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Columna
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Oasis Europa

Ojalá ejerciéramos como ciudadanos con la historia en mente e hiciéramos todo lo posible para no perder este mundo de hoy imperfecto que tenemos

Votación en un colegio electoral de Nimega (Países Bajos), este jueves.
Votación en un colegio electoral de Nimega (Países Bajos), este jueves.Piroschka Van De Wouw (REUTERS)
Najat El Hachmi

No quisiera que nuestro mundo se convirtiera en el de ayer. Stefan Zweig me viene a la memoria estos días. Casualidad o no, me acuerdo del escritor austríaco cuando del patio de luces me llega la melodía del Himno a la Alegría tocado por algún niño que se está iniciando en el piano. A mí también me suenan algo desafinadas las notas de la sinfonía de Beethoven que aprendí a tocar con la flauta. En nuestro día a día la Unión parece lejana, un ente burocrático cuya autoridad no terminamos de sentir como propia. Y, en cambio, dando un vistazo a la situación del mundo, la realidad arroja una verdad incuestionable: Europa es una anomalía, un oasis de paz entre los convulsos conflictos que nos rodean y, a pesar de los retrocesos en el Estado del bienestar que ha venido imponiendo el neoliberalismo en las últimas décadas, sigue resistiendo en su defensa de unos valores fundacionales que no surgieron de la nada. Si las naciones del Viejo Continente dejaron atrás sus diferencias históricas y odios atávicos no fue porque se vieran iluminadas por una súbita epifanía pacifista, sino que llegaron a la conclusión de que había que trabajar por la paz ante el horror que dejaron dos guerras mundiales disputadas en buena parte en su propio territorio.

Que las derechas extremas vayan ganando enteros y se propongan una alianza pseudofascista es algo que deberíamos temer tanto como las atrocidades de las que nos hablan los libros de historia. Y debería lanzarnos de cabeza a las urnas este domingo para votar lo que sea que no sea populismo, racismo, misoginia de la más rancia, aunque se encarne en rubias como Le Pen o Meloni. Europa no será Europa si la convierten en un grupo de países encerrados cada uno en su trinchera identitaria o cultural, empequeñecida en un provincialismo anacrónico. Es el miedo lo que explotan estas fuerzas, un miedo opuesto a la alegría que conlleva la esperanza en una pertenencia supranacional robusta. Ojalá ejerciéramos como ciudadanos con la historia en mente e hiciéramos todo lo posible para no perder este mundo de hoy imperfecto que tenemos. “He sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad”, resumía Zweig al principio de El mundo de ayer. Ahora somos nosotros quienes estamos siendo testigos de cómo se están plantando las semillas de movimientos antidemocráticos contrarios a los derechos fundamentales. Por los muertos del pasado y por el futuro de nuestros hijos no deberíamos dejar que germinaran en el corazón de este oasis excepcional.

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