Entrevista

Miuccia Prada: "Eso de reducir una mujer a una silueta bonita, ¡ni hablar! Yo intento respetar a las mujeres, volcar mi creatividad en cosas que sean ponibles, útiles”

Pese al trato formal con que todos la reverencian, la italiana no es mujer de ceremonias. Hablamos con la diseñadora que ha erigido un imperio a su imagen y semejanza: icónico, iconoclasta y enormemente influyente
Miuccia Prada
Fotografía: Stef Mitchell / Estilismo: Alex Harrington

Un día ventoso de noviembre en el balcón de la Ca’ Corner della Regina, el palacio del siglo XVIII que alberga la sede de la Fundación Prada en Venecia, Miuccia Prada posa con el Gran Canal de fondo. Lleva un abrigo de seda rojo (de su colección de debut de 1988) sobre un suéter amarillo dorado, de un brillo agudo que resalta contra el cielo gris y los tonos terracota, ocre y verdín de la húmeda decadencia veneciana. No lleva maquillaje o no se nota. Trae el pelo sin peinar, una media melena crecida entre rubia y castaña que se ondula un tanto sobre los hombros. Cuando la mueve la brisa, bromea con que se siente como Cindy Crawford en los 90 con aquellos ventiladores. Después, parte del equipo nos sentamos con ella a comer. La señora Prada, título que la distingue, se quita sus dos enormes collares (uno con cabeza de león incluida) y otros tantos medallones y los deja en la silla de al lado, como librándose de las pesadas cadenas de su cargo, y empieza a servirnos arroz como una mamma. El menú es sencillo: escalopes de pollo, endivia a la brasa, espinacas y ensalada. Las verduras, nos cuenta, proceden de su huerto en la Toscana cuyo cultivo, admite, se toma con mucho interés. Barrunto que hay pocas cosas que no le interesen a esta mujer. Prada, con 74 años cumplidos, me recuerda a la difunta reina Isabel II de Inglaterra: una señora mayor diminuta, magníficamente vestida, que impone su majestuosidad con sus modales suaves y su genuina curiosidad por todo, también por las personas. Me sorprende su calidez, su modestia, su risa dulce y musical. Hablamos de la exposición que hay actualmente en el palazzo, Everybody Talks About the Weather, un sugerente diálogo entre cuadros históricos, arte contemporáneo y datos científicos sobre la crisis climática. Prada lamenta lo difícil que es encontrar comisarios que sean capaces de vincular arte e investigación académica, requisito que busca para las ambiciosas muestras multidisciplinares que desea llenen la fundación. Por ejemplo, le ha costado dar con alguien así que organice una exposición sobre feminismo, que se atreva a unificar un campo tan dispar y a facilitar la comunicación de conceptos de por sí complejos. “Quiero que la cultura sea atractiva”, defiende.

Miuccia Prada, fotografiada en la Fundación Prada de Venecia vestida de Prada. Zapatos Miu Miu.

Fotografía: Stef Mitchell / Estilismo: Alex Harrington

Acabado el almuerzo, Miuccia ayuda a despejar la mesa, vuelve a enrollarse las cadenas al cuello y comienza la entrevista. “La moda ocupa un tercio de mi vida”, asegura la diseñadora, que ha creado dos celebradas firmas propias, Prada y Miu Miu, y junto a su marido, Patrizio Bertelli, preside el Prada Group, una marca global de lujo con un rédito anual de 4.500 millones de dólares (dato de 2022) y que supera los 13.000 empleados (el grupo también es accionista de la marca de calzado Church’s). El segundo tercio de su vida lo destina “a la cultura y la Fondazione”. Desde su apertura en 1993, la Fundación Prada se ha convertido en una prominente impulsora del arte contemporáneo. “Lo que queda va para la familia y los amigos, y algún que otro placer”, reflexiona antes de continuar: “Ahora mismo, todo se solapa. Intento ser útil en la vida”. Útil, ciertamente, es una palabra que le gusta mucho. No así ‘lujo’, que encuentra vulgar. Y aquí está el meollo, el intríngulis, la dicotomía que recorre su vida y su trabajo, porque Miuccia Prada es una diseñadora con un éxito tremendo que vende ropa y accesorios bellos y caros. También es –me confirma– de izquierdas, con un doctorado en ciencias políticas (también estudió mímica cinco años), y fue en tiempos una activa militante del Partido Comunista italiano que salía en protesta por los derechos de la mujer. “Siempre he pensado que solo había dos profesiones verdaderamente nobles: dedicarse a la política o a la medicina”, sentencia. “Hacer ropa, cuando vienes de pertenecer a un grupo de intelectuales muy importante, fue como una pesadilla. Me daba mucha vergüenza, pero aún así lo hice… Mi pasión por los objetos bellos pudo con todo”. Sus opiniones políticas suelen reservarse casi siempre al ámbito privado, porque, ríe ante la ironía, “trabajo para una empresa de lujo. No es lo ideal con una posición política como la mía, siempre ha sido mi mayor contradicción”.

