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Malaui y Ruanda prueban que la pobreza no impide disparar la esperanza de vida

En dos décadas, estos dos países del este de África, ambos con un PIB ‘per capita’ inferior a 1.000 euros, han conseguido que sus habitantes vivan de media 20 años más. Frenar la mortalidad infantil y aprovechar los fondos extranjeros han sido claves

Pobreza Malaui y Ruanda
Un bebé recién nacido llora sobre el regazo de su madre en el Centro de Salud de Mauwa, en Chiradzulu (Malaui) en 2022.Thoko Chikondi (AP)

A comienzos de este siglo, la esperanza de vida en Malaui y Ruanda rondaba los 45 años. En 2020, se situaba alrededor de los 65 años. La espectacular mejora —sin parangón en el continente africano— fue de 19,6 años en Malaui y de 19,3 años en Ruanda, según datos de la ONU. En esas dos décadas, los dos países ganaron, cada año, un año de tiempo de vida promedio para sus habitantes. Desde entonces, el indicador ha caído ligeramente en Malaui (en buena medida por el efecto de la covid-19 sobre la asistencia sanitaria general) y ha aumentado algunas décimas en Ruanda.

El éxito de estos dos países del este de África comparte —teniendo cada uno su propia receta— algunos ingredientes. Focos prioritarios y medidas de probada eficacia, como, por ejemplo, el énfasis en la salud materno-infantil, orquestados por un denominador común: la firme voluntad de Estado para atajar un reguero de muertes evitables pese a que los dos países se sitúan en la parte baja de la lista regional de PIB per capita y tampoco cuentan a su favor con grandes recursos naturales.

Los expertos consultados para este reportaje coinciden en que Malaui y Ruanda han lanzado un potente mensaje al resto de África: con un certero cóctel de planificación, anhelo político y aprovechamiento de la ayuda internacional, se pueden cosechar resultados increíbles. “Están haciendo un trabajo excelente desde una perspectiva de desarrollo humano, no exclusivamente centrada en el crecimiento económico”, apunta Yohannes Dibaba, investigador del African Population and Health Research Center (APHRC), con sede en Naironi (Kenia).

Nigeria, rica en petróleo, tiene una esperanza de vida ligeramente por debajo de los 54 años, una subida de apenas siete años en lo que va de siglo. Es también, según Oxfam, uno de los países del mundo menos comprometidos en la lucha contra la desigualdad

A modo de comparación, Kenia, con más de 2.000 euros de PIB per capita (ni Ruanda ni Malaui superan los 1.000 euros), cuenta con una esperanza de vida menor (63.3 años), que ha aumentado menos de 10 años desde el año 2000. Más flagrante aún resulta el ejemplo de Nigeria. Rica en petróleo, con un PIB per capita similar a Kenia, su esperanza de vida se sitúa ligeramente por debajo de los 54 años, una subida de apenas siete años en lo que va de siglo. No en vano, Nigeria es, según Oxfam, uno de los países del mundo menos comprometidos en la lucha contra la desigualdad. Otro caso llama también especialmente la atención: Guinea Ecuatorial, con más de 7.000 euros de PIB per capita, tiene una esperanza de vida media de 62 años.

Reducir la mortalidad infantil

No es casualidad que Ruanda y Malaui sean también los dos Estados africanos que más han logrado reducir su tasa de mortalidad infantil: a principios de siglo, por cada 1.000 nacidos en Ruanda y Malaui, unos 180 no llegaban a los cinco años. Actualmente, esa tasa se ha reducido a menos de 40. Como explica Thomas Spoorenberg, analista de la División de Población de Naciones Unidas, el tramo 0-5 años es el que más peso tiene al calcular la esperanza de vida. “Si se sobrevive a esas edades, la probabilidad de morir se reduce considerablemente”, apunta.

A este aspecto también ha contribuido el descenso notable del número de hijos que se trae al mundo. En Ruanda ha bajado de siete a tres hijos por madre, subraya Dibaba. “Si se tienen hijos muy seguidos, estos compiten por la lactancia, lo que aumenta el riesgo de malnutrición”, añade Joel Mubiligi, director ejecutivo en Ruanda de Partners in Health, una ONG con sede en EE UU y divisiones en 11 países de todo el mundo. Paralelamente, la inversión pública ha ido construyendo una red de asistencia más accesible. En Malaui, más del 90% de las madres dan a luz en una infraestructura sanitaria con personal cualificado, señala Adamson Muula, profesor de Salud Pública en la Kamuzu University of Health Sciences en Blantyre, la segunda ciudad más importante del país. Y en Ruanda, asegura Mubiligi, el tiempo medio para llegar a un centro sanitario donde tener un parto con garantías ha pasado de más de dos horas a media hora.

