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Abriendo trocha
Columna
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Vecinos, no tan distantes

EE UU y México comparten frontera, un intercambio comercial que supera los 600.000 millones de dólares, una viva realidad migratoria, el tráfico de drogas y el crimen organizado

migrantes
Un grupo de migrantes cruza el puente fronterizo entre México y EE UU en Ciudad Juárez.HERIKA MARTINEZ (AFP)
Diego García-Sayan

Quedé impactado cuando leí hace varias décadas Vecinos Distantes-primera edición, 1985-, uno de los libros más fascinantes de Alan Riding. En esas páginas, obra de un conocedor en profundidad, no solo de México sino de América Latina, Riding resume aspectos esenciales de la historia de compleja vecindad entre los dos Estados Unidos: los “de América” y los “mexicanos”.

Escrito cuando había colapsado el modelo de posguerra que le dio estabilidad a México, a partir de los años ochenta del siglo pasado el modelo económico y político empezó a entrar en crisis. Eso tuvo y sigue teniendo implicancias para los dos países. Comparten más de 3.000 kilómetros de frontera, un intercambio comercial que supera los 600.000 millones de dólares anuales, una viva realidad migratoria, el área pantanosa del tráfico de drogas y el crimen organizado. Asimismo, de norte a sur, las armas de guerra compradas legalmente principalmente en Texas para ser usadas para el crimen en tierras mexicanas.

Entre la realidad y el buen deseo, desde EE UU se ha solido ver como “estable” el curso de las cosas en México. El gigantesco comercio bilateral o la inversión privada en México son parte de una realidad a la que se suma ser el primer destino turístico de los estadounidenses, con cerca de 18 millones que llegan cada año por aire, tierra o mar.

En lo que apuntala el optimismo está el hecho de que luego de 70 años de Gobierno monopartidario por el PRI, ya van 25 años desde que el pluralismo partidario funciona en el sistema electoral mexicano. Su sistema electoral, estructurado por el Instituto Nacional Electoral (INE), sin ser “perfecto” tiene reconocido prestigio, tanto que se ha convertido para América Latina en el principal referente institucional en la organización y conducción en los procesos electorales.

Ejemplo fue cuando desde el Gobierno de transición que presidió Valentín Paniagua en el Perú (2000-2001), con quien me tocó actuar, se tuvo que trabajar a marchas forzadas para reconstruir el sistema electoral. Este, había sido destrozado y convertido en los años noventa en una grotesca caricatura por la autocracia de Fujimori. La colaboración y participación del INE, al que convocamos, fue crucial para construir y poner en marcha un sistema electoral de calidad que ha venido operando en el Perú con independencia y seriedad por más de 20 años.

Si bien las crisis migratorias periódicas o el tráfico de drogas ilegales ponen periódicamente en los titulares hechos críticos que denotan una aparente tensión entre estos “vecinos distantes”, a ratos parecerían ser suaves vientos que no alteran la estabilidad del trasatlántico de esa vecindad. La realidad de ciertos problemas críticos, pues, parece situarse usualmente en un segundo plano y haber pasado un poco de costado.

Dos asuntos parecerían haber abierto recientemente ciertas suspicacias al ponerse sobre el tapete ciertos problemas y contradicciones serias: la reforma electoral mexicana y el accionar del crimen organizado.

La reforma electoral en marcha, según la mayoría de expertos en el tema consultados, puede darle en la médula al sistema electoral mexicano.

Pese al rigor histórico demostrado por el INE en organizar y llevar a cabo los procesos electorales durante casi tres décadas, hoy se ve jaqueado y mutilado en una dinámica que, para los pesimistas, hace retrotraer a épocas idas en las que la transparencia electoral era una ilusión. El hecho es que está ya en marcha el proceso para golpear al INE, debilitando sus funciones y capacidades, reduciendo más de 6.000 de sus funcionarios y limitando seriamente su operatividad para su desempeño en las siguientes contiendas electorales.

Caricaturizar las masivas protestas contra estas medidas como asunto de “los ricos”, no se ajusta a un análisis objetivo ni a lo que salta a la vista. Las preguntas y comentarios críticos de la comunidad internacional sobre esta reforma electoral no solamente son válidas sino, diría, hasta obligadas. Algunas de ellas proceden de EE UU, aunque podrían ser que “asordinadas” por la vecindad y por el dato de la realidad de que el sistema electoral estadounidense dista de ser ejemplar.

