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TRIBUNAL CONSTITUCIONAL
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El caso Arnaldo, icono de la degradación institucional

La renovación del Tribunal Constitucional lo que ha hecho es deteriorar más si cabe su imagen. La institución se ha reafirmado, sin edulcorante alguno, como espacio para el cambalache político

Josep Ramoneda
Renovacion Tribunal Constitucional
Enrique Arnaldo saluda a la presidenta del Congreso de los Diputados.Eduardo Parra (Europa Press)

El llamado caso Arnaldo, el hombre que aceleró la carrera académica de Pablo Casado, ha adquirido tanta notoriedad es porque es un compendio del mal uso de la llamada razón de Estado, que acostumbra a ser el recurso retórico para justificar operaciones que se mueven en terreno oscuro. El solemne argumento de los intereses superiores del país puede colar si el resultado que se obtiene supone una mejora sensible de la situación. No es el caso. Al contrario. la renovación del Tribunal Constitucional lo que hecho es deteriorar más si cabe su imagen al reafirmarlo, sin edulcorante alguno, como espacio para el cambalache político.

Pedro Sánchez, sin esconder su incomodidad y la de los suyos, es decir, levantando acta del juego sucio, lo ha justificado apelando “al deber de salvar el acuerdo y garantizar la renovación que exige la Constitución”. Pero el sentido del deber queda empañado cuando ni siquiera se es capaz de esconder la frivolidad del empeño. Así no se defienden las instituciones, al contrario se las desacredita en la medida en que el Parlamento se hace cómplice de un paripé injustificable. Efectivamente, renovar los cargos caducados del Constitucional es una obligación legal que el PP ha bloqueado —en esta y en otras instituciones— por puro interés partidista. Hace ya mucho tiempo que el PP viene utilizando instituciones y poderes del Estado que deberían caracterizarse por su independencia como vía de prolongación de sus políticas por otros métodos para debilitar al Ejecutivo. Pero el cumplimiento del deber pospuesto no justifica cualquier forma de renovación. No se trataba de cambiar por cambiar, si no de elevar objetivamente la competencia y la independencia del alto tribunal. Y con este cambio lo que se transmite es más de lo mismo en grado de agravamiento.

El Gobierno (PSOE y Unidas Podemos) se está tragando el bochorno de haber caído en la trampa del PP, en lo que puede haber sido la novatada de Félix Bolaños. Priorizar el acuerdo sin valorar el precio a pagar por él no acostumbra a ser una buena estrategia. Y ahora al Gobierno sólo le queda especular con que al final, con las informaciones que se han ido conociendo y las que puedan venir, los costes del disparate se trasladen prioritariamente a la cuenta del PP. Con algo hay que consolarse. Porque el daño es serio. Llueve sobre mojado y queda como un ejemplo más de una tradición –forjada en el bipartidismo- de uso ventajista de las instituciones.

Es triste ver como la inmensa mayoría de los diputados socialistas y podemitas han optado, en palabras de Jaume Asens, por “el voto de la vergüenza con la pinza en la nariz” para evitar “consecuencias desastrosas”, como si no fuera inquietante el resultado obtenido. ¿Era realmente necesario pasar por esta humillación? Pero, dicho esto, no toda la responsabilidad debe recaer en los políticos. Y si este caso se ha convertido en icónico es porque sintetiza buena parte de las contradicciones del sistema institucional, que demasiado a menudo conducen a un carrusel de irresponsabilidades que van mucho más allá de la clase política. Porque está bien señalar a los partidos como principales culpables de la lamentable deriva de la renovación de instituciones claves del Estado, pero los cargos caducados estaban ocupados por personas portadoras de derechos como todos, a los que se les supone una competencia que les impide alegar desconocimiento de la situación de provisionalidad en la que estaban y de sus consecuencias.

Y, sin embargo, con raras excepciones, se han mantenido impasibles en sus puestos, esperando que los responsables políticos dieran los pasos permanente. Si ellos se hubiesen plantado, dando su misión por cumplida al final de sus mandatos, los dirigentes políticos hubiesen quedado expuestos sin coartada para eludir el cumplimiento de sus obligaciones. Y la estrategia del PP de presionar por la vía de la inacción hubiera tenido poco recorrido.

Pero parece que en las instituciones españolas raramente se siente la necesidad de salir, hasta el momento en que alguien abre la puerta de modo imperativo. Es un mal muy extendido. En Cataluña, por ejemplo, hay en este momento 112 cargos institucionales caducados, algunas que acumulan ya bastantes años, sin que casi nadie del paso: ni los que tienen que proveerlos ni los que han agotado su tiempo. Ni la desidia política, ni el apego de los escogidos, contribuyen precisamente al honor y al fortalecimiento de la cultura democrática. Más bien confirman el natural escepticismo de la ciudadanía.

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