Mientras Ruanda vislumbra al fin el objetivo de sanidad universal, en Kenia la cobertura no supera el 20%

Además, en estos países los niños son inmunizados rápidamente. Aunque todavía no llega a todos los rincones del país, la vacuna pentavalente (protege contra cinco enfermedades) se ha ido generalizando en Malaui. El profesor Muula comenta que, gracias a ella, las temidas infecciones provocadas por la bacteria haemophilus influenzae tienen actualmente una escasa prevalencia. “Antes era una de las principales causas de mortalidad infantil, al derivar con frecuencia en neumonía o meningitis”, dice.

Muula menciona además otro frente que ha salvado miles de vidas malauíes: la batalla contra el sida. Este profesor evoca los tiempos en que “la incidencia era de un 15% entre la población adulta, con un tercio de las mujeres embarazadas” contagiadas. Y guarda un impactante recuerdo que simboliza hasta qué punto la epidemia estaba extendida en el país: “En un año, llegaron a morir tres ministros que habían desarrollado la enfermedad”. Desde aquella época fatídica, entre finales de los noventa y los primeros años de este siglo, ha bajado notablemente la cifra de contagiados, que hoy se sitúa en menos de un 8% de la población. Y aún más importante, han caído en picado las muertes. Muula sitúa el punto de inflexión en 2004, “cuando se empezó a distribuir el tratamiento con antirretrovirales”.

Universalidad y descentralización

La ayuda exterior también ha jugado un papel esencial en el aumento de la esperanza de vida en los dos países. Muula cifra en un 60% la contribución extranjera (casi toda procedente de EE UU y la Unión Europea) en el presupuesto de sanidad en Malaui, donde el dinero que viene del exterior financia totalmente los programas contra el VIH y la malaria. En Ruanda, los fondos externos constituyen, según Unicef, casi un 50% del total destinado al sector público de salud. Mubiligi sostiene que el dinero foráneo no aterriza en Ruanda con fines ya asignados y sin margen de decisión para los propios ruandeses. “Explicamos a los donantes que quizá en otros lugares se haga de otra forma, pero que aquí las ayudas deben integrarse en nuestra estrategia nacional”, aclara.

Dos pilares sostienen la estructura sanitaria que Ruanda ha ido construyendo tras la infausta época del genocidio: universalidad y descentralización. La cobertura real ya alcanza al 90% de su población, mientras que en un país como Kenia, la cobertura no supera el 20%. Las autoridades de Kigali han fijado metas nacionales y locales bajo un estricto modelo de rendición de cuentas. “Si los políticos no cumplen, no duran mucho en su puesto”, destaca Mubiligi.

Tanto en Ruanda como en Malaui, hay que subrayar también el papel que desempeñan los trabajadores sanitarios comunitarios. Se trata de una figura muy presente en el África subsahariana, tan habitual que el acrónimo CHW (Community Health Workers, en inglés) ya es de uso común. Sin formación superior, ejercen con la cercanía y la polivalencia por bandera. Viven en el mismo entorno rural que los beneficiarios de sus servicios, informan y recaban información, actúan como enlace en campañas preventivas y emergencias, ponen vacunas y detectan casos graves de malnutrición.

Su valía esencial radica en el coste-beneficio. “Se trata de sacar el máximo provecho a los recursos disponibles”, afirma Mubiligi. Y los servicios de salud de Ruanda y Malaui llevan tiempo apostando fuerte por los CHW. En Ruanda, comenta el investigador Dibaba, cada pueblo o aldea tiene su centro de salud comunitario con tres o cuatro trabajadores. Malaui, por su parte, ha creado una red de 11.000 trabajadores comunitarios disponible para su población rural, abrumadoramente mayoritaria en el país. En la guerra contra las muertes prematuras que vienen librando estos dos países, ellos constituyen la vanguardia de sus ejércitos.

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