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TRIBUNA
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¿Y si les contásemos la historia de las mujeres?

Para entender la última encuesta del CIS hay que tener presente que desde el inicio de la civilización la visión androcéntrica no ha parado de contarnos que cada acto trascendente ha sido obra de los hombres

¿Y si les contásemos la historia de las mujeres? Ángeles Caso
RAQUEL MARÍN

Supongo que todos hemos visto estos últimos días los preocupantes resultados de la primera encuesta hecha por el Centro de Investigaciones Sociológicas sobre la percepción de las políticas feministas. De entre todos los datos —ese 44,1% de hombres que sienten que están siendo marginados, o, aún peor, ese triste 32,5% de mujeres que comparten esa opinión—, el más preocupante es, creo, el que se refiere a los varones de entre 16 y 24 años: un alarmante 51,8% de nuestros jóvenes ha afirmado estar “muy o bastante de acuerdo” con la idea de que las políticas de igualdad discriminan al género masculino.

De esta cifra podemos extraer diversas conclusiones, todas ellas abrumadoras. Una de las más obvias es que seguramente decenas de miles de chicos se ven amenazados por el empuje de sus compañeras, esas muchachas que, según el Relato, deberían ser más bien sumisas y pasivas, un poco tontas preferiblemente, y que, sin embargo, van demostrando curso tras curso ser al menos tan inteligentes como ellos e igual de disfrutonas y enérgicas.

¡Ay, el Relato! ¿Cuándo comenzó? Quizá al mismo tiempo que empezó la escritura, hace unos 5.000 años, en aquella vieja Mesopotamia en la que alguien descubrió un día que podía almacenar el excedente de producción agraria para venderlo a un alto precio e inventó así la propiedad privada, desencadenando toda una serie de consecuencias inimaginables, desde el nacimiento de los Estados y los ejércitos indisolublemente ligados a ellos hasta el comienzo de las clases sociales y la dominación del género femenino y sus capacidades reproductivas por parte del masculino. Es decir, el patriarcado.

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Las cosas podrían haber sido de otra manera, pero fueron así, y de lo que comenzó en aquel momento y en aquel lugar somos todavía herederos buena parte de los habitantes del planeta, al menos los judíos, los cristianos y los musulmanes. Desde entonces, el Relato no ha parado de contarnos que cada uno de los actos trascendentes de la evolución cultural, social, económica y política ha sido protagonizado por los hombres. Todo lo importante, según nos han dicho, lo han hecho los varones, encabezados por un Ser Supremo igual a ellos. Y eso es lo que aún les transmitimos a nuestras hijas e hijos, en clase, en casa, en los cómics, en el cine, en la iglesia o en las redes: los hombres han sido siempre los dueños de la vida.

Pero en el Relato subyace una gran pregunta: ¿qué hacían las mujeres entretanto, mientras los hombres ponían el mundo en marcha (y también arremetían a menudo contra él con sus guerras, sus conquistas y sus genocidios)? Según esa versión androcéntrica de la historia, los millones y millones de mujeres que nos han precedido desde la aparición del Homo sapienshomo, por supuesto— no han aportado apenas nada a la humanidad, más allá de gestar y parir a sus criaturas (a menudo, recuerdo, perdiendo la vida en el esfuerzo).

Los estudios históricos de género, que comenzaron hace ya 50 años, han ido sacando a la luz el infinito número de mujeres que participaron de los procesos tecnológicos, científicos, artísticos, intelectuales, religiosos, políticos, sociales e incluso, también, guerreros. Fueron —son— las protagonistas femeninas de la construcción de las sociedades, las culturas y las civilizaciones, presentes en las primeras filas en mayor o menor cantidad según las épocas históricas y las zonas geográficas, aunque hayan sido mayoritariamente ocultadas.