Miuccia Prada nació con el nombre de Maria Bianchi en una familia burguesa bien posicionada de Milán, en 1949. Su abuelo, Mario Prada, había fundado Fratelli Prada en 1913, un comercio de artículos de cuero que pasó a manos de su madre en los años 50. “De joven, me empeñaba en ser diferente”, cuenta. Como tantos jóvenes de los 60, se involucró en el activismo político, aunque nunca dejó de fascinarle la ropa: mientras todo el mundo iba en vaqueros a las manifestaciones, Miuccia destacaba por sus conjuntos de Yves Saint Laurent, quizá por una tendencia natural a alejarse de las tendencias dominantes: “Supongo que es algo que llevo muy dentro”, reconoce. Y si bien se rebeló contra las costumbres burguesas que le inculcaron, se unió al negocio familiar y tomó las riendas sucediendo a su madre en 1978. Ese mismo año, conoció en una feria de comercio a Bertelli, fundador de una empresa rival de marroquinería. Unieron fuerzas, tanto en lo personal (se casaron en 1987) como en lo profesional y ella empezó a gestar la idea de lanzar una mochila de nailon: un accesorio práctico, ligero, impermeable y útil. Cuando finalmente salió a la venta en 1984 no tuvo ni de lejos el éxito esperado, pero el hecho de que una marca distinguida lanzara un artículo cotidiano y barato fue un movimiento rompedor y pionero. Pronto se convertiría en un icono, en la evidencia de una perturbación en las placas tectónicas de la moda. En 1988, tras rebautizarse como Miuccia Prada, después de ser adoptada legalmente por una tía materna soltera, vinculándose así definitivamente con la firma y el oficio familiar, lanzó su primera línea de prêt-à-porter. “Ni siquiera sé dibujar”, confiesa. Lo que sí sabía era cómo quería vestir, una intuición que guio su trabajo y apuntaba a una importante reserva oculta de conocimientos.

Gigi Hadid con prendas de archivo de Prada y Miu Miu.

Prada y Bertelli tuvieron un hijo, Lorenzo, que vino al mundo apenas dos meses después de su primer desfile (el segundo, Giulio, llegaría dos años más tarde). Cuando le pregunto cómo se las apañó ese primer año, casi ni se inmuta: “Por entonces no sabíamos, ni siquiera en la familia, que al mismo tiempo estábamos construyendo [Prada]”, dice. “Debe ser que nos gusta trabajar, estar activos”. Su colección de debut, ya un claro exponente del estilo de la enseña, presentó tonos neutros en contraste con colores vivos; pantalones masculinos de corte recto junto a toscos mocasines de suela de goma; detalles y siluetas con ecos militares; y una falda a la altura de la rodilla que pronto se convertiría en sello de identidad. Prada era original. Se oponía a la líneas pulcras y lánguidas de Armani y a los bombásticos golpes de efecto de Versace y Dolce & Gabbana, sus colegas milaneses. “Eso de concebir la mujer como una figura bonita, ¡ni hablar!”, dice Prada. “Yo intento respetar a las mujeres, procuro no hacer esos vestidos al bies supersexis. Intento volcar mi creatividad en cosas que sean ponibles, que sean útiles”. Confeccionó en nailon una colección entera; otra exploró con ironía lo poco que le gusta el encaje. Su obra, calificada a menudo de “ugly chic” (algo así como feísmo sofisticado) se nutría del choque: verde ácido y marrón; jerséis de ochos gruesos con transparencia de gasa; retro y futurismo; plástico y cristal: calcetines con sandalias de tacón; burguesía con rebeldía. Cool, en definitiva. Jugaba con la nostalgia de los 50, el minimalismo de los 80 y las espantosas combinaciones cromáticas de los 70. “Por supuesto, lo desagradable está por todas partes, en las películas, en el arte, en la vida”, argumenta Prada. “Pero, no sé cómo, lo que se consideraba de mal gusto jamás llegaba a la moda. Por entonces les parecía un escándalo, un insulto, incluso ahora, hay veces que la moda se instala en la belleza estereotipada, pero ese es precisamente el cliché que debemos eliminar completamente, sí, hay que cambiarlo”.

