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Tribuna
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China, la otra guerra

Occidente corre el peligro de ganar la batalla por Ucrania, pero perder el enfrentamiento de mayor alcance y mucho más existencial con el gigante asiático

El presidente chino, Xi Jinping (derecha), recibe al canciller alemán, Olaf Scholz, en noviembre de 2022 en Pekín.
El presidente chino, Xi Jinping (derecha), recibe al canciller alemán, Olaf Scholz, en noviembre de 2022 en Pekín.DPA vía Europa Press (DPA vía Europa Press)
Wolfgang Münchau

En Ucrania y en torno a ella se libran dos guerras: la que se desarrolla sobre el terreno, y la más grande, que enfrenta a Oriente y Occidente. Un posible escenario es que Ucrania y sus aliados occidentales ganen la primera contra Rusia, y que China salga victoriosa de la segunda, de mayor alcance: la creación de una alianza de países liderada por el gigante asiático, poderosa militarmente, sofisticada técnicamente y próspera económicamente, cuyos miembros se definan a sí mismos por oposición a los valores occidentales. El presidente Xi Jinping declaró al final de su reciente visita a Moscú: “Se están produciendo cambios que no se habían producido en 100 años. Cuando estamos juntos, impulsamos esos cambios”. Esa es la otra guerra.

Mantengo la mente abierta sobre el desenlace militar en Ucrania. No soy un experto en temas castrenses, pero sé que quienes sí lo son se han equivocado sistemáticamente. Muchos no creían que Vladímir Putin fuera a invadir el país. Luego sobreestimaron a los rusos en las primeras fases de la guerra, y después los subestimaron. Lo que sí sabemos es que las posibilidades de éxito de Ucrania dependen de que continúen los suministros militares y la ayuda financiera de Occidente. Ignoro cuántos tanques y sistemas antiaéreos harán falta para que logre la victoria. Es posible, pero no seguro, que se alcance ese umbral.

Supongamos por ahora que Ucrania gana, en algún sentido. Y a continuación, ¿qué?

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Una Ucrania victoriosa querrá convertirse en miembro de la Unión Europea y de la OTAN. Alemania y Francia se resisten a su integración plena en la UE, y probablemente no sean las únicas. Ambos países mantienen su postura actual de vincular futuras expansiones de la Unión a reformas internas, como la ampliación del voto por mayoría en política exterior. No todos estarán de acuerdo. Casi con total certeza, el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, no lo estará. Polonia e Italia también tienen gobiernos populistas. La dimisión el pasado domingo del primer ministro de Eslovaquia, Eduard Heger, de tendencia prooccidental, ha llevado a la convocatoria de elecciones para finales de año, lo cual podría suponer el regreso de Robert Fico, otro líder prorruso de la Unión Europea. Cuando Ucrania llame a la puerta, las divisiones entre liberales proeuropeos y conservadores nacionalistas se harán más evidentes que nunca.

La Unión Europea ha sido el mayor experimento multilateral de la historia. Lo que la distingue de otras organizaciones multilaterales es la presencia de una base política y un sistema legal propios e independientes. El Brexit representó una derrota no solo para los proeuropeos de Reino Unido, sino también para los multilateralistas liberales de todo el mundo. A menudo veo que los que siguen más furiosos por su salida de la UE son algunos de mis amigos de Estados Unidos.

El multilateralismo liberal fue la historia de éxito desde la década de 1990 hasta la crisis financiera mundial, con una satisfacción posterior que se extendió hasta los primeros años de Barack Obama. Una de las grandes preguntas políticas de nuestro tiempo es por qué el orden liberal mundial ha desembocado en tantos problemas en tantos países en tan poco tiempo. Las causas son varias, pero, en mi opinión, hay dos que destacan. La primera es la tendencia a aplicar soluciones a corto plazo a problemas a largo plazo. Sabíamos que la flexibilización cuantitativa y el estímulo fiscal a gran escala juntos acabarían provocando inflación. De todas maneras, lo hicimos, y aquí estamos. La inflación fomenta la desigualdad, y el aumento de la desigualdad económica y social beneficia a los partidos extremistas, como ha ocurrido a lo largo de los siglos.

La segunda causa es la aplicación cada vez más frecuente de sanciones económicas, financieras y políticas contra los líderes autocráticos. Un ejemplo son las llamadas sanciones para la protección del Estado de derecho impuestas a Hungría. El problema es que la Unión Europea sigue dependiendo de Orbán para tomar decisiones que requieren unanimidad, como las penalizaciones contra Rusia, a las que el mandatario húngaro se ha resistido.

Pero son las sanciones contra China impuestas por Occidente las que están abriendo una brecha en nuestro mundo globalizado. La versión más extrema son los castigos de Estados Unidos a terceros países que no acatan sus políticas. Recientemente se obligó a Países Bajos a prohibir la exportación a China de máquinas litográficas para la producción de chips en cumplimiento del veto estadounidense a los semiconductores de alto rendimiento. La Comisión Europea también está a punto de endurecer su régimen de exportación a China. El mundo occidental, capitaneado por los halcones antichinos del Gobierno de Biden, avanza torpemente hacia una guerra fría comercial con el país asiático.

La comunidad empresarial de Estados Unidos o la de la Unión Europea no está en absoluto dispuesta a participar en esta lucha existencial. Se tarda años en montar líneas de producción, cadenas de suministro y redes de distribución. Gran parte de la industria occidental tiene enormes intereses en China. Ola Källenius, consejero delegado de Mercedes, nos recordaba la semana pasada que el 37% de las ventas de su empresa se realizan allí. No es posible desconectar así como así sin que tenga consecuencias económicas inmensas.

En esto radica la contradicción interna de la perspectiva liberal globalista. En nuestro afán por defender el multilateralismo liberal, ignoramos las pegajosas interdependencias que nuestro sistema ha creado. Una persona que encarnó este conflicto fue Angela Merkel. Alabada en su día como líder del mundo occidental, la canciller representó la quintaesencia del globalismo. Hasta el final de su mandato, sus admiradores fuera de Alemania no se dieron cuenta de que su país se había hecho dependiente de Rusia y China. Para poder prosperar dentro del sistema, los liberales como Merkel necesitan consentir a los dictadores. Cuando su sucesor, Olaf Scholz, se puso del lado de Estados Unidos en Ucrania, Alemania perdió un modelo de negocio por el camino. Todo tiene un precio. No estoy seguro de que el electorado alemán esté dispuesto a pagar ese precio final.

Occidente aún tiene puntos fuertes formidables: dinero, tecnología, defensa. Puede que esto ayude a Ucrania a ganar la batalla contra Putin. Ni siquiera eso es seguro. Pero no nos va tan bien en la otra batalla, de mucho más alcance y mucho más existencial: la que libramos contra el proyecto centenario de Xi.

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