Pero esas investigaciones, al depositar su mirada en las mujeres, también nos han hecho comprender que siempre hemos estado involucradas en casi todas las tareas y trabajos comunes, como bien demuestran los restos arqueológicos, las fuentes escritas y toda clase de documentos y pruebas: desde la caza prehistórica hasta la construcción de las catedrales, pasando por el ejercicio de la medicina, las labores del campo y la ganadería, el interminable servicio doméstico de las criadas —cuando no esclavas—, la fabricación y venta de cualquier producto artesanal imaginable, la prostitución, la enseñanza, la confección, el lavado y planchado de ropa, el comercio en los mercados y tiendas, la descarga de los barcos de pesca, la atención en las tabernas y posadas, el tajo en multitud de fábricas e industrias y otra infinidad de ocupaciones de todo tipo, incluida, aunque nos parezca mentira, la minería del carbón. Allí donde hicieran falta brazos, estaban los de las mujeres de las clases menos privilegiadas —de las que casi todos procedemos—, obligadas siempre a producir, aunque “oficialmente” ese esfuerzo no fuese reconocido, aunque carecieran a menudo de derechos de propiedad sobre sus negocios o cobrasen sueldos mucho más bajos que los de sus maridos o hermanos.

Y luego están, por supuesto, las tareas que la división patriarcal del trabajo reservó específicamente para nuestras antepasadas: hilar, tejer y coser para proteger del frío a sus gentes y embellecer los espacios que habitaron, trenzar cestas, moler el grano, procurarse y guisar la comida elemental que permitió sobrevivir durante milenios a las familias, preparar la cerveza y los aguardientes para combatir el frío y celebrar el descanso —el de los hombres, no el suyo—, administrar las necesidades del día a día, mantener el hogar organizado y sano, lavar la ropa en el río con las manos congeladas, limpiar los excrementos de sus bebés y también los de las discapacitadas y los enfermos del entorno, preservar en poemas, canciones y relatos la memoria colectiva, educar y enseñar las normas básicas de convivencia a sus criaturas.

Sin embargo, nada de Todo-Eso-Que-Ellas-Hicieron tiene valor: ¿para qué contarlo, para qué ocupar preciados párrafos de libros, horas de clase imprescindibles para asuntos más importantes, costosos minutos de documentales o exquisitos espacios museísticos describiendo las nimiedades de la vida de las mujeres? Pero lo cierto es que Todo-Eso-Que-Ellas-Hicieron, y que nunca se ha tenido en cuenta, también nos ha traído hasta aquí. Es más, probablemente ha sido más importante para la supervivencia de la especie que muchos de los grandes hallazgos supuestamente masculinos. Y, desde luego, infinitamente más benéfico que el poder destructivo de las formas violentas de masculinidad, a las que aún tanto se admira en el Relato y que tanto sufrimiento siguen creando hoy.

La historia no es algo que nos afecte solo a los frikis de la disciplina. El Relato, lo queramos o no, nos rodea a diario, bombardea nuestras neuronas desde que nacemos, contribuye al desarrollo de nuestra autoconsciencia y nos conforma como individuos y como sociedades. Por eso, deberíamos dejar de contarles a nuestras niñas y niños el viejo cuento patriarcal —y acientífico— sobre el protagonismo absoluto de los hombres en la evolución de la humanidad.

Es cierto que muy recientemente se ha incluido, como por hacernos un favor a las chicas, algún que otro nombre de mujer incrustado en las esquinas de los libros de texto, Frida Kahlo o Marie Curie, ya saben. Pero eso no solo está muy lejos de responder a la verdad histórica, sino que contribuye muy poco a la educación en igualdad. Nuestras niñas necesitan saber que proceden de largas estirpes de mujeres valiosas, activas y fuertes, aunque las cosas no les fuesen fáciles. Y nuestros chicos deberían aprender a admirar a sus abuelas heroicas y geniales, igual que admiran a los héroes y los genios de su género. Tal vez así comprendan de una vez por todas que sus compañeras son tan merecedoras de respeto, honores y privilegios de todo tipo como ellos mismos.


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