Por otro, el truculento e impactante tema del crimen organizado, que ocurre principalmente en tierras mexicanas, pero en una estrecha articulación con los EE UU que tampoco puede soslayarse. En efecto, el crimen organizado articula el tráfico de drogas ilegales y de personas hacia el dinámico mercado en tierras estadounidenses y se nutre de armas y equipo comprado en el país del norte.

El tema se puso sobre la mesa recientemente con el poco usual ataque del crimen organizado contra cuatro estadounidenses, dos de los cuales fueron asesinados en Tamaulipas hace casi dos semanas. Y ocupó las primeras planas en EE UU, donde se tiende a minusvalorar ese tipo de homicidios, pues son pocas las víctimas de esa nacionalidad y porque poco figuran dentro del número abrumador de las más de 35 mil víctimas de homicidio al año en México, que ha generado una lamentable “cotidianidad” del fenómeno.

Sobre este hecho criminal -”fuera de libreto”- se atribuye la responsabilidad en los dos asesinatos a Los Escorpiones, una de las escisiones del Cartel del Golfo. Lo curioso es que, para que las cosas queden “en casa”, fueron integrantes de ese mismo cartel quienes habrían entregado después, “vivitos y coleando” y para ser interrogados, a los cinco responsables. Parecieran buscar, pues, tomar distancia frente a esos homicidios “disfuncionales” para no provocar al tío Sam.

Al margen de esa situación particular y hasta excepcional, lo obvio es la articulación estructural entre el crimen organizado en México y el espacio del vecino nada distante del norte. Esa vecindad es de corresponsabilidad y, bajo ninguna circunstancia, puede darle legitimidad a la postura de unos senadores republicanos extremistas de tratar el fenómeno como “terrorismo internacional” para poder llevar a cabo operaciones militares estadounidenses en México.

La articulación y corresponsabilidad en el actual proceso de actuación de la criminalidad llama, sí, a la acción concertada y no a darle curso a pretensiones de estilo imperial. Hay dos áreas particularmente sensibles que llaman a ello.

Por un lado, el hecho nada irrelevante de que las poderosas organizaciones criminales de México operan con armas usualmente compradas impunemente en comercios legales en Texas. Aprovechan de la particular legislación liberal estatal en el comercio de armas, que pueden llegar a ser de guerra, para apertrecharse y matar. El reclamo reiterado de López Obrador y la acción judicial iniciada por México en EE UU para cortar ese “mercado libre” son justos, pero no lo han frenado o mucho menos bloqueado. Esto también se ha convertido en asunto crucial en la agenda bilateral de este mercado libre de la muerte.

Positiva la orden ejecutiva promulgada este martes por Biden para aumentar las comprobaciones de antecedentes para la compra de armas de fuego. También bueno que inste a las autoridades a usar la ley bipartidista de control de armas aprobada el año pasado. Pero esos pasos empequeñecen de insuficientes ante el enorme mercado de armas de asalto que la gente puede encontrar en las tiendas de armas.

Es esencial que sé de en EE UU el paso de limitar radicalmente el comercio de armas de asalto, instrumentos inexistentes cuando se aprobó en 1791 la segunda enmienda de la Constitución sobre el derecho de poseer y portar armas. Es de humor negro que sirva de “base legal” esa norma de tiempo de los cowboys para adquirir fácilmente hoy en Laredo o McAllen un fusil M16 o un AR-15.

Por otro lado, porque el consumo creciente de drogas y alteradores de la conciencia en EE UU es la otra cara obvia de la producción y comercio de drogas. Opera como elemento gatillador de la actividad de los carteles mexicanos.

Obvio que son graves los efectos dramáticos en EE UU del uso del fentanilo, que genera la muerte de más de 100.000 estadounidenses al año. Pero no se puede soslayar que esa frenética tentación de consumir ese tipo de drogas tiene que ver con campañas de salud y de información pública que, si existen en tierras estadounidenses, son ostensiblemente ineficaces.

Tampoco se puede olvidar la conexión históricamente causal -a veces soslayada- de la poderosa industria farmacéutica -muchas veces impune- que produjo e hizo fácilmente accesibles en el mercado estadounidense opioides durante años. Se generó el mercado y el apetito, que abrió después el ducto del comercio y consumo exponencial del hoy extendido fentanilo.

Vecinos distantes, pues, pero que se encuentran cercanamente interconectados en temas en los que las responsabilidades están a ambos lados de la frontera

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