Gigi Hadid con un look de Prada de la colección de otoño-invierno 2017.

El éxito llegó de súbito y a lo grande. En 1993, Miuccia Prada empezó a diseñar su segunda etiqueta, Miu Miu –apodo cariñoso de su niñez–, quizá para dar salida a sus fantasías más rosas, brillantes y curvilíneas, casi como una parodia animada de lo que comúnmente se considera “cosas de chicas”. Incursionó precozmente en el mercado asiático, añadió una línea masculina en 1993 y estrenó Prada Sport en 1997, una propuesta que combinaba tejidos técnicos con sofisticación urbana y que presagió el estilo athleisure con casi dos décadas de antelación. Prada marcó tendencias, pero nunca las siguió, siempre a la caza, me dice, de “lo más interesante, lo más nuevo, lo más atrevido, lo más emocionante”. “El riesgo es algo que me llama bastante”. “Miuccia se define, sobre todo, por ser muy fiel a sí misma”, añade Bertelli sobre su mujer y socia. “Por cuestionarlo todo, su curiosidad, su honestidad intelectual… Vale que suele ir contracorriente, pero parte de referencias históricas muy concretas y de una comprensión del vestir muy, muy profunda”. Porque más allá de la forma y la función, la ropa de Prada, insiste ella, se define por su narrativa: “Me interesa la vida de la gente. De modo que no es solo diseñar, es componer personalidades, historias, retazos de vida, buenos, malos”. Para Catherine Martin, la diseñadora de vestuario que trabajó con Miuccia en El gran Gatsby de Baz Luhrmann, sus creaciones encarnan una especie de feminismo práctico que gira en torno nada menos que “a lo que implica ser mujer: ser fuerte, trabajadora, madre, ama de casa y con vida sexual”. “Yo misma llevo dentro muchos personajes”, responde Prada. “Creo que a la mayoría de las personas les pasa: tienen su parte femenina y su parte masculina, la parte delicada y la dura”.

Gigi Hadid con un look de Prada de la colección de otoño-invierno 2017.

No es de extrañar, dada su juventud reivindicativa, que la diseñadora siga siendo muy consciente del mundo más allá de la moda: sus guerras y sufrimientos, sus incontables crisis e injusticias. “Por eso me da tanta vergüenza lo que hago”, repite. De manera pública pero discreta, privadamente otras veces, Prada presta su apoyo a un sinfín de causas, entre ellas la investigación del cáncer, aunque le incomoda exhibirlo en las galas benéficas y prefiere ceñirse a la pura labor solidaria.

La compañía invirtió en el desarrollo de un hilo regenerado –el ECONYL, lanzado en 2019– que ahora se emplea en sus productos. El uno por ciento de estas ventas va destinado a su proyecto Sea Beyond, en colaboración con la UNESCO, dirigido a preservar los océanos y concienciar sobre su deterioro. “Es algo real, tangible, no es solo un gesto”, dice. “Para ser generoso de verdad, debe afectar en algo a tu vida”. Prada se aferra a una especie de sentido práctico sin tonterías. “Hago ropa para una empresa comercial, nuestro objetivo es vender ropa”, dice. No le interesa tanto explorar la moda como una especie de disfraz de género, sino más bien facilitar que la gente encuentre su propia forma de expresarse, lo que a su vez entronca con “la libertad: representarte como quieras. Deberíamos poder elegir cómo queremos ser, siempre”. Incide en que “la moda es una menudencia: te vistes por la mañana, y después a otra cosa”. De su ropa, sobre todo, quiere “que la gente se sienta feliz cuando se la pone”, aunque enseguida se corrige: “Feliz es una palabra muy grande”. Prefiere, en cambio, “segura de sí misma, lista para la acción. La moda ha de ser una representación de nuestra visión del mundo. De lo contrario, sería inútil”.

