advierten ahora más que nunca sobre la inminente destrucción planetaria, ya lo preveían algunos autores desde siglos anteriores. ¿Será que no hay que ser un genio para predecir que los humanos vienen caminando desde el principio de los tiempos hacia su propia destrucción?

Uno de los visionarios es Julio Verne. París en el siglo XX es una novela escrita en 1863, que permaneció inédita y engavetada por más de cien años hasta que, al fin, la publicaron. En ella, el maestro de la ciencia ficción vaticina el uso excesivo de las máquinas, a las que los humanos rinden culto; la esclavitud de la moda; la falta de espacio para vivir; la silla eléctrica; la decadencia del idioma, porque los hablantes combinan el materno con términos técnicos y expresiones en inglés, y la contaminación ambiental causada por los motores de combustión para el transporte y la industria. ¿Ah? ¡Ni porque hubiera hecho un viaje a tiempos recientes para observarlo todo el muy bribón! En ese relato se lee:

“La mayor parte de los innumerables coches que surcaban la calzada de los bulevares lo hacían sin caballos; se movían por una fuerza invisible, mediante un motor de aire dilatado por la combustión del gas”.

El del libro es un París dominado por funcionarios, tecnócratas y banqueros. Con cien mil casas y humo de chimeneas de diez mil fábricas.

“Gracias” al cambio climático, cada vez más parecemos personajes salidos de una novela de Cormac McCarthy con el paisaje quemado, o de una de Stephen Baxter donde las ciudades son tragadas por el agua. Y en ambas surgen escenarios de hambruna y barbarie.

Por fortuna, uno no ha vivido un fin del mundo; lo ha leído no más.

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