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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hey, you

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Me piden que escriba sobre lo atemporal y yo respondo con un emoji con las manos en la cara, un emoji desesperado. Lo atemporal es lo ajeno al tiempo. No existe nada atemporal porque somos tiempo. Eso es lo primero que se me ocurre. No puedo enviar esas frases a la redacción. Me despedirían. Debo elaborar mejor la idea porque, además de que soy bien mandada, el desafío me interesa.

Lo atemporal sucede cuando el pasado, el presente y el futuro se encuentran. Algo atemporal trasciende el calendario, pero lo hace sin pretenderlo. No imagino a Paul McCartney diciendo tras componer Hey Jude: “John, vamos al pub a tomar una pinta: tenemos una canción atemporal”. Tampoco a Elizabeth Arden contando en 1930 a sus amigos: “Acabo de formular una crema atemporal: se llama Eight Hour”. Ni a los creadores de Ruby Woo abrazándose en el laboratorio de M.A.C tras ver el pigmento rojo del labial diciendo: “Venderemos millones, cruzaremos el tiempo”. Como ocurre con el amor, lo atemporal no se puede forzar. Pero, al igual que el amor, tiene un cierto componente de voluntad: querer es querer querer.

Escribo este artículo tras haber desayunado una tostada con un atemporal jamón ibérico mientras veía un documental sobre el atemporal Cecil Beaton llamado Love, Cecil. Lo dirige Lisa Immordino Vreeland, cuyo segundo apellido suena a atemporal. En un momento se me escapa un “oh”. Greta Garbo está en la pantalla. Es demasiado hermosa: su reino no era de este mundo, por eso lo abandonó. Su tiempo, tampoco. Las fotografías que el inglés tomó de la actriz, con quien quiso casarse son de ayer y de pasado mañana. Las verá un alienígena en 2090 y también dirá “oh”. Una de ellas muestra a la Garbo tumbada en un sofá con un jersey de cuello vuelto, la media melena ondulada, pestañas muy maquilladas y ojos cerrados. Esta foto tiene dentro todos los tiempos del mundo. Cuando eligió ese jersey ella no exclamó: “Venga, pasemos a la historia”, pero al posar ante Beaton debió saber que de ahí no saldría una fotografía más. Qué sabré yo de lo que pasaba por la cabeza de estos inmortales.

Vivir sin prestar atención al calendario requiere gran fortaleza. El tiempo insiste, pesadísimo, cada día en llamar la atención. Lo noto cuando me miro al espejo y me veo la raíz del cabello, que cada vez se llena antes de canas. No tengo el suficiente carisma para dejarlas libres. Lo he probado todo: acudir cada dos semanas a la peluquería, cubrirlas con, benditos sean, espráis y teñirme en casa. Me agota. Cada vez me cansa más todo y ahí también siento el paso del tiempo. Soy, como el protagonista sin nombre de Tostonazo, la  novela de Santiago Lorenzo: una cansada asintomática.

El tiempo decide qué es lo atemporal y qué no. No es lo clásico, no es lo eterno, no caigamos en confundirlo. Es el Museo Romano de Mérida, es el Orgasm de Nars, son Las chicas de oro, es David Hockney acudiendo en crocs amarillos a una recepción con el rey Carlos III. Un año se va y otro asoma. Qué nos tendrá reservado. Cuánto de lo visto, olido y tocado en 2022 se convertirá en atemporal. Es imposible saberlo: lo único que podemos hacer es vivir hoy. Y recordemos lo que escribió Paul McCartney para reconfortar a Julian Lennon por el divorcio de sus padres: “And anytime you feel the pain, hey Jude, refrain/Don’t carry the world upon your shoulders”. Aunque las cosas se pongan difíciles, no llevemos la carga del mundo sobre nuestros hombros. Hey, 2023.

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