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tribuna
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¿Debemos pagar más por el agua?

La idea de “agua libre y gratis para todos” se volvió contraproducente en la medida en que fomenta un uso ineficiente, amenaza las reservas y compromete el futuro

La presa El Zapotillo, en Jalisco
La presa El Zapotillo, en Jalisco.GOBIERNO DE MÉXICO

La reciente decisión del Gobierno de la Ciudad de México de elevar las tarifas del servicio de agua en 165 colonias capitalinas debe ser evaluada en una perspectiva esencialmente técnica, financiera y ambiental que contribuya a precisar su impacto sobre la sostenibilidad del recurso a largo plazo. Pero si la motivación es claramente política, una medida que podría ser eficiente terminará por devorarse a sí misma: por un lado, no inducirá a un cambio sustantivo en los patrones de consumo ni a crear un círculo virtuoso en la gestión del agua y, por otro, los usuarios pasarán la factura en las próximas elecciones. Veamos.

Desde hace ya varios años, instituciones como el World Wide Fund for Nature, World Resources Institute o el Banco Mundial e investigadores como Sandra Postel y Edward B. Barbier, entre muchos otros, se han dedicado a estudiar detalladamente la crisis global de escasez de agua y por qué deberíamos repensar nuestra relación con este vital recurso. Con diversas metodologías, esos análisis han demostrado, con datos sólidos, cómo ha venido creciendo el estrés hídrico en el mundo y cómo puede haber, y de hecho hay, una correlación importante entre la disponibilidad o escasez del recurso y los costos que se pagan o dejan de pagar por él. El problema, desde luego, no es nuevo. Es una discusión que lleva cerca de medio siglo, pero parece que no se ha logrado comprender a cabalidad la dimensión del problema, sin duda el más importante para la sostenibilidad de las ciudades mexicanas a largo plazo.

Como es natural, en un aspecto tan sensible desde el punto de vista social, ambiental y económico, los enfoques con que se estudia la gestión del agua van desde concebirla como derecho humano o bien común y, por tanto, de libre disposición, hasta entenderla como un elemento exclusivo de una economía de mercado, sujeto en consecuencia a las reglas de la oferta y la demanda. Por lo demás, aun cuando la naturaleza de la discusión en México no parece muy diferente de la que ha habido en países como Argentina, Portugal, Australia o Turquía, destaca en todos ellos el reconocimiento de que el modelo tradicional de gestión del agua -administración municipal, precios artificiales, falta de incentivos para su mejor aprovechamiento, escasa cultura del reúso- es sencillamente inviable desde cualquier perspectiva.

Al mismo tiempo, México –y el mundo en su conjunto- han entrado en una fase crítica de insuficiente disponibilidad de agua caracterizada, entre otras cosas, por el crecimiento demográfico, el abatimiento de los mantos freáticos, el desperdicio y los excesos en los patrones de consumo, la obsolescencia de las redes de conducción del líquido, la mala distribución entre usos urbanos y agropecuarios, así como los bajos porcentajes de tratamiento, reutilización y aprovechamiento de aguas pluviales. Algunas estimaciones calculan que la escasez crónica afecta ya a 80 países y a un 40% de la población mundial, y la demanda de agua se incrementa a más del 2% anual, lo que implica que se duplicará cada 21 años. Los orígenes del problema son variados, pero el resultado es uno: la escasez de un bien único genera, inevitablemente, tensiones, disputas y conflictos políticos, y, en el plano económico, impulsa un alineamiento del precio por la vía de un mercado regulado, por el camino de la informalidad o por los subsidios interminables.

