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El Algarve de este a oeste, un viaje primaveral entre playas, pueblos y restaurantes

En esta época del año la punta más meridional de la Península recibe con su cara más amable y relajada. Desde Vila Real de Santo António hasta Odeceixe, con paradas en Tavira y Lagos o la interior y rural São Brás de Alportel

Playa Amado Algarve Portugal
Surfistas en la playa de Amado, en el Algarve (Portugal).RAFAEL ESTEFANÍA

Junio sigue arañando minutos al día, estirando la luz y subiendo la temperatura, poniéndonos cuerpo de verano anticipado. Y con el verano, ya se sabe, uno querría estar en cualquier sitio menos en el que está y busca opciones por mar y aire, pero la respuesta está por tierra. Dudo que haya mala época para viajar a Portugal, pero esta es una de las mejores. Más aún si el viaje es al Algarve, destino turístico portugués por excelencia que, en época estival, pierde parte de su encanto oculto bajo toallas de playa y sombrillas de colores. Por eso siempre es mejor ir cuando aún no ha llegado la temporada alta.

En primavera, la punta más meridional de la Península recibe con su cara más amable y relajada. El Puente Internacional del Guadiana cruza la frontera en volandas desde Ayamonte (Huelva) hasta la portuguesa Castro Marim. Cerquita de aquí, Vila Real de Santo António recuerda un tiempo en que vivíamos de espaldas a nuestros vecinos y solo volteábamos a mirarles para hacernos con botines de sábanas finas, toallas de doble rizo y vajillas completas compradas al peso en viajes de ida y vuelta en el día. Estas incursiones apresuradas a la caza de gangas nos impidieron ver que el verdadero botín por el que habría que cruzar la frontera no estaba en las tiendas, sino muy cerquita de allí, en los espectaculares paisajes alrededor de Ria Formosa, un ecosistema único de islas, penínsulas, lagunas, esteros y playas, considerada una de las joyas medioambientales de Europa. Protegida y mimada, la extracción de sal, el marisqueo y la pesca artesanal conviven de forma plácida y oxigenan la vida de esta albufera del Algarve. De aquí sale el 90% del marisco de Portugal, con las almejas y las ostras como productos estrella.

Con el apetito abierto y el mar entre ceja y ceja, pocos sitios más auténticos para desquitarse que la Tasquinha da Muralha, un modesto chiringuito junto al puerto en Vila Real de Santo António donde disfrutar de una dorada abierta y hecha sobre brasas, servida con un chorro de aceite de oliva virgen, patatas asadas, ensalada verde y pan de pueblo. Si hubiera que poner un nombre al lujo de la simplicidad, sería, sin duda, el de este chiringuito.

Encinas gigantes y olivos centenarios en la finca Companhia das Culturas, cerca de la localidad portuguesa de Vila Real de Santo António.
Encinas gigantes y olivos centenarios en la finca Companhia das Culturas, cerca de la localidad portuguesa de Vila Real de Santo António.RAFAEL ESTEFANÍA

Sin alejarse demasiado, y para saborear el interior antes de que las marismas y el mar se conviertan en brújula de nuestro viaje, el hotel Companhia das Culturas invita a experimentar una antigua finca de trabajo, refinada y exquisita, pero con su esencia ecológica y su relación íntima con la naturaleza intactas. La antigua almazara, transformada en una enorme habitación, aún conserva en el suelo la circunferencia de piedra donde se prensaban las aceitunas. Por la mañana, la finca invita a perderse entre encinas gigantes y olivos centenarios aún cubiertos de rocío. La hora del aperitivo la marca una copa de espumoso portugués en el cenador acristalado, unas gambas a la plancha y unas carnosas aceitunas de esos mismos olivos que te miran al otro lado del cristal.

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Fachadas blancas de las casas de Tavira junto al río Gilão, en el Algarve.
Fachadas blancas de las casas de Tavira junto al río Gilão, en el Algarve.RAFAEL ESTEFANÍA

En este Algarve oriental, Tavira, a unos 20 kilómetros hacia el suroeste, es la joya de la corona. La de fuera de temporada tiene poco que ver con la Tavira estival. Ahora sigue siendo esa ciudad romántica y lánguida que enamoró a escritores, músicos y artistas de todo el mundo que encontraron aquí su lugar, entre sus calles empedradas, su casco histórico monumental y las fachadas blancas de las casas sobre la ribera del río Gilão. El puente romano de siete arcos une una ciudad partida en dos por el río y lleva directamente hasta la acogedora plaza de Antonio Padinha, donde están los bares, terrazas y restaurantes que se expanden por las estrechas callejuelas cercanas. Uno de esos que echó raíces aquí hace 30 años es Fred Levy, diseñador de espacios verdes y construcciones sostenibles e impulsor del movimiento Tavira em Transição, promotor de la permacultura. El paisajismo de los mejores alojamientos del Algarve lleva su firma y en ningún lugar su idea es más clara como en el hotel que regenta, Altanure Casa Terra Hotel Ecológico, a las afueras de la ciudad. En este oasis de paz la naturaleza es la protagonista, con su propio lago donde zambullirse en compañía de ranas y nenúfares. Retiros de yoga y meditación, silencio sepulcral en las noches y mañanas que comienzan con desayunos orgánicos y saludables servidos en la mesa exterior de madera bajo la jacaranda.

