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TRIBUNA
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La UE ante la ultraderecha: manual de supervivencia

Si el nacionalismo ultraconservador quiere revertir los valores de la Unión Europea y sus derechos fundamentales tendrá que modificar las leyes

La UE ante la ultraderecha: manual de supervivencia. Ana Carmona
Eulogia Merle
Ana Carmona Contreras

Tras las recientes elecciones al Parlamento Europeo se constata que soplan fuertes vientos de cambio político en la Unión. En diversos Estados miembros (Francia, Alemania, Austria o Italia, entre otros), se cumplieron los sondeos electorales que vaticinaban un fuerte crecimiento de las fuerzas ultraconservadoras de signo populista, cuyos programas políticos convergen en una reivindicación común: recuperar un mayor protagonismo para los Estados con lo que, consecuentemente, el margen de actuación con el que cuentan las instituciones europeas experimentaría una sustancial reducción. La ola de populismo nacionalista que va a recalar en la Eurocámara —que se aproxima al 25% de sus escaños— traerá consigo una dinámica que, en términos simplificados, primará la recuperación de espacios propios a la soberanía interna de cada país en detrimento de aquellos otros que propugnan seguir avanzando en el proceso de integración supranacional.

Cabe interrogarse sobre el impacto que el referido panorama político proyectará sobre el conjunto de normas y principios sobre los que se asienta la Unión, e incluso, si estos corren un peligro real de involución. Vale la pena recordar que la construcción europea, que arrancó a finales de los años cincuenta del siglo pasado como expresión de la necesidad de crear, contando con países históricamente enfrentados, un mercado exento de fronteras internas y, por lo tanto, como respuesta a una exigencia de índole esencialmente económica, ha experimentado una profunda transformación a lo largo del tiempo. De este modo, la Unión Europea, que sigue pivotando sobre las originarias libertades circulatorias (de trabajadores, capitales, servicios y mercancías) vertebradoras del mercado interior, ha ido incorporando una potente dimensión política en su ADN, lo que ha traído consigo no solo un progresivo reforzamiento de su capacidad de actuación, sino que ha resultado determinante también para pertrecharse de unos fundamentos axiológicos que han desbordado ampliamente su primigenia dimensión economicista. La afirmación por el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea de los valores en que se fundamenta y que son comunes a los Estados miembros —”respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías”—, supone un hito decisivo en este sentido, lo que evidencia claramente el proceso de mutación experimentado. Y lo mismo cabe afirmar con respecto a la aprobación de la Carta de Derechos Fundamentales, que acompaña al Tratado de Lisboa, con una fuerza jurídica que se sitúa en la cúspide del ordenamiento europeo, equiparándose a la de los Tratados, y cuyo contenido se asemeja en buena medida a las declaraciones de derechos que recogen las Constituciones nacionales.

La acción combinada de ambos referentes normativos da lugar a la afirmación de un sólido sustrato constitucional sobre el que se asienta la Unión, cuya fuente de inspiración son las Constituciones de los Estados miembros y que, asimismo, rinde tributo expreso, asumiéndolas, a las que se consideran sus tradiciones constitucionales comunes. Fundamental resulta subrayar que, en términos jurídicos, las disposiciones aludidas resultan vinculantes para las instituciones de la Unión, las cuales tienen el deber de respetarlas en el desarrollo de sus funciones, así como en la adopción de sus decisiones. Por su parte, los Estados miembros no escapan a tal obligación, puesto que, cuando actúan en el ámbito de las competencias cedidas a la Unión, quedan obligados a respetar las disposiciones europeas. La primacía de estas resulta determinante, puesto que de constatarse un conflicto respecto a las normas internas que las desarrollan, la contradicción se resuelve a favor de la aplicación de las europeas. Para garantizar que tal esquema operativo se respeta en la práctica, la participación de los jueces nacionales se muestra imprescindible, ya que actúan como poder judicial europeo, quedando habilitados para inaplicar las normas internas que no se ajustan al derecho de la Unión. Como elemento de cierre de este sistema, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) se erige en defensor último de su ordenamiento jurídico, verificando no solo que las disposiciones europeas aprobadas son compatibles con aquel, sino también que las previsiones estatales que las implementan respetan su contenido y son acordes con el mismo.

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Valga el sucinto recorrido apenas realizado a través del complejo engranaje jurídico europeo para llamar la atención sobre dos aspectos que no deben perderse de vista de cara a una mejor comprensión del panorama político resultante de las elecciones. Por un lado, resulta imprescindible insistir en que los valores fundacionales de la Unión —muy señaladamente, dignidad humana, democracia, libertad, igualdad, derechos fundamentales, Estado de derecho e independencia judicial— cuentan con una sólida raigambre en sus Tratados, así como con un eficaz sistema de garantías judiciales. Con el populismo nacionalista al alza en el seno de las instituciones europeas, la puesta en marcha de dinámicas tendentes a rebajar esos cimientos estructurales se da por segura, según se desprende de los programas electorales de estos actores políticos. De hecho, tales dinámicas no supondrán una novedad absoluta en la escena europea, ya que cuentan con significativos antecedentes. En efecto, los intentos de gestionar a escala supranacional cuestiones tan sensibles como la inmigración o la transición ecológica han sido objeto, en estos últimos años, de un intenso cuestionamiento por parte de distintos Estados (principalmente, aquellos gobernados por fuerzas políticas situadas en el espectro ultraconservador). Ahora bien, y aquí emerge la segunda consideración a tener en cuenta, desmontar el entramado de normas y procedimientos vigentes depende no solo de la orientación ideológica mayoritaria de las fuerzas políticas presentes en cada momento en las instancias competentes. En todo caso, de verificarse efectivamente el avance de la lógica involucionista, esta estará destinada a toparse con el límite insuperable derivado del deber de respetar los valores y principios de la Unión, así como de sus derechos fundamentales, cuyo garante decisivo es el poder judicial europeo.

En definitiva, hay que ser conscientes de que sacar adelante proyectos legislativos cuyo contenido suponga desvirtuar o ignorar los valores de la Unión y su interpretación por parte del TJUE, o invertir la dinámica de profundización del respeto de los derechos fundamentales que deben presidir las políticas europeas va a resultar una tarea ardua. De forma muy señalada, esta constatación nos sitúa ante las exigencias acuñadas por el TJUE en torno a la comprensión del Estado de derecho, así como de la independencia judicial. Precisamente, porque la función de tutela asignada al ámbito jurisdiccional se lleva a cabo al margen de las dinámicas políticas y tiene como referente exclusivo el marco jurídico definido a partir de los Tratados. Así pues, aunque el crecimiento del populismo nacionalista experimentado tras las elecciones europeas lo sitúa en condiciones favorables para impulsar determinadas normas de signo involucionista, no cabe perder de vista que existen límites que no pueden ser superados por la mayoría a no ser que se modifiquen los Tratados. Y mientras dicho cambio no se produzca (algo harto difícil, dada la complejidad procesal, así como la exigencia de elevadas mayorías que acompañan a tal operación), los mecanismos judiciales se afirman como imprescindibles resortes llamados a preservar el patrimonio constitucional con el que hoy cuenta la Unión.

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