Gigi Hadid con un look de Prada de la colección de otoño-invierno 2013.

Me cito con Miuccia Prada por segunda vez en su apartamento de Milán. Todavía vive en el edificio en el que creció, con varios familiares en pisos superiores. Un mayordomo me abre la puerta y me conduce a través de un frondoso patio empedrado hasta una gran estancia moderna y abovedada, dividida a su vez por enormes librerías en pequeñas secciones cuadradas donde sentarse. Me reciben sofás tapizados en tonos joya, grandes cuadros modernos y contemporáneos que componen bloques de color en las paredes y otro sofá en terciopelo verde, diseño Cloverleaf de Verner Panton Clove, que anida sobre una alfombra lanuda y negra. En el pasillo contiguo, una vitrina de Damien Hirst llena de instrumentos quirúrgicos da paso a un coqueto jardín. Nos sentamos ante una mesa pintada con un antiguo mapamundi, Prada degustando a pequeños sorbos una taza de infusión herbal. Observando los muchos libros que nos rodean, le pregunto qué esta leyendo ahora mismo. Se levanta con brío y vuelve de la estantería con cinco libros bajo el brazo: dos históricos –mujeres en la resistencia y la evolución del fascismo–; Baile en el Kremlin, novela política de Curzio Malaparte; un volumen de Schrödinger –la página marcada con un dibujo infantil–; y un grueso tomo de filosofía que “un amigo me ha dicho que es muy fácil de leer, ¡por ahora llevo un tercio!”, ríe irónica.

Gigi con prendas de archivos de Prada y Miu Miu.

La Fundación Prada es una válvula de escape para la agudeza intelectual de Miuccia. Ha tenido la suerte (poco habitual) de poder aprender arte contemporáneo “leyendo pero también hablando con artistas, muchos de los cuales se convirtieron en verdaderos amigos”. Después, comprando obras para entenderlo de cerca, aunque “odio lo de ser coleccionista. Para mí era una parte más del proceso de aprendizaje”. En el pasado, rara vez aireaba su participación en las exposiciones con el fin de que la fundación se afianzara independientemente de la marca de moda, aunque ahora ha asumido públicamente el papel de directora. “En los últimos años estoy intentando ser más política, más eficaz”. La fundación abrió su sede principal en Milán en 2015. El espacio, concebido y diseñado por Rem Koolhaas y su estudio OMA (responsable también del espectacular interiorismo de la tienda de Prada en el SoHo de Nueva York), se construyó en torno a una antigua destilería abandonada y presenta una mezcla muy Miuccia de frío helador y cálida opulencia. Se eleva en su centro una torre blanca y reluciente de hormigón acabado en polvo de mármol y las vigas instaladas para protegerla de los terremotos van pintadas de naranja. El edificio original de la destilería (conocido como la Casa Encantada) se envuelve en pan de oro de 24 quilates; el espacio expositivo Podium se reviste de paneles de aluminio poroso como la espuma; y el cine Godard se corona con un jardín silvestre en el tejado. En las magníficas estancias casi surrealistas de la fundación, se puede entrar a tientas atravesando un laberinto oscuro de Carsten Höller y salir a una sala de setas alucinógenas que cuelgan y giran boca abajo; de pronto recular ante un lienzo de Hirst compuesto de moscas muertas; o subir en un ascensor gigante con capacidad para cien personas que ofrece vistas de todo Milán hasta los Alpes. El artista alemán Thomas Demand, cuya obra ha figurado en 11 proyectos de la Fundación Prada en las dos últimas décadas, describe la sede milanesa como “un diálogo con el público: allí se pueden ver cosas inteligentes que no hay en ningún otro sitio. Su misión es convencer a la gente de que el arte desempeña un papel activo en nuestras vidas”. Además de encargar obra nueva, la institución organiza conciertos y proyecciones de cine, conferencias y simposios. Mecenazgo, sin embargo, es otra palabra que a Prada no le convence nada. “Cuando dicen que patrocinamos la cultura, yo digo: ‘No, lo que queremos es participar en la creación cultural’. No se trata de dinero, sino de aunar esfuerzos, personas; proponer y encontrar soluciones”. La sede de Milán, sin ir más lejos, ha sido pionera en la regeneración de un distrito industrial, convirtiendo la ciudad en un destino de arte contemporáneo. Los sábados, aporta Demand, el espacio se llena de gente paseando y hablando, “los milaneses lo utilizan como un bulevar”.

