Cómo sobrevivir en Los Ángeles durante el mayor festival de comedia de la historia

Fajitas en el hotel, atascos y los mejores enclaves para sacarle el lado divertido a la vida (el humorista y presentador asturiano Santiago Alverú nos cuenta en primera persona su ruta de risas).
El humorista Santiago Alverú en el show de Chappelle en Los Ángeles
Cedida a Condé Nast Traveler

Los Ángeles no es una ciudad. Me da igual cómo se pongan los angelinos o sus madres. Que hagan lo que quieran pero que no lo llamen ciudad. Los Ángeles es un conjunto de cosas muy chulas unido por carreteras. De vez en cuando uno tiene derecho a emplear cierto esnobismo europeo y a defender que, si no se puede ir andando, es un centro comercial. No vamos ni siquiera a exigir un casco antiguo, una torre a la que subir para admirar las vistas o un caudaloso río. Pero qué menos que reclamar un poco de urbanismo y urbanidad.

Ver fotos: un paseo por el Downtown angelino de la mano de Franka Potente

Llego a Los Ángeles el 28 de abril, aterrorizado por la perspectiva de cruzar la aduana. Con el Covid, el número de certificados y papeles que debes presentar a lo largo del viaje asciende a varios cientos de miles. Desde la visa de turista hasta el certificado de vacunación pasando por un pelo de unicornio, sangre de un cordero sacrificado al alba y el corazón de tu primogénito.

The Formosa Cafe, Los Ángeles.Cedida a Condé Nast Traveler

En Twitter, el día antes de volar, leo un hilo de una chica a la que le han dado la vuelta. Iba a tocar en un concierto en Las Vegas, el tipo del control se puso chungo y dijo que si no sabía que había un muro para traficantes como ella, y para casa. Yo, que voy a cubrir el mayor festival de comedia jamás realizado, el Netflix is a Joke, pienso decirle al amable policía aduanero que mi objetivo es gastar mucho dinero en su país y volverme muy pronto y que pocas banderas de América tengo en mi casa, voy a comprar un par.

Todo sale bien. Cojo el coche de alquiler, que todo el mundo me ha definido como indispensable para sobrevivir en esta ciudad –ahora hablaremos de esto– y me dirijo a mi hotel, un bonito apartahotel en mitad de la nada, con piscina y cercano al aeropuerto. Lo cojo porque a) era barato, b) la calidad es decente, c) no entiendo muy bien cómo funciona esta ciudad y prefiero estar en un hotel decente con piscina en las afueras que en un cuchitril en Sunset Boulevard.

El restaurante especializado en perritos calientes Pink's, en L.A.Cedida a Condé Nast Traveler

No me quiero meter en la cama nada más llegar así que hago un par de compras de emergencia, dejándome fascinar por los supermercados americanos (sus desorbitados precios, la convivencia de los Cheetos picantes con los botes de medicinas, la variedad de bebidas energéticas) y termino el día en Pink’s, un restaurante especializado en perritos calientes en el que destrozarme de placer.

Me levanto al día siguiente varias horas antes de lo que me levantaría normalmente, pero decidido a aprovechar el día. Por la mañana, desayuno en Randy’s Donuts, otro establecimiento icónico. Iron Man estuvo allí con Nick Furia, discutiendo la iniciativa Vengadores y yo fui a comerme un par de extra azucaradas rosquillas. Eso y un iced latte coffe son motor suficiente para dirigirme hacia los lugares más evidentes por los que cualquier turista debe pasar.

Randy's Donuts, Los Ángeles.Cedida a Condé Nast Traveler

Me acerco todo lo que puedo al letrero de Hollywood (en internet tienen mil guías sobre cómo acceder a lugares en los que verlo dignamente) y paso por el observatorio Griffith, otra institución de la ciudad. Ninguno me emociona realmente. Para compensar, me acerco hasta El Coyote, un restaurante mexicano que aparece en Érase una vez en Hollywood, la película de Quentin Tarantino. Me pido una desorbitada cantidad de fajitas que cenaré esa noche en el hotel, sintiéndome un héroe. Igual que el personaje de Steve Buscemi en Reservoir Dogs, sigo sin dejar propina.