Tavira es también conocida por sus playas de arena blanca a las que se accede en un breve viaje en barco. Son 11 kilómetros de extensión que en estas fechas son todas para ti. Incluso en pleno agosto basta alejarse un poco de los accesos para estar totalmente solo y dejar el bañador en la orilla mientras te zambulles en un agua limpísima. Otro arenal que conviene no perderse es la playa do Barril, a la que se llega a lomos de un pequeño tren que cruza el parque natural de Ria Formosa. La playa recibe con un cementerio de enormes anclas que da pistas de la vocación pesquera de este lugar. De vuelta a tierra firme, el minimalismo de revista viene de la mano de Casa Modesta, en la cercana Moncarapacho, a los pies de Ria Formosa. Uno aquí se siente en mitad de ningún lado y, a la vez, en el sitio justo. La transformación de esta casa rural en un coqueto hotel boutique de nueve habitaciones le ha valido premios de arquitectura. Pero más allá de sus formas, el alma de este lugar está en el fondo de sus rincones repletos de recuerdos infantiles que le sirven a su dueño, Carlos Fernandes, como su particular álbum familiar. A la hora del desayuno, el minimalismo salta por la ventana y la mesa corrida del comedor se convierte en un auténtico festín de mermeladas y quesos caseros, zumos recién exprimidos, fruta del huerto y bizcochos hechos en casa.

Cerca de aquí está Olhão, una antigua ciudad de pescadores que sorprendentemente aún mantiene la pesca como actividad principal, por encima del turismo. Los puestos del mercado de paredes de ladrillo rojo y cúpulas verdes, rebosantes de pescado fresco, dan fe de ello.

Existe otro Algarve rural e interior que no está abrazado al mar, y ningún lugar mejor para asomarse a él que São Brás de Alportel. Se encuentra a unos 20 kilómetros al norte de Olhão, y está totalmente fuera del circuito turístico. Este pueblo fue en el siglo XIX el centro de producción de corcho más importante de Portugal, con 40 fábricas. Hoy es un tranquilo municipio anclado en un pasado al que es posible asomarse a través del Museo del Traje, un edificio señorial en el que las habitaciones preservadas como hace siglos y los carruajes antiguos en sus caballerizas conviven con el Centro Cultural Amigos del Museo, donde se realizan eventos que mantienen vivo el espacio. Desde el atelier Palmas Douradas, la diseñadora y artesana del mimbre Maria João Gomes ha llevado sus creaciones a las pasarelas de Lisboa y París, con extravagantes diseños de pamelas, mandalas y bolsos hechos en mimbre que ella misma cultiva y seca. Pasado y modernidad entrelazados por un mismo material.

Es hora de dar un salto en este road trip por el Algarve y saltarse de un plumazo los 50 kilómetros más turísticos de la región, abonados de grandes cadenas hoteleras, bloques de apartamentos, tiendas de souvenirs y campos de golf. Merece la pena asomarse, eso sí, a Carvoeiro para ver si los atardeceres en este antiguo pueblo pesquero con casas de colores a pie de playa son tan seductores como dicen (la respuesta es sí). Pero cuando el runrún del turismo no te deja escuchar tus propios pensamientos, es hora de buscar otros lugares.

Praia Do Camilo vista desde el mirador.
Praia Do Camilo vista desde el mirador.RAFAEL ESTEFANÍA

Afortunadamente, el Algarve anda sobrado y al lado de la ciudad de Lagos el espectacular mirador de Praia Do Camilo pone a nuestros pies, a 200 escalones de distancia, la arena fina y las aguas turquesas de una de las playas más bellas de la zona, flanqueada por acantilados dorados de tierra caliza. Más al sur, el mirador Ponta da Piedade continua con el espectáculo de formaciones rocosas, arcos, columnas talladas en la roca caliza por las tormentas, el oleaje y el viento siguiendo la línea de la costa hasta donde se pierde la vista.