Gigi Hadid con un look de Prada de la colección de otoño-invierno 2007.

La tarde anterior a mi encuentro con Prada, mientras ella recibía al legendario director de orquesta Riccardo Muti, invitado a impartir unas clases en la fundación, yo asistía a la inauguración de una exposición en el Osservatorio del centro, un espacio expositivo situado en el ático de la tienda insignia de Prada en la Galleria Vittorio Emanuele II. La pasada muestra Calculating Empires, comisariada por Kate Crawford, experta en las implicaciones sociales de la inteligencia artificial, examinaba la relación entre tecnología y poder en los últimos cinco siglos de industrialización. Unos días antes, Crawford me había contado (vestida con la clásica falda de tablas con hebilla de kilt de Prada) que Miuccia había asistido a la muestra acompañada de Hans Ulrich Obrist (director de la galería Serpentine de Londres) y que inmediatamente captó la intención de la obra principal –un vasto e intrincado diagrama que representa las conexiones entre comunicación y computación, mecánica cuántica y algoritmos, arquitectura y astrosferas–: lo comparó con el análisis de Marx de los métodos de producción en el siglo XIX. Aunque Prada es un tiburón intelectual que no para de aprender, elucubrar y trabajar, cuando hablas con ella es simpática y divertida, se ríe a menudo (normalmente de sí misma), escucha con atención y pregunta cada vez que afirma.

En el curso de la conversión, a menudo expresa una opinión y luego le preocupa que pueda levantar polémica. Como dice Catherine Martin, “Miuccia es una tertulia de una sola persona”. Y aunque asegura que tiene muy poca vida social, resulta no ser del todo cierto. “Creo que no le gusta ser sociable por el mero hecho de serlo”, matiza su hijo Lorenzo Bertelli. “Le encanta debatir con gente con otros puntos de vista”. “Trabajo mejor que hablo”, replica Prada. “Para conocer a una persona, prefiero trabajar con ella. Compartir el entusiasmo, la búsqueda… Me gusta trabajar, es una gran manera de comunicar tu mentalidad, tus ideas”. Su círculo cercano es tan amplio como ilustre. Wes Anderson diseñó el café de la Fundación Prada de Milán en un pastiche de pistacho y rosa, en homenaje a los tradicionales cafés milaneses; el fallecido director francosuizo Jean-Luc Godard donó al espacio su estudio-sala de estar –que hoy se puede ver expuesto–; Jacques Herzog, arquitecto suizo de vanguardia, construyó en Tokio junto a Pierre de Meuron un edificio enrejado que define como “dispositivo óptico interactivo”; Höller fue el artífice del tobogán que conecta el despacho de hormigón pulido de Miuccia con la planta baja; y Hirst, por su parte, creó un bolso de Prada tachonado de insectos. Demand recuerda que, cuando conoció a Miuccia, él estaba intentando dilucidar cómo realizar una compleja instalación artística. La diseñadora le dijo que su desazón le recordaba a ella misma diseñando bolsos. “Me habló del ensayo y error, de que unes las cosas de una manera y luego el resultado no se parece a lo que querías, así que no te queda otra que quitarlo de la mesa”, cuenta el artista. “[Me pareció] una persona muy diligente y muy honesta”. Prada reconoce que no se le da mal lo de ejercer de jueza sabia, con cierto disgusto, quizá, por que la sabiduría vaya aparejada a la edad. Y aunque parece disfrutar más con la investigación que con la explicación, me dice que sabe cuando algo está bien porque le saca una sonrisa.

