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Condenada por hurto en supermercados: “Lo mejor que me podía haber pasado fue entrar en prisión”

Olga criaba a sus cuatro hijos sin ingresar un solo euro en casa. Tras su entrada en la cárcel, entró en un programa de inserción social y ahora es ayudante de cocina

Olga, quien cumple condena en tercer grado y participó en un programa de inserción social, en Madrid.
Olga, quien cumple condena en tercer grado y participó en un programa de inserción social, en Madrid.Samuel Sánchez
María Sosa Troya

En febrero de 2020, una mujer asustada se personó en la cárcel de Villanubla, en Valladolid. En casa se quedaban cuatro hijos y un reguero de intentos por disuadirla. “No te presentes, eso es una locura, ponte en busca y captura”, “Mamá, no nos dejes”. Cuando llegó la orden de entrada en prisión, ella se personó una semana antes. Por delante tenía una condena de tres años “por haber hurtado durante años en supermercados” cuando en su casa no entraba ni un euro, pero eran seis para comer cada día. “Lo mejor que me podía haber pasado fue entrar en prisión. Si no, no sé dónde hubiera acabado”, recuerda ahora, en una cafetería en Madrid. Ella es Olga, un nombre ficticio para proteger a su familia, y esta es su historia, la de alguien que aprendió a vivir mientras cumplía condena.

Olga tiene 36 años y se pasa la entrevista sonriendo. Mujer, gitana, divorciada. Ha roto unas cuantas brechas. Cuenta que ha tenido “una vida un poco complicadilla”, con “muchísimas carencias, muchas necesidades”. Con todo, dice que ha tenido suerte. Apenas 21 días después de entrar en prisión, la dirección del centro la clasificó en tercer grado penitenciario o régimen abierto, la conocida como semilibertad, para que pudiera hacerse cargo de sus hijos, que tienen de cuatro a 17 años. Durante la pandemia pudo irse a casa para poder cuidar de los niños. Una pulsera negra sujeta al tobillo controlaba de modo telemático que cumplía los horarios que le habían sido impuestos. Aún la lleva. Se levanta un poco el pantalón y la enseña. Puede salir del domicilio entre las ocho de la mañana y las 11 de la noche, para poder trabajar y atender a sus hijos.

A su lado en la cafetería se sientan la técnica de inserción y la trabajadora social que la ayudaron a recorrer un itinerario que cambió su vida. Al principio, Olga no sabía ni encender el ordenador. De ella, más que su suerte, las dos profesionales destacan su fuerza y capacidad de trabajo. No todo el mundo lo logra. Más de 35.000 personas cumplen ahora condena en segundo o tercer grado en España. En los últimos 12 años, 20.996 internos han participado en el programa Reincorpora, de la Fundación La Caixa, que se lleva a cabo en los 81 centros penitenciarios que dependen del Ministerio del Interior (las prisiones de Euskadi y Cataluña son gestionadas por el Gobierno vasco y la Generalitat). De ellos, 8.526 han conseguido un empleo, según los datos difundidos este noviembre. Olga es una de ellos. Ahora es ayudante de cocina en un restaurante.

La situación era bien distinta hace años. Su vida ha dado un vuelco en los dos decenios que han pasado desde que se casó, con apenas 16, hasta ahora. Ella no llegó a terminar la educación secundaria y dice que se frustraba al ver cómo le cerraban una puerta tras otra en la cara al pedir empleo. “Me condicionaba el ser gitana, hay personas que todavía tienen prejuicios. Hacía entrevistas, también me preguntaban si tenía cargas familiares, y yo no escondía a mis hijos. Me decían que no era el perfil que buscaban”. En el barrio, uno de los más desfavorecidos de Valladolid, veía “malos ejemplos”. “Yo no vengo de una familia delincuente, pero veía a los vecinos y decía: ‘Cómo viste, cómo da de comer a los niños’, así que fui por lo fácil, el hurto, para cubrir las necesidades de mis hijos. Pañales, papillas, una crema para la niña…”. Así se metió en la boca del lobo. Su peor decisión. “Mis delitos no fueron violentos”. Pero las causas se le fueron acumulando, cuatro delitos de hurto, y se formó una bola de nieve que se hizo imparable.

