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Vuelve la reina de la canción en África con un mensaje de paz

La autora y cantante maliense Oumou Sangaré lanza su nuevo álbum ‘Timbuktu’ en el que clama contra la guerra, la de su país y las del mundo

Oumou Sangare
Oumou Sangaré en una imagen promocional de su último disco.Holly Whittaker
Analía Iglesias

¿En qué se parecerán Wasulu, en Malí, y Baltimore, en EE UU? Nadie sabe si en las costas del arcilloso río Patapsco (en Maryland) hay una evocación de esos otros ríos africanos que agrietan los valles donde se fundaron algunas ciudades del Sahel. Lo cierto es que, para Oumou Sangaré, Baltimore fue un remedio para soportar el confinamiento lejos de su tierra, porque allí compuso casi enteramente su último álbum, Timbuktu, que acaba de publicarse. “Fueron seis meses en total: nunca había pasado tanto tiempo fuera de Malí”, confiesa en una conversación telefónica. Es difícil conocer si existe alguna respuesta a Baltimore en una frase, porque Sangaré elige decirlo casi todo con sus canciones, en sus lenguas orales ancestrales, en lugar de buscar la manera de desgranar sus sentimientos en una entrevista que mantiene desde París, en donde ensaya para la gira que comienza en junio.

La génesis del disco fue ese extrañamiento que provoca la tierra ajena: la irrupción de la pandemia de Covid-19 la encontró en Nueva York, en un descanso tras la celebración del Festival Internacional de Wassoulou (el FIWA, que ella misma organiza desde 2016 en su región natal), y la obligó a quedarse en Estados Unidos, sola, sin su familia. A fuerza de restricciones externas del movimiento, Sangaré fue prolongando su estancia norteamericana hasta que, cumplidos los tres meses, con las fronteras internacionales aún cerradas, optó por mudarse a Baltimore y allí se sintió tan “a gusto”, comenta, que decidió comprarse un pequeño piso. Así empezó a trabajar en las canciones que conformarían su último trabajo, con la ayuda de su amigo Mahmadou Sidibé, quien la ha acompañado como intérprete de kamele n’goni, el laúd tradicional, desde siempre.

Este trabajo, que lleva el nombre de una “ciudad sagrada” como Tomboctú, venerada por Sangaré, contiene toda la “nostalgia” de esos seis meses alejada de sus seres queridos y su oposición a la guerra, a todas las guerras, pero sobre todo a la que mantiene en pulsante dolor a Malí, desde hace diez años. Porque desde enero de 2012, cuando unos grupos de yihadismo extremo atacaron las ciudades de Menaka, Tessalit y Aguelhok, en el norte, todo el país sigue en vilo. La región tuvo que someterse a las leyes civiles (y religiosas) de los terroristas y a esa pesadilla se agregaron las sucesivas intervenciones militares extranjeras, especialmente las del ejército francés. En esta década interminable, los conflictos armados se han ido multiplicando junto con los desplazamientos internos de refugiados, que se han incrementado por diez en la región del Sahel, hasta alcanzar los 2,1 millones de personas a finales de 2021, según datos de ACNUR.

Sangaré trabaja para rendir tributo “al amor, a los niños desfavorecidos y, sobre todo, a las mujeres que son las que más trabajan, las que primero se levantan y las últimas que se acuestan”

¿Nada ha mejorado diez años después en Malí? “No solo es que las cosas no han mejorado, sino que los problemas han crecido. La situación en el norte se ha desestabilizado y sigue empeorando; es híper dura para todo el mundo”, contesta con un laconismo que transmite impotencia.

¿Cuáles son los caminos de la vida cotidiana para soportarlo? “Convivimos con ello y es difícil describir cómo, pero en el sur y en Bamako, donde vivimos, presenciamos y tratamos de asistir, cada día, a la gente que continúa viniendo del norte”, relata. Le consultamos por aquellas voces que defendieron la intervención armada, en un primer momento, y Sangaré es tajante: “Esta no es la buena solución. La guerra no resuelve nada, porque nunca lo ha hecho. Las armas empeoran todo, invariablemente. Propongo cultivar la paz y que se dialogue, que no se cese de dialogar”.

En su caso, frente al “infortunio” que ella menciona como resultado del intento por atajar los problemas con balas y fuego, ella opone su canto: “Sobre la situación de mi país desde que se desató la guerra”. Porque esta vez elige hablar “de la actualidad” en el álbum, convencida de que debe hacerlo.