“Me gusta meter caña, porque bajo presión te vuelves más creativo, más inteligente”, dice Prada.

Fotografía: Stef Mitchell / Estilismo: Alex Harrington

En esencia, Prada es un negocio familiar. La dinámica Prada-Bertelli se basa en la negociación, el debate, la dialéctica. Las conversaciones entre la directora creativa, su marido y su hijo se adentran con facilidad en el denso territorio de la filosofía y la filología. Según Lorenzo, la división de opiniones mejora la creación (sabe que es bastante difícil hacer cambiar de opinión a su madre a no ser que lleve un argumento sobradamente preparado). “Me gusta meter caña, porque bajo presión te vuelves más creativo, más inteligente”, me dice Prada. Le pregunto a Patrizio Bertelli por qué asociarse con su mujer les ha granjeado tanto éxito. “Yo mismo me lo pregunto todo el rato”, responde. “Nunca nos movieron las ganas de hacernos famosos o ricos, trabajamos por el placer de hacer algo interesante y constructivo, para disfrutarlo, para divertirnos”. Sus dos mitades –la creativa y la comercial– han forjado una potente marca internacional en cuestión de pocos años. Prada ha salido hace poco a bolsa en Hong Kong, si bien la familia todavía ostenta un 80 por ciento de las acciones. La pareja, ambos septuagenarios a día de hoy, ha planificado cuidadosamente una sucesión tranquila. Se nombró el año pasado a una nueva CEO, Andrea Guerra, y Lorenzo, que dejó de competir profesionalmente en rallies con su propio equipo Fuck Matiè para unirse a la compañía en 2017, supervisa ahora los departamentos de tecnología, marketing, sostenibilidad y la nueva división de alta joyería. En 2020, Prada dejó atónito al universo moda con el anuncio de que Raf Simons, el respetadísimo diseñador belga, subía a bordo para codiseñar la firma de igual a igual, en el papel de socio, colaborador e impulsor creativo. Cuando le pregunto a Simons por qué aceptó, solo necesita dos palabras: “Por Miuccia, así de fácil”. Como ella, Simons no fue a una escuela de moda (estudió diseño industrial) y no tarda en admitir que le interesa el arte “mucho más que la moda”. Ambos llevan largo tiempo admirándose mutuamente y ambos hablan de la necesidad de inyectar realismo, practicidad, significado y –de nuevo– utilidad a sus colecciones. Y aunque su colaboración partió de la convicción común de que si en algún momento odiaban el concepto del otro, adiós muy buenas, lo que me transmiten los dos diseñadores es que trabajar juntos está siendo una verdadera comunión mental. “Está yendo muy bien”, admite Prada. “Tenemos el mismo gusto, y la mayoría de las veces hasta la misma idea. Es una persona muy agradable y muy honesta intelectualmente, que es lo más importante”. “La cosa hizo clic enseguida”, prosigue Simons. “Creo que los dos somos mucho de dialogar, a ella le gusta colaborar, trabajar con gente, lo necesita. Cualquier cosa puede servir de punto de partida, ya sea algo que nos encante o que odiemos, o nos parezca muy tonto o divertido o triste o estúpido o político…”.

Prada dice ser muy consciente de la edad que tiene, aunque “es extraño, porque cada mañana tengo que decidir si soy una chica de 15 años o una anciana al borde la muerte”. Su impulso creativo, sin embargo, apenas se ha atenuado. La colaboración con Simons –su última colección formuló nuevas reinterpretaciones de motivos militares y transparencias con una catarata de baba como telón de fondo– ha venido mezclando lo cool con lo comercial con el beneplácito de la crítica, y sus propios desfiles recientes para Miu Miu han sido tan vanguardistas como oportunos. Sus trajes cortados a tijera para la primavera de 2022 –“una broma privada sobre las zonas erógenas”, dijo después– se hicieron virales en TikTok y cruzaron la pasarela acompañados de una película de la artista de origen marroquí Meriem Bennani (costumbre, la de invitar a artistas a crear fashion films para la marca, cada vez más frecuente por parte de Prada).