Olga, durante la entrevista, en Madrid.
Olga, durante la entrevista, en Madrid. Samuel Sánchez

Hasta que llegó la orden judicial de entrada en prisión. “Cuando entré, me dije: yo necesito salir de aquí, este no es mi sitio”, rememora. “Empezaron a darme muchas normas, tenía que ir apuntándolas. Era supervivencia pura y dura. Allí las horas son intensas”, sigue. A las siete y media de la tarde ya tenía que estar dentro de la celda, hasta las ocho y media de la mañana siguiente. La cabeza no paraba. A los días le dieron un puesto de trabajo, repartiendo las comidas. “Que ya es el colmo, no lo consigo en la calle y lo consigo dentro”, se ríe. Aquello le sirvió para tener la mente ocupada. Pero duró poco porque a los 21 días de entrar en la cárcel pasó a un centro de inserción social (CIS), donde cumplen condena presos en semilibertad. En aquella época estaba pasando una separación que fue complicada. “En total, estuve un mes, pero fueron [como] tres años, muy intensos, no pasaban las horas, ni los minutos”. Después de la pandemia, durante unos dos meses volvió a pasar las noches en el CIS, pero a partir de mayo de 2021 se le volvió a instalar el dispositivo telemático.

En 2020, cuando le propusieron comenzar a dar pasos, se rebeló. “Dije: ¿cómo quieres que empiece a construir si ni tan siquiera me puedo poner de pie?”, recuerda Olga. Así que lo primero, relata Yolanda Barrientos, la trabajadora social del CIS de Valladolid, fue derivarla a un taller de desarrollo personal que llevaban a cabo en el Ayuntamiento con otras mujeres. “Empezó a encenderse la luz. Otras personas contaban sus historias, sus carencias, y digo: ¿por qué yo no? No quiero volver atrás, no quiero vivir del hurto. Quería formarme. Primero empecé a procesarlo, a tener confianza en mí, a tener esa fortaleza y seguridad”, afirma Olga. “Yo era una persona con muchos prejuicios, no me comunicaba con nadie, me ponía una coraza porque creía que todo el mundo quería hacerme daño. Solo me relacionaba con mi familia, la de él y nuestros conocidos, ese era mi mundo”. Barrientos trabajó con Ana Royo, la técnica del programa Reincorpora, que a su vez está empleada en la Fundación Rondilla. “Olga es el ejemplo real de lo que es un itinerario de inserción personal, social y laboral”, dice Royo. Juntas analizaron sus necesidades y juntas activaron un engranaje del que solo Olga podía tirar. Así lo hizo.

No fue fácil. Hubo que conseguir ingresos porque en su casa seguía sin entrar un euro. Tampoco tenía vivienda, se quedaba con unos familiares. “Solicitó una renta garantizada de ciudadanía, que puede compatibilizar con su empleo a tiempo parcial, porque una jornada completa es incompatible con el cuidado de sus hijos”, sostiene la trabajadora social. Hace unos meses consiguió una casa. “Lo interesante es que está transmitiendo unos valores de esfuerzo personal, pero también sociales, de educación y formación a sus hijos”, sigue Barrientos. Hace años tenían un problema de absentismo escolar. “Muchos días no tenía ni para llevarles al colegio, ni qué ponerles de desayuno. Es todo una cadena: necesitas la economía, la estabilidad, la seguridad, la confianza. Al principio no tenía nada”. Ahora sus hijos están mejor, explica, ha mejorado el ambiente. “Mi niña se ha sacado ya dos formaciones”, cuenta Olga, orgullosa.

En cuanto salió del CIS, algo había cambiado. “Allí dentro tiempo te sobra, la cabeza empieza a trabajar, a hacer preguntas. Comienza la montaña rusa, como digo yo. Venía de muy abajo. No estaba cómoda con la vida que tenía, no quería que el entorno me condicionara porque yo ya había llorado bastante”. Por las mañanas se formaba en un curso de hostelería y por las tardes iba a capacitación digital. Empezó a hacer prácticas en el restaurante, primero puramente formativas. “Sin público. A mí me mandaban a la cámara frigorífica y no sabía dónde estaba cada cosa, no sabía qué era cada cosa. Me decían: copia y pega la página web y yo decía: ¿qué copio y qué pego?”. Su libreta era inseparable, y en su tiempo libre repasaba la lección: qué es la celiaquía, cómo se cocina cada plato. “Ahora tengo vida social. Antes tenía muchos prejuicios”. Se ha reconstruido a sí misma. Aunque ya no pise la cárcel, hasta marzo de 2023 no habrá extinguido su condena. “Pero yo me siento libre, he conseguido mi independencia, mi estabilidad”.

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Sobre la firma

María Sosa Troya
Redactora de la sección de Sociedad de EL PAÍS. Cubre asuntos relacionados con servicios sociales, dependencia, infancia… Anteriormente trabajó en Internacional y en Última Hora. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y cursó el Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS.

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