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Crisis energética
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La economía de guerra llega a Europa

En estos momentos, proteger a las familias de los aumentos de precios y preservar el sentido de la equidad deben primar

Almacenamiento subterráneo de gas en Alemania.
Almacenamiento subterráneo de gas en Alemania.Jan Woitas (dpa/picture alliance via Getty I)
Paul Krugman

Occidente no está exactamente en guerra con Rusia. Sin embargo, tampoco está exactamente en guerra. Las armas occidentales han ayudado a Ucrania a frenar la invasión rusa e incluso a contraatacar, mientras que está claro que las sanciones económicas han creado graves problemas a la industria del invasor.

Rusia ha tomado represalias con un embargo de facto de las exportaciones de gas natural a Europa. La decisión muestra cómo piensa Putin que va la guerra realmente. El conflicto acabará teniendo enormes costes a largo plazo: nadie volverá a considerar jamás a Rusia como un socio comercial fiable. Pero Putin parece dispuesto a asumir esos costes