Iglesia de San Sebastián, en la ciudad de Lagos.
Iglesia de San Sebastián, en la ciudad de Lagos.RAFAEL ESTEFANÍA

La ciudad de Lagos aún conserva cierto aire de pueblo con sus calles empedradas, callejuelas estrechas y casas alicatadas con azulejos de colores, como el verde intenso que cubre la casona donde está la Loja Obrigado, la tienda más coqueta de la ciudad, en la Praça Luís de Camões. En las calles del centro, los restaurantes, bares y cafés, se dividen entre turísticos y auténticos, con A Forja como máximo representante de estos ��ltimos. La opción cosmopolita corre a cargo de Casa Mãe, un espectacular hotel boutique donde comer una cena sofisticada y saludable en su restaurante Orta, o lanzarse sin miramientos a por una suculenta brocheta de carne en la churrasquería al aire libre en el patio del alojamiento. Las gruesas murallas del siglo XV de la ciudad delimitan los confines de este hotel levantado en una mansión del siglo XIX entre enormes jardines, huertos y árboles frutales. Junto a la casa tradicional, otros dos edificios más modernos completan un complejo donde dejarse mimar en su spa, relajarse al borde de su piscina o darse un capricho en su tienda con artículos de diseñadores locales.

Dejamos Lagos atrás y con ella las ciudades propiamente dichas. Ahora toca zambullirse en el Algarve más natural y sosegado, donde los paisajes siguen siendo los únicos dueños del territorio y los turistas llevan tablas de surf en lugar de sombrillas. Sagres, una meca internacional de surferos llegados de todo el mundo, ha madurado bien. Donde antes la dieta era a base de bocadillos y cerveza a los pies de caravanas y furgonetas Volkswagen cargadas de tablas, hoy son los modernos establecimientos de cocina internacional, sostenible y de proximidad. Fermento es el mejor ejemplo de ello: un delicioso restaurante donde los raviolis de setas, el falafel, los vinos naturales y la kombucha casera son la cara más eco de esta localidad que se asoma a la punta de Península entre acantilados salvajes y mares violentos. Las tardes tienen dueño, y en los alrededores del faro de cabo de San Vicente se reúnen los peregrinos del sol sobre acantilados de 75 metros de altura para ver cómo terminan los días. Este es el último pedazo de tierra que los marineros portugueses veían antes de aventurarse al mar, añorando el regreso sin prácticamente haber partido. Tras 200 kilómetros de recorrido por el Algarve, de Este a Oeste, el final de la península Ibérica marca la dirección ahora rumbo al norte, siguiendo la costa Vicentina 60 kilómetros más hasta el pueblo de Odeceixe, que marca el fin del Algarve y el principio del Alentejo.

Un límite difuso, porque ambos territorios están dominados por el parque natural del Suroeste Alentejano y Costa Vicentina, un seguro de vida que protege el territorio más hermoso y virgen de Portugal en un recorrido que regala pequeños pueblos y grandes paisajes. El festival de playas y mar salvaje comienza en Vila do Bispo, donde uno tiene que decidir si zambullirse en el océano o comérselo a puñados, en casas de comidas como el Solar do Perceve, donde es posible darse un atracón de este manjar sin necesidad de hipotecar la casa.

A 15 kilómetros de aquí, en Praia do Amado, un único surfero camina con su tabla bajo el brazo la enorme extensión de arena mojada dejada por la marea baja después de una jornada de olas en solitario. El sol de la tarde tiñe la imagen intensificando el rojizo de las montañas. Hay otras playas, pero esta, a esta hora, es pura poesía. A ocho kilómetros hacia el interior, la aldea de Pedralva, con 26 casas encaladas con puertas y ventanas de colores, su restaurante y su café central, sigue siendo una excelente alternativa para alojarse en esta aldea recuperada y restaurada para la que no pasan los años, ejemplo de que es posible vencer el abandono y el olvido en pequeños pueblos rurales. Sin duda, la proximidad a una costa tan atractiva como esta, hace las cosas más fáciles.

Después llegarían el turno de Bordeira, que es mar y río a la vez, con la playa atravesada por la desembocadura plácida del río escenario de paddle surf, mientras que el mar es patrimonio del kitesurf; Carrapateira, donde la vida transcurre alrededor de los bancos de su placita y las terrazas del Microbar, con sus hamburguesas y lasaña casera infalibles para recuperar la energía perdida en las olas; Arrifana y sus acantilados de pizarra oscuros vistos desde su fortaleza, bancales de arena surcados por pasarelas de madera, resguardados por acantilados en las playas de Monte Clérigo y Amoreira; y Aljezur y su castillo, que fue moro hasta el siglo XIII, observando el espectáculo desde la cima del pueblo. En Odeceixe, el río Seixe es la frontera natural que indica de que hemos llegado al final de nuestro viaje. Todo el Algarve a nuestras espaldas y un único pensamiento en nuestra mente: volver a recorrerlo.

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