México no es la excepción a esa realidad crítica. Según los últimos dos Programas Nacionales Hídricos (2013-2018 y 2020-2024), en los últimos 63 años, mientras que la población aumentaba de 48 millones de habitantes a 127 millones en la actualidad, el país redujo su disponibilidad anual de agua por habitante de 18 mil 035 metros cúbicos a tan solo 3 mil 982, lo que significa que en el año 2025 estaríamos por debajo de los 3 mil 500 m3/hab/año, recomendados según estándares internacionales. Por su parte, las necesidades de agua para abastecer a las ciudades siguen creciendo y en las próximas dos décadas el déficit entre oferta y demanda podría alcanzar los 23 mil millones de metros cúbicos. La agricultura de riego muestra pérdidas de agua de un 50% y los programas gubernamentales afirman que el incremento en la producción de alimentos podría suponer que las extracciones de agua aumenten un 55% para el año 2050. Más aún, como señala José Sarukhán, dada la correlación que existe entre la conservación de bosques y selvas y la producción de agua, el ritmo de deforestación en México, de alrededor de 600 mil hectáreas por año, anticipa una situación todavía más grave en menos de medio siglo.

En el caso de algunos Estados como Aguascalientes (donde se promovió una exitosa concesión integral del servicio de agua potable y alcantarillado en 1994 que mejoró sensiblemente la gestión) y de otros 22, entre ellos la capital del país, que padecen estrés hídrico alto o extremadamente alto, los efectos de los desequilibrios hídricos y de modestas precipitaciones pluviales, son claros: sobreexplotación de las aguas subterráneas, déficit de disponibilidad, abatimiento del acuífero, entre otros. Este conjunto de evidencias suele perderse de vista a la hora de analizar la cuestión y más todavía por la enorme confusión ideológica y política que ha contaminado en los últimos años el examen de cómo y porqué se diseñan, formulan e instrumentan decisiones clave de política pública. Esta discusión ha llevado, sin embargo, a introducir una disonancia entre abstracciones como el enfoque de “derechos”, que por sí mismos son legítimos en diversos temas, y la naturaleza técnica, financiera, social y científica que subyace en una política pública realista y eficiente en esta materia. Entender esa disonancia hace toda la diferencia en el abordaje objetivo de la cuestión del agua o, dicho con más propiedad, en cuál es el mejor modelo de gestión para proveer eficientemente el servicio.

Por otra parte, hoy existe una aceptación generalizada en el mundo en el sentido de que el agua es una cuestión de seguridad nacional y necesita otras políticas, entre ellas, la reducción del consumo del agua y, por consecuencia, de la extracción, el derroche y el desperdicio concomitantes, que dependen, entre otros factores, de que el agua suministrada a los usuarios tenga precios reales; que cambie la desproporcionada distribución del recurso entre el sector agropecuario y el resto de los sectores económicos; que aumenten considerablemente los sistemas de tratamiento y reutilización del líquido; que se provean las obras de infraestructura necesarias para garantizar el abasto a largo plazo, y que los organismos operadores alcancen eficiencias tales que, en un determinado horizonte de tiempo, los aumentos tarifarios sean razonables en términos reales.

Como advirtió Sandra Postel, fundadora del Global Water Policy Project: “Muchos de los problemas…derivan de que la valoración que se hace del agua no se acerca ni someramente a su auténtico valor. Fijar precios exageradamente bajos perpetua la ilusión de abundancia y de que no se pierde nada por despilfarrarla”. Véanse el caso de la Comunidad de Madrid donde las tarifas del agua llevan siete años consecutivos congeladas o, a la inversa, la decisión de Wall Street en 2020 de empezar a cotizar el agua en el mercado de futuros de materias primas debido esencialmente a que su escasez pronostica una sensible fluctuación en los precios.

En síntesis, hay una revolución en el mundo porque la crisis hídrica ha llevado a los gobiernos a cobrar no solo el agua sino también los costos ambientales y, más aún, el costo de oportunidad, es decir, los precios reales en el mercado inelástico de un recurso escaso. Dicho de otra forma, la idea de “agua libre y gratis para todos” se volvió contraproducente en la medida en que fomenta el uso ineficiente del agua, amenaza las capacidades y reservas y compromete el futuro mismo del sistema hidrológico y medioambiental. En suma, es un asunto de tal gravedad que debe aislarse de las decisiones políticas.

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