"Se me da mejor trabajar que hablar", confiesa Miuccia.

Fotografía: Stef Mitchell / Estilismo: Alex Harrington

Si Maria Bianchi quería ser diferente y Miuccia Prada se esforzó en ser buena y hacer el bien (luego en ser mejor para hacer más bien todavía), la señora Prada, en el otoño de su vida, vive la satisfacción como un constante tira y afloja, y parece que nunca esté contenta del todo. “Cuando la gente me pregunta: ‘¿Estás contenta con tus logros en la moda? Sinceramente, no hay nada que me importe menos”, asegura. “Tengo la mente en lo que voy a hacer después. Soy ambiciosa, quiero ser buena en lo mío. Y a veces pienso que soy buena, como con una gran exposición, una buena pieza… pero solo me dura un segundo”. Admite que le cuesta sentirse orgullosa de sí misma. “Con que sea decente no vale”, sentencia, aludiendo a cierta exposición que no salió como esperaba. “Para mí, fue un fracaso”. Confiesa que evita visitar sus propias tiendas “porque tengo tanta imaginación que me asusta la realidad”. Le planteo si fue difícil crearse una marca. “Hacerlo, no”, dice. “Porque fue básicamente juntar lo que nos gustaba. El concepto es muy sencillo. Pero luego tienes que vivirla, encarnarla, responsabilizarte de ella”. Dice que le encantaría poder centrarse solo en crear porque pasar el “día entero haciendo moda ¡es como estar de vacaciones!”. Sin embargo, siempre hay multitud de decisiones y peticiones pendientes y “cada día tienes que resolver al menos, solo en lo creativo, unas 20 cosas... ¡Y ahora tenemos encima lo del Año Nuevo chino!”. Al parecer, nadie había dado todavía con un buen concepto para los escaparates. “¿Tú también intervienes en eso?”, pregunto con sorpresa. “¡Intervengo en todo!”.

Dejo en el aire –seguro que no soy la primera– si quizá peca de ser demasiado perfeccionista. “Puede ser”, concede. “Seguro”. Del último tercio de su vida, el que dedica a la familia y al ocio, Prada se resiste a hablar. En anteriores entrevistas apenas ha revelado algún detalle escaso y sin importancia. Le encanta disfrutar de la naturaleza, especialmente de la montaña; se corta ella misma el pelo; se toma una taza de agua caliente nada más levantarse. De lo poco que ha dejado entrever en nuestras charlas, al parecer su marido y sus hijos son unos locos de la cocina y la echaron de los fogones hace mucho; está pensando en poner un jardín de plantas suculentas y espinosas en su casa del sur de Italia; ha perdido a varias personas muy cercanas en los últimos años, “pero desde hace poco he vuelto a animarme”. Lo que queda claro es que esta parte de su existencia es tan rica y plena como las otras. Su cautela se entiende: Prada es la cara visible de una marca global, pero ha elegido conscientemente no tener presencia en redes sociales, sale poco en televisión y a menudo se muestra tímida en público, con apenas una breve reverencia en sus desfiles antes de desaparecer rápidamente por entre las cortinas. “Parece muy reservada, pero es una cuestión de guardar su privacidad, no es introvertida”, aclara Bertelli. Le pregunto con qué es feliz su mujer. “Trabajar le hace feliz”, dice. “Crear cosas bellas. Viajar. Pasar el rato con gente inteligente”. Lorenzo dice que lo que más feliz hace a su madre es la familia, que hace nada dio la bienvenida a un nuevo miembro: Lorenzo ha sido padre por primera vez, de una niña. “Ahora, claro, está eufórica con ser abuela”. Prada sonríe de oreja a oreja cuando le pregunto por su nieta: “Tengo que aprenderlo todo, porque no sé cómo se educa ahora. También a lidiar con los chavales con todo esto de las redes, los teléfonos… Aprender a argumentar todo eso que no domino. Soy responsable de educar a la cría”, dice. “Creo que se me va a dar bien. Seré una abuela que le enseñe cosas, pero también divertida”.