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Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiano.com.co

Un minuto, una clase, una escuela

Aun cuando sean los semáforos los que marquen el compás de la clase; y su ubicación sea origen de múltiples retos, creo que el lugar en el que esta escuela se encuentra es quizá la razón de su existencia.

03 de julio de 2024
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  • Un minuto, una clase, una escuela
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Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiano.com.co

Verde. El tumulto de carros se precipita sobre las cebras y, cegados por el afán, la estampida de autos pasa a la velocidad que les permiten sus pistones frente a la escuela. Los carros rugen en un coro de motores, en una maratón matutina en el que la pista es la calle y en la que las gradas son las aulas. Este canto metálico ahoga la voz de la maestra, quien debe aguardar pacientemente, esperar que la estampida de hierro cruce frente a su salón y retomar la lección cuando ya la algarabía de motores haya cesado.

Rojo. Conforme pasan los vehículos, gradualmente se instala un silencio que contrasta notablemente con aquel escándalo. Y aunque una que otra bocina insignificante irrumpe en ese agradable silencio, se instala por unos cuantos segundos una transparente calma en el que la maestra ya no tiene que gritar para sobreponerse con su voz al rugido de los carros.

Sorprendido por el escándalo intermitente del que es víctima esta escuela, yo mismo calculé el tiempo y me propuse la tarea de cronometrar los segundos que dura el ruido y que dura el silencio. Comprobé entonces que el semáforo divide el tiempo en sesenta segundos: un minuto para el semáforo en verde y otro minuto para el semáforo en rojo. Este último minuto, aunque constituido de la misma cantidad de segundos, parece no rendir tanto y alcanzar para mucho menos. Por su parte, ese minuto en el que el semáforo está en verde parece dilatarse y prolongarse en el tiempo. Entre interrupción e interrupción la maestra da su clase, ofreciendo su lección en capítulos o dividida por minutos.

Ubicada en la Candelaria, entre San Juan y la carrera cuarenta y cuatro, en el centro de Medellín, esta escuela no reúne, precisamente, todos los prerrequisitos que se requieren para ir a enseñar o unas condiciones óptimas para ir a aprender. Rodeada de casas de expendio de estupefacientes, aunado a la muy compleja y triste situación de los habitantes de calle, esta escuela se halla en el cruce entre dos vías tan concurridas como ruidosas. Han venido a parar a este barrio, y por ende a esta escuela, comunidades que han sido y siguen siendo hoy víctimas todas de un sinnúmero de exclusiones y despojos: desplazados forzados por la guerra, comunidades indígenas expulsadas de sus tierras, migrantes que, en el afán natural de querer vivir mejor, han salido de Venezuela o Ecuador. Muchos han llegado de lugares de los que los han desterrado y, a su vez, han recibido de esta escuela la promesa de ser acogidos.

Aun cuando sean los semáforos los que marquen el compás de la clase y el ritmo de las lecciones; aun cuando su ubicación sea el origen de múltiples retos y diversos problemas, creo que el lugar en el que esta escuela se encuentra es quizá la razón de su existencia: por la función que cumple, por la población que a esta escuela llega, por las múltiples dificultades que la rodean, la Institución Educativa Héctor Abad Gómez no podría, sencillamente, estar en otro lado.

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