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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Contra los martirios

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Martirio habla mucho en sus espectáculos. Entre canciones cuenta historias que no quieres que terminen. Una de ellas se la dedica a un hombre a quien, en ese afán redentor que tenemos muchas mujeres, quiso salvar de sí mismo. Spoiler: no pudo. Ella cuenta que este personaje la dejó y andaba perdida por la casa. Era, explica con toda la gracia del mundo, uno de esos momentos en los que una está tan mal que “no se lava la cabeza”. La primera vez que escuché esta anécdota me reí mucho. Cómo la entendía. Ese era el barómetro del abandono. Yo había sido esa persona. Había. Hubo una época en la que respondía a la tristeza con más tristeza. La maravillosa Mrs. Silvia Pérez Cruz canta un bolero llamado La tarde. Su estribillo, que perpetro en la ducha, dice: “Las penas que me maltratan/Son tantas que se atropellan/Y como de matarme tratan/Se agolpan unas a otras y, por eso no me matan”. Eso pensaba yo: que las tristezas acumuladas se anulaban entre sí. Siento contradecir a Sindo Garay, que escribió la canción, pero ahora pienso que a las miserias hay que desafiarlas con pequeños, medianos o grandes gestos de belleza.

Hace unos sábados me falló un plan que había orquestado en mi cabeza con cierta ilusión. Me vi caminando de noche bajo la lluvia por Madrid, autocompadeciéndome y, como decimos en Sevilla, relatando. Me paré, respiré y tomé dos decisiones: la primera fue entrar en el primer sitio que encontrara para hacerme la manicura; me da paz tener las uñas bajo control y yo necesitaba esa sensación de poder controlar algo. La segunda fue sacar una entrada para ir al cine. Cuando las cosas no me salen como quiero necesito ver una película que no me vaya a decepcionar; si estoy en casa escribo en el buscador de cualquier plataforma: Hitchcock, Sidney Lumet o Billy Wilder. No puedo permitirme fallos. Respeto a quienes en medio de un duelo piden hora en la peluquería, a quienes, cuando no saben manejar una situación se encierran en el cuarto de baño y llenan la bañera, a esa amiga que atraviesa un mal momento y me manda un wasap que dice: “Necesito con urgencia un masaje en un sitio bonito, ¿dónde voy?”. En nuestra cultura no responder a los martirios con más martirios puede parecer extraño, pero ir contra la intuición puede dar muy buenos resultados.

En épocas turbias el placer es militante. A él se llega por muchos caminos y la belleza es el más fácil: estamos rodeados de ella y cada uno tiene las suyas. Las mías son duchas con un jabón que huela a campiña inglesa, elegir el perfume como quien elige una casa para vivir y sumergirme, cada pocos días, en una piscina. Me sirve una municipal: todas las piscinas son la misma piscina. Me sirven labiales rojos contra los días oscuros y mascarillas a media tarde; nunca he usado tantas como en los últimos meses. Cuando me angustio no como chocolate ni empiezo una botella de vino, sino que abro la caja de mis útiles de manicura y comienzo a arreglarme las uñas de manera minuciosa. Me concentro en ello importándome menos el resultado que el proceso: es otra manera de meditar. Limo las uñas y exfolio, retiro cutículas, aplico aceite, las pinto con base, con color y con top coat, y cuando termino las miro y digo: el mundo se puede ir de las manos, pero yo no puedo irme de mis manos. Ya no dejo de lavarme el pelo por nadie. A estos gestos tan cotidianos no le pido que mejoren mi ser, cuánta responsabilidad, sino mi estar. Vivimos estando.

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