La bendición de una dinastía de músicas

El contrapeso de la guerra es la música. La de Timbuctú es vitalista, bailable, muy reconocible en sus orígenes y, no obstante, con el atractivo de los arreglos del buen pop internacional. A ella misma, esta música la ayudó “a soportar el confinamiento y a superarlo, lejos”. Al volver, la gran familia Sangaré la esperaba en el aeropuerto. “Como a una princesa”, admite. Ante la afirmación de que nos han contado que ella siempre oficia de majestad en las calles de Bamako, ella ríe: “Esta vez, más aún que antes”.

Oumou Sangaré (Bamako, 1968), hija mayor de una familia fulani, hoy es la reina de la música africana. Su corona está hecha del orgullo de un linaje femenino de cantantes aficionadas que tuvieron que salir adelante solas, trabajando de lo que fuese: sabe de lo que habla cuando menciona la labor incansable de las mujeres, en un país que soporta la poligamia, el matrimonio infantil y la mutilación genital, predominantemente en las regiones rurales. Ella consiguió consagrarse a la música: a los 18 años grabó su primer trabajo discográfico en Abiyán (Costa de Marfil), que entonces salió en casete y fue reeditado en CD décadas después, con el título de Moussolou (las mujeres, en bambara), y que vendió más de 250 mil copias en su primera edición, un récord insuperable en África Occidental. Algunos de sus temas se convirtieron en himnos mucho más allá de las riberas del continente, por lo que luego vinieron las colaboraciones con Beyoncé y las versiones de Aya Nakamura, entre otras figuras populares.

“Cada álbum me lleva varios años de trabajo”, advierte. En Timbuktu –el primer lanzamiento bajo su propio sello Oumsang– las cosas transcurrieron, sin embargo, de otro modo. “Desde 1990, nunca había tenido la oportunidad de dedicarme exclusivamente a la música y a sus letras, que son fruto de todos esos momentos en los que he podido replegarme en mí misma y meditar”, analiza. Hay en este álbum –el primer material nuevo de desde Mogoya, de 2017– una trama percusiva y bases hechas de instrumentos tradicionales de África Occidental para sostener ritmos y escalas en las que los etnomusicólogos han visto los primeros rastros de existencia de lo que luego sería el blues.

Desde y hacia el valle del Wasulu

Wasulu Don es, cómo no, el nombre de la canción con la que Sangaré abre este disco tan personal, coproducido por Pascal Danaë y Nicolas Quéré. El ritmo se acelera hasta que los coros femeninos se cortan en seco, para dar paso a Sira (que significa baobab, en lengua bambara), en la que Sangaré se refiere a los hijos de familias acomodadas y eruditas que, a pesar de todas sus ventajas, caen en la delincuencia: “La naturaleza puede traicionarte y la vida puede cambiar en cualquier momento; el tronco del baobab es liso, pero sus frutos son ásperos”, explicaba en el lanzamiento del single.

Esas metáforas hechas de la naturaleza africana y sus habitantes son las que Sangaré trabaja para rendir tributo “al amor, a los niños desfavorecidos y, sobre todo, a las mujeres que son las que más trabajan, las que primero se levantan y las últimas que se acuestan”. Pero también para “interpelar a los dirigentes sobre los niños que andan por la calle y urgirlos a que se comprometan en dar soluciones”. Por su parte, desde la fundación que lleva su nombre, Oumou Sangaré les ayuda, tanto como a los “rechazados”, que es como se conoce a los integrantes de esa migración interna que huyen de la persecución política y de unas normas injustas que, en el norte, se hacen cumplir por la fuerza.

Sangaré es, además, embajadora de Buena Voluntad de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), comandante de la Orden Nacional de Malí, y Caballero de la Cultura en Francia, pero ahora ha confirmado, con creces, que no quiere vivir lejos de su país.

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Sobre la firma

Analía Iglesias
Colaboradora habitual en Planeta Futuro y El Viajero. Periodista y escritora argentina con dos décadas en España. Antes vivió en Alemania y en Marruecos, país que le inspiró el libro ‘Machi mushkil. Aproximaciones al destino magrebí’. Ha publicado dos ensayos en coautoría. Su primera novela es ‘Si los narcisos florecen, es revolución’.

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