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A la alta cultura tartésica se llega a través del pico de Melchor Rodríguez

Trabajador de la construcción desde los 12 años, este obrero extremeño es una pieza indispensable del yacimiento de Casas del Turuñuelo, una de las excavaciones arqueológicas más importantes en todo el Mediterráneo

Melchor Rodríguez, retratado en el interior del yacimiento de Casas del Turuñuelo, en la provincia de Badajoz.
Melchor Rodríguez, retratado en el interior del yacimiento de Casas del Turuñuelo, en la provincia de Badajoz.Samuel Sánchez
J. A. Aunión

Una hernia discal en la segunda vértebra no impide que Melchor Rodríguez levante el pico y lo vuelva a clavar en la tierra con la seguridad de quien ha repetido el gesto miles, millones de veces en sus 56 años de vida. Lo hace con sumo cuidado, con golpes de trayectoria oblicua para no dañar lo que pueda ir saliendo: un caldero de bronce, un escarabeo egipcio, las esculturas antropomórficas más antiguas de la Península Ibérica o alguna de las paredes de un extraordinario edificio de dos plantas de hace 2.500 años que siguen aflorando del suelo en este campo extremeño.

El yacimiento arqueológico de Casas del Turuñuelo, en Guareña (Badajoz), es uno de los más importantes de Europa, pues no deja de dar nuevas claves sobre la mítica cultura tartésica que ocupó el suroeste peninsular en la primera mitad del primer milenio antes de Cristo, recolocando, de paso, la protohistoria y la historia del arte de todo el Mediterráneo. Y sus directores, Sebastián Celestino y Esther Rodríguez, del CSIC, confían tanto en la pericia de Melchor, que alguna campaña de excavaciones se ha retrasado unos días a la espera de que se recuperase, por ejemplo, después de hacerse daño intentando trasladar a pulso una hormigonera.

Porque el trabajo intermitente en esta excavación lo compagina con el que lleva desempeñando desde los 12 años, cuando se incorporó a la empresa de construcción de su padre. Desde pequeñas obras al pack completo, hace de todo: “Te puedo levantar una casa, de los cimientos a la electricidad”. Una experiencia que le permite interpretar los restos de un edificio tartérsico del siglo V antes de Cristo, en ocasiones, más rápido que los especialistas. Ocurrió, por ejemplo, cuando una pared inclinada en el extremo de una habitación sugería que había colapsado, pero Melchor Rodríguez veía ahí el arranque de una bóveda parecida a las que había levantado alguna vez: “Te puede ceder la pared en el medio, a un metro del rincón, pero no en el rincón, ahí nunca en la vida, porque ahí el puntal te lo impide”, explica. Los análisis posteriores respaldaron, por supuesto, su teoría.

Melchor, al fondo, trabajndo junto a sus compañeros en el Turuñuelo de Guareña.
Melchor, al fondo, trabajndo junto a sus compañeros en el Turuñuelo de Guareña.Samuel Sánchez

Excavar en el Turuñuelo no es fácil, no solo por la hernia ni por el cuidado que hay que ponerle ―”Esto consiste en ir, sin correr, aunque tampoco te vas a acostar, y viendo lo que vas picando, no me puedo traer a cualquiera a trabajar aquí… Hay que tener vista”―, sino porque desde Zalamea de Serena, al sur de Cáceres -su pueblo y el de su padre, su abuelo, su bisabuelo- tiene que hacer algo más de 130 kilómetros de coche de ida y vuelta cada día hasta el yacimiento. Lo hace, explica, porque se lo pide Celestino, a quien conoce desde hace más de tres décadas, cuando el investigador del CSIC hablaba con su padre para pedirle obreros que ayudasen a desenterrar Cancho Roano, un gran santuario tartésico cercano a Zalamea que, como el edificio del Turuñuelo, fue destruido por sus propios habitantes entre finales del siglo V y principios de IV antes de Cristo. Melchor Rodríguez trabajó antes en otros yacimientos de la zona, pero fue con Celestino con quien aprendió de verdad el quehacer arqueológico desde que en 2008 comenzaron a colaborar asiduamente. “Para mí, Sebastián es familia; él sabe que el día que se jubile, yo ya me quedo en el pueblo, que allí me sobra el trabajo”.

“Es una persona con la que me sentiría seguro en cualquier lugar porque tiene un control de las situaciones, por extremas que sean, y unos recursos que ya son difíciles que alguien reúna”, resume Celestino, uno de los importantes estudiosos de la protohistoria en el suroeste peninsular. Habla, además, de “su inmensa sabiduría popular que aplica a la arquitectura antigua” y de su “profundo conocimiento de la tierra, de sus texturas y cambios”, fundamental “para detectar las estructuras de adobe más complicadas de individualizar”. Pero, sobre todo, destaca su enorme capacidad de trabajo y su “autoritas”: “Tiene una especial capacidad para liderar, no solo a sus peones, sino a todo el equipo de arqueólogos que, además, lo adoran porque saben que en él tienen un apoyo para todo lo que necesiten”.

A principios de los años setenta, a Umberto Eco le pidieron en una entrevista que definiera el término intelectual y creo que su contestación viene hoy aquí perfectamente al caso: “Si por intelectual te refieres a alguien que trabaja solo con la cabeza y no con las manos, entonces un dependiente de banco es un intelectual y Miguel Ángel no [...]. Para mí, Intelectual es cualquiera que crea nuevos conocimientos. Un campesino que entiende que un nuevo tipo de injerto puede producir una nueva especie de manzana ha producido en ese momento una actividad intelectual. Mientras que el profesor de filosofía que toda su vida repite la misma lección sobre Heidegger no lo es un intelectual. La creatividad crítica —criticar lo que estamos haciendo o inventar mejores formas de hacerlo— es la única marca de la función intelectual”.

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Sobre la firma

J. A. Aunión
Reportero de El País Semanal. Especializado en información educativa durante más de una década, también ha trabajado para las secciones de Local-Madrid, Reportajes, Cultura y EL PAÍS_LAB, el equipo del diario dedicado a experimentar con nuevos formatos.

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