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El espíritu del café literario se muda al bar de extrarradio

Lugares de encuentro, las tertulias animaban la cultura democrática europea. Quizá las nuevas barras suburbiales cumplen ya esa misma función

El café Gijón, en Madrid, en una imagen de archivo sin datar.
El café Gijón, en Madrid, en una imagen de archivo sin datar.Europa Press (Europa Press / Europa Press / Co)
Sergio del Molino

En la tertulia del café de Pombo en Madrid se comía en 1914 por un duro, precio cerrado con el dueño. Consomé, bistec con patatas y lubina. A algunos tertulianos les parecía caro y pedían a Ramón Gómez de la Serna un pase de prensa, es decir, que los invitasen a cambio de escribir una nota en el periódico. La comida era mala: “El bistec está duro como una suela. No hay quien se lo coma, ¡se parece a los libros de Ramón!”, gritaban, a decir del testigo Rafael Cansinos Assens, que recogió esta y muchas más anécdotas de los cafés literarios del Madrid de hace un siglo en La novela de un literato: un repertorio de cochambres, achicoria y cigarros liados con colillas de otros cigarros que tira por los suelos (sucios de serrín y quién sabe qué) la leyenda de los cafés como focos luminosos de cultura y democracia. Focos fueron, pero no de los que alumbran, sino de infecciones. Los bohemios eran tan miserables que vendían los libros dedicados de los poetas para cenar un café con leche y media tostadita. Cuando Gregorio Martínez Sierra le dedicó a Antonio Machado su libro Sol de la tarde, este dijo: “Sol de la tarde, café de la noche”.

La mayoría de los tertulianos pasaban el día en el café porque no tenían otro sitio mejor donde echar las horas: “Parecía como si toda aquella gente fuese a quedarse allí hasta la mañana siguiente: los notarios, en sus tertulias; las viejas, en sus copas de anís; la gente de pie, a pie firme hasta el alba; los de la barra, cada vez más derrumbados sobre ella”. Son las primeras notas de ambiente de La noche que llegué al café Gijón, de Francisco Umbral, obra cumbre de la mitología de los cafés. Ni siquiera con los ojos del letraherido provinciano que se deslumbra al compartir mesa con sus maestros se disimula esa imagen deprimente.

Contrasta mucho este retrato con la fanfarria que le dedicó George Steiner en su famoso discurso La idea de Europa, donde el café no es solo la institución que da contenido a esa idea, sino un “club del espíritu”, un “ágora” y el “centro de la elocuencia”. Cabría alegar aquí la excepción ibérica: Madrid nunca fue Viena ni el Gijón el Deux Magots. También es cierto que los escritores españoles, desde Marcial —que ni siquiera era español porque no existía España—, tiran más al esperpento que a la idealización. Pero también Viena tuvo su cronista satírico, Karl Kraus, mucho más cruel que todos los Cansinos y Umbrales de Madrid, y en sus párrafos de vitriolo figuran los mismos sableadores, ganapanes y muertos del asco que en la tradición española, solo que con las barbas de Freud en primer plano en vez de las de Valle-Inclán.

No quiere decir esto que Steiner no llevase razón: ni la cultura ni la democracia europeas se entienden sin los cafés. Fue en ellos donde germinó la discusión eterna que constituye la identidad del continente, y esa discusión no habría sido eterna si quienes discutían hubiesen tenido un sitio más cómodo donde pasar la tarde, preferentemente en pijama. El café ofrecía calor, comodidad, prensa y buena compañía a cambio de casi nada en una época donde lo que luego se llamarían clases creativas (es decir, los que trabajan en cosas culturales) vivían en una precariedad de mendigos.

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Así como la televisión cerró los cines de barrio y la industria del disco acabó con la muy lucrativa industria editorial de las partituras para tocar en casa, la calefacción y los frigoríficos condenaron la cultura del café, que fue transformándose en un lugar de paso y menos tolerante con quienes ocupaban las mesas sin consumir. La distancia que hay entre el Gijón y el 100 Montaditos es la misma que hay entre el cuarto realquilado de una pensión y un piso de dos dormitorios con garaje y ascensor. Las burbujas inmobiliarias de finales del XX y principios del XXI, con sus cuentas-vivienda y sus urbas en las afueras, acabaron con estas liturgias. Por eso, cabe preguntarse dos cosas. La primera: si los movimientos históricos democráticos españoles no se entienden sin la cultura de café, ¿en qué medida afecta a la democracia actual la desaparición de esas tertulias? La segunda: ahora que las crisis han abocado a una generación universitaria a una neobohemia, a vivir a salto de mata y a reinventar la pensión en forma de pisos compartidos, ¿podría resucitar ese mundo, transformando a su vez el ágora y la cultura?

Dejaré la primera pregunta para los Steiner del futuro, eludiendo el chiste fácil de que un mundo de cafeterías de franquicia creará una democracia tan banal y clónica como cualquier franquicia. La segunda me interesa más. En su documental Nómadas, Ingrid García-Jonsson entrevista a un puñado de treintañeros precarios que, ante la imposibilidad de conseguir una hipoteca, se han montado vidas que en otro tiempo se llamarían bohemias. Comparten piso, se mudan cada poco tiempo e incluso viven en casas rodantes, aprovechando que cualquier sitio con cobertura 4G puede ser su oficina. El café ha sido sustituido por las redes sociales, en tanto que lugar al que se acude para ver qué se cuece. Porque esa era la esencia que se ha perdido: los poetas de hace un siglo no quedaban en el Gijón, sino que iban por allí, a ver de qué se hablaba y quién estaba, exactamente igual que uno trastea en el móvil. Claro que los camareros del Comercial, del Mozart o del Fiore no eran algoritmos. Los únicos sesgos de la conversación eran los que imponían el decoro y la voluntad de los conversadores, y la presencialidad y la falta de anonimato obligaban a defender los argumentos con cautela y rigor, aunque también con audacia.

¿Hay sustitutos físicos de las tertulias? Todos esos protagonistas de Nómadas, angustiados en pisos con muebles de Cuéntame y paredes con gotelé, sin intimidad ni confort, necesitarán un espacio donde pasar el rato y charlar cara a cara, al margen del coworking. Más allá del centro de las metrópolis, en los barrios y las ciudades dormitorio adonde la presión inmobiliaria los expulsa, muchos han descubierto el bar de barra de estaño y tapas sin deconstruir, con precios que no asustan a nadie. Algunos vates han ponderado tanto sus encantos que ya hay locales del centro que los imitan, falsos bares de barrio, como ha habido falsos cafés franceses y falsos pubs irlandeses. De la necesidad siempre emerge la virtud, y quizá en las esquinas de Aluche y de Vallecas, de L’Hospitalet o de Portugalete, en un local con letreros de “Hoy no se fía” y “Hay chorizo de mi pueblo”, entre la música de una tragaperras y las interjecciones de unos parroquianos que llevan jugando al mus en la mesa del fondo desde 1970, quizá, digo, en uno de esos sitios esté surgiendo ahora una nueva cultura de café que dentro de un siglo tendrá sus rutas turísticas y un Steiner que glose la importancia de las papas bravas recalentadas en la identidad cultural europea del siglo XXII.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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