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Columna
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Grosería nacional impostada

Javier Marías

HACE POCO me escribió un señor de noventa y ocho años, que, entre otras cosas interesantes, llamaba mi atención sobre el hecho, para él desazonante, de que en EL PAÍS aparecieran cada vez más tacos y expresiones soeces. Y me adjuntaba tres recortes en los que se podía leer la más bien inocua fórmula “de puta madre”. Pensé que el señor era quisquilloso debido a su edad avanzada, aunque por el resto de su carta no parecía mojigato en modo alguno y se confesaba antiguo republicano durante la Guerra y la dictadura. No era de derechas ni beato, en suma, de los que se escandalizan al oír “cabrón” o “mierda”. Su comentario, sin embargo, me ha llevado a fijarme más, no sólo en este periódico; y lo cierto es que, si atendemos a su cine, a sus programas de televisión y radio, a su prensa escrita, España es el país peor hablado de cuantos conozco. Tanto, y con tanta diferencia sobre Inglaterra, Estados Unidos, Francia e Italia (cuyas lenguas entiendo, y puedo juzgar en consecuencia), que acaba por dar la impresión de ser algo más bien artificial e impostado, casi forzado. Como si quienes están cara al público quisieran dárselas de “duros” mediante el abuso de lo que antes se conocía como palabras “malsonantes”. Y no debe de ser azaroso que éstas se oigan y lean más en boca y letra de mujeres que de hombres. Quizá porque hoy hay bastantes mujeres afanosas por mostrarse así, “duras”, tanto o más que los varones.

Todos soltamos algún taco en privado; y en público, aunque menos. No hay que ser puritano ni cabe escandalizarse a estas alturas.

El recurso es tan vetusto como Camilo José Cela (de cuyo nacimiento se cumple el centenario), quien ya en los años cincuenta del siglo XX se dedicó, para hacerse el “transgresor” y como gracia de la que carecía, a soltar groserías en toda ocasión y circunstancia, exhibicionismo puro. Recuerdo la risa que eso le daba a mi madre, que lo había conocido de jovencito atildado, cursi y florido, casi siempre con guantes aunque la estación no los pidiera. No cabe duda de que fue un pionero de la zafiedad que hoy impera en España, y en eso (ya que no en su literatura) en verdad creó escuela. Una escuela rara, anómala, y –no hace falta decirlo– de ingenio escaso y pobreza léxica. Se ha sabido que la pareja de un líder político se pasó la última sesión de investidura lanzando tuits a mansalva, según se desarrollaba. Al parecer la señora es persona instruida, médica de profesión, pero obviamente se apuntaba a la competición de “dureza” mencionada: “Se están pasando por los cojones lo que nos pase”; “Peleítas de nabos, básicamente”; “Jódanse ustedes y dejen de jodernos a nosotras”, son algunos de sus breves análisis de lo que ocurría en el Congreso. Y sí, en este periódico he leído cosas parecidas, sobre todo entre columnistas. Yo mismo he recurrido ocasionalmente a ellas, creo que de muy tarde en tarde. Todos soltamos algún taco en privado; y en público, aunque menos. No hay que ser puritano ni cabe escandalizarse a estas alturas, pero la insistencia y la profusión causan hartazgo y suenan voluntaristas, ya digo, todo menos espontáneas. En la vida real las personas no hablan así (bueno, quizá políticos y empresarios chanchulleros sí), no todo el rato. No hablan como en la mayoría de películas y series españolas, con su superabundancia de tacos, ni como en los reality shows, cuyos personajes, sabedores de que tienen público, lo acribillan a bastezas y mal gusto.

Ni siquiera se libran de ello quienes hoy se consideran los individuos más beatíficos del mundo, a saber, los animalistas. Entre ellos, dicho sea de paso, hay pésimas personas que celebran con jolgorio y violencia verbal la muerte de un torero o un cazador, y de paso se la desean a toda su parentela. Ignoran una de las reglas básicas de los “bien nacidos”, por utilizar una expresión anticuada y sin apenas sentido: a los muertos se los deja en paz, sobre todo cuando están recién muertos, por mucho que en vida se los haya odiado o que nos hayan dañado a propósito. Semanas atrás, un cazador se mató al caer por un barranco. Nunca he tenido simpatía a quienes practican la caza superflua, aunque tampoco me olvido de que esa fue una de las primeras actividades “naturales” de los humanos –y de todos los animales carnívoros e insectívoros, y de éstos lo sigue siendo, qué remedio–. Algunos animalistas se han despachado de este modo: “Ojalá todos los cazadores se mueran”, “Un hijo de puta menos”, “Que se joda, así de claro”; en seguida la zafiedad, en seguida el taco para que se vea lo “duros” que somos, a la vez que bondadosos, compasivos, tiernos y virtuosos. Ha dicho Savater que los animalistas se creen que los animales son personas disfrazadas. No me parece, porque por éstas, por las personas, demasiados de aquéllos sólo demuestran inclemencia y odio, si hacen algo que ellos condenan o les llevan la contraria. En algo sí aciertan: los animales, en efecto, son mucho mejores que sus defensores fanáticos. No suelen tener mala sangre ni están capacitados para ser soeces.

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