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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cary Grant y mis dedos

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¿En qué se parecen Cary Grant y un artilugio de silicona para estirar los dedos? En su sutileza, en lo imperceptible de su trabajo. También en que ambos son buenos para la salud. Una mañana de domingo me entregué a Página en blanco, una comedia de Stanley Donen que, como todo lo rodaba ese hombre, te alimenta el corazón. En ella, Grant interpreta a un aristócrata inglés que se ve abocado a alquilar su mansión y a quien cuestan los cambios: de mujer, de país, de época, de crucigrama… Su interpretación parece que nace de un lugar sin peso y sin esfuerzo. Él, uno de los intérpretes más admirados de la historia, se quitaba importancia: “Si quieres ser actor lo único que tienes que hacer es aprenderte tus frases y no tropezarte con otros actores”. Qué cachondo. Ojalá fuera tan fácil. Sus recursos apenas son perceptibles para quien mira. Él llena la pantalla estando, solo estando. Para estar hay que ser.

Y aquí aparece una persona con unos separadores naranjas y verdes entre los dedos de manos y pies. Estos artilugios están entre la ortopedia y el juguete. Además, dicha persona está tumbada en una esterilla sobre unas pelotas de goma. No hace nada, no mueve un músculo, solo está. Soy yo, no Cary Grant, y son los accesorios que Marisol, mi entrenadora, propone para hacer ejercicio. Parece que no haces nada, pero el trabajo es intenso. Ella lo define con cierta poesía: “Se trata de conquistar tu cuerpo, de comenzar desde lo pequeñito para llegar a lo grande. Ocurre como en la vida: no se puede llegar a alguien con brusquedad”. Estos achiperres van trabajando músculos y articulaciones desde lo suave para que el cuerpo no se ponga a la defensiva. El símil con lo personal se escribe solo. La nueva forma de entrenar es sutil o no es. Menos mal.

La forma de la palabra sutil es su fondo: es ligera como el ala de un colibrí. Otras palabras también se retratan. Escándalo, con sus vocales abiertas, es una palabra escandalosa que apetece pronunciar con los brazos en jarra, y susurrante pide decirse al oído. Susurrantes son, para mí y desde hace un año, todos los perfumes. Desde que sufrí covid no he recuperado de manera total el olfato. Es como si hubieran bajado el volumen a los aromas. Me acerco a mi mesa de perfumes y los noto tímidos. Mi pobre Musc Ravageur, mi pobre Chanel Nº 5, mi pobre Atman Xaman y mi pobre Santal Palo Rosa, según mi pituitaria, huelen como aguas de colonia. Ellos siguen hablando su lenguaje, pero yo los oigo muy lejos.

También me susurran las marcas japonesas independientes que encuentro en Bijo. Cokon Lab, Makanai, Rei Tokio… son etéreas. Admiro colores como los de Waphyto, sensaciones como las que provoca Eau de Ki. Me encanta su delicadeza; sin embargo, cuando los aplico, esa misma delicadeza me supera. Tengo mis dudas acerca de si son los cosméticos más adecuados para nuestras pieles y vidas occidentales. No estamos preparados para esa sutileza tan extrema. Una vez comí en un restaurante japonés en el que como postre me sirvieron una sola fresa. Ahí estaba ella, horizontal y fucsia, sin adornos. Ocurrió durante unos años en los que viajaba a Japón con frecuencia por trabajo. Siempre me sentí allí en Marte y eso me gustaba; me relajaba ser una alienígena. En esos viajes tenía tiempo para observar a las mujeres que paseaban vestidas a la manera tradicional. Alguien me explicó que en verano lucen quimonos estampados con motivos invernales para ‘refrescar’ a quien las mira y en días de frío eligen motivos cálidos para reconfortar. Es imposible ser más sutil, más elegante y más Cary Grant que estas mujeres japonesas.

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