Llega la tarde y llega el primer show del festival. Dave Chappelle y sus amigos. Los amigos son nada más y nada menos que Jeff Ross, Bill Burr, Deon Cole, Donnel Rawlings y conciertazo de Busta Rhymes. Ya había visto a Chappelle en 2020 en Berlín, justo antes de la pandemia, y su espectáculo ha sido tal y como recordaba. Es el Bruce Springsteen de la comedia, un tipo que se las ingenia para regalarte horas y horas de material, de experiencias.

Show de Dave Chappelle en Los Ángeles.Cedida a Condé Nast Traveler

Su monólogo, más calmado que recientes propuestas que se pueden degustar en Netflix, contenía uno de los chistes más salvajes que he escuchado en mi vida (que, por empatía profesional, no reproduciré por escrito). Es cierto que esta noche no fue la noche de la que todo el mundo habla. El famoso placaje llegaría días después, eclipsando cualquier otra noticia del festival y obligando a todos los cómicos a presentarse en público con un chiste sobre agresiones físicas para abrir la fiesta.

Llega el fin de semana y decido escaparme de Los Ángeles para visitar a unos amigos en San Diego. Antes, desayuno en Brolly Hut, un local con forma de paraguas situado al lado de mi hotel. Fusilo unas french toasts con huevos y salchichas y me dirijo a la autopista. Efectivamente, el coche se está haciendo tan imprescindible como capaz de generar picos de ansiedad. Las carreteras son inmensas, el tráfico es terrorífico, La La Land no mentía.

Comida en Brolly Hut, Los Ángeles.Cedida a Condé Nast Traveler

No entiendo muy bien los peajes ni las velocidades y espero que, mientras escribo estas líneas, no se esté gestionando una multa. Se puede adelantar por cualquiera de los carriles, habitualmente no menos de cuatro o cinco. Nada importa mucho, no obstante, cuando me doy cuenta de que me he olvidado el pasaporte en casa y tengo que cancelar la escapada a Tijuana que había planeado porque soy un tipo listísimo.

A cambio, al día siguiente engaño a mis colegas para que me acompañen a Slab City. Se trata de una base militar abandonada en la que ahora viven varios cientos de hippies modernos, hombres y mujeres que existen al margen de la ley, soportando temperaturas de más de cincuenta grados en verano. El sitio es espectacular.

Está repleto de arte de guerrilla, construcciones metálicas que denuncian nuestra forma de vida, letreros que avisan de las falacias que consumimos, pintadas que explican que los delfines fueron creados por Stalin, altares dedicados a nuevas deidades.

La base militar abandonada de Slab City en California.Cedida a Condé Nast Traveler

La montaña de la salvación, o Salvation Mountain, preside el territorio. Una colina pintada por un hombre devoto, dedicada a Dios, un conjunto de colores chillones que hablan de redención en medio de la nada. Sin desplazarnos mucho, encontramos otro enclave que parece sacado de una película de Lynch o un cuadro de Giorgio de Chirico: un lago rodeado de esculturas, confesionarios, columpios en la orilla y televisores conectados a la tierra, sintonizando la nada.

Hago a una velocidad considerable el viaje de vuelta y me da tiempo a llegar para disfrutar de Sebastián Maniscalco, un italoamericano rapidísimo, una máquina física, un tipo tan divertido como sorprendente. Todavía con la resaca de la carretera, el desierto y los chistes, afronto un nuevo día en el que visito la biblioteca Huntington.

Sin duda, de las visitas obligatorias si pasáis por ahí. Está algo alejada del centro (como todo, por otro lado), pero se trata de un jardín inmenso, un espacio de preservación de diferentes espacios naturales, con zonas que reproducen ecosistemas japoneses o australianos, acompañados por palacios en los que se encuentran exposiciones de arte o literatura, todos recopilados por la filantropía del matrimonio Huntington.

Jardines de la Huntington Library en Los Ángeles.Cedida a Condé Nast Traveler

La visita habría servido para dar el día por completo, pero la noche tiene mucho que ofrecer: es el turno de asistir a la conversación entre Larry David, genio detrás de Curb your enthusiasm y Robert B. Weide, productor de la serie.

El evento es raro. Tiene lugar en el Greek Theatre. Hace un poco de rasca, de frío. Está lleno. Los asientos de primera fila cuestan unos cuatrocientos euros. La conversación entre ambos señores navega entre lo interesante, lo anecdótico, lo frívolo y lo absurdo. Vamos, yo lo disfruté muchísimo, pero si soy el de los cuatrocientos euros, igual me levanto cuando ambos terminan la noche jugando a intentar encestar una pelota de papel en una papelera.

La cerveza más barata durante todo el festival cuesta unos veinte dólares, así que, necesitado de alcohol y cariño, acudo al Formosa, un bar legendario, hermoso, cinematográfico, listo para ofrecer cócteles y picoteo oriental.

Bradbury Building, Los Ángeles.Cedida a Condé Nast Traveler

Los días se suceden entre comilonas y comedia. Como en el Mel’s Drive In y acudo al show de Jimmy Kimmel, que cae enfermo de Covid y, en su lugar, presenta Mike Birbiglia. Veo a John Mulaney en el Forum y ceno en el In-n-out, la famosa cadena de hamburgueserías californianas, donde les recomiendo pedir lo que quieran, pero “animal style”.

Doy un paseo por el downtown, dejándome caer por el museo Broad y visitando el edificio Bradbury (escenario de la película Blade Runner) parando a comer en un puesto coreano del Gran Central Market. Asisto a la grabación del podcast de Conan O’Brien, en el majestuoso teatro Wiltern, con Bill Hader de invitado, para días después contrastarlo con el show de Kevin Hart, en un imponente estadio.

Grabación del podcast de Conan O’Brien, en el majestuoso teatro Wiltern de L.A.Cedida a Condé Nast Traveler

Como unos tacos con Manu Badenes, cómico mítico de nuestro país, actualmente en Los Ángeles con una beca Fullbright, mientras hablamos de comedia y compartimos miserias y la alegría de vernos. Visito parte de la ruta 66 original, con parada en The Hat para devorar un bocadillo de pastrami y patatas con chile. Ya solo quedan dos tiros. David Letterman y Tina Fey con Amy Poehler.

Si te dedicas al entretenimiento, has fantaseado con ganar un Oscar, tener tu estrella en el paseo de la fama y que te entreviste David Letterman. A pesar de que todo eso parezca imposible. Cuando el mítico presentador del Late Show se retiró para siempre, entregando su silla a Stephen Colbert, no solo se terminó la fantasía, sino ese otro anhelo más terrenal, el de acudir de público a su programa.

Fachada del In-n-out en Los Ángeles.Cedida a Condé Nast Traveler

Que las carambolas del destino me hayan llevado a verle actuar, mientras presentaba a cómicos como Sam Morril o Phil Wang, en un formato llamado ‘It’s my time’, que pronto se presentará en Netflix, es algo mágico. Por muy en piloto automático que haya notado al hombre barbudo, es algo que no olvidaré jamás. Hay felicidades de protagonista y felicidades de espectador. Esta es la más grande de las segundas.

Para hacerlo todavía más grande, me acompaña Helen Santiago, cómica y guionista que también ha acudido al festival. Cerramos la noche en el Frolic Room (6245 Hollywood Blvd), coctelería que también frecuentaba Kevin Spacey en LA Confidential.

Llegamos al último día. El plan no puede ser mejor: como y paso la tarde con Mario Tardón, paisano asturiano y actor que, hace seis años, decidió irse a Los Ángeles con una mano delante y otra detrás. Tras muchísimo esfuerzo y sacrificio, no solo goza de éxito profesional: es un hombre sabio, feliz, con una manera de ver la vida que comparto, admiro y me enriquece a medida que la descubro.

Letrero del show de Sebastian Maniscalco en Los Ángeles.Cedida a Condé Nast Traveler

Acostumbrado, como estamos todos, a nadar en un mar de gilipollas, pasar un día con Mario me devuelve la esperanza en el ser humano y en la profesión de actor. De alguna manera, me ayuda a conectar con mis raíces y a sentirme optimista con respecto al futuro.

Terminamos viendo a Tina Fey y Amy Poehler (con Taylor Tomlinson, una auténtica GENIA, haciendo de telonera, búsquenla) en un evento que recuerda al de Larry David. Es caótico. Nadie se ha preparado nada. Juegan al “¿qué preferirías?” y hacen burpees en el escenario.

Evidentemente, las anécdotas y las tonterías sirven para que me muera de la risa y pase un gran rato, pero no sé si estaría igual de contento si hubiese sido de los que pagaron más de cien euros por entrar. Netflix, a estas alturas, ya vas borracho. Es hora de volver a casa.

Ver más artículos

SUSCRÍBETE AQUÍ a nuestra newsletter y recibe todas las novedades de Condé Nast Traveler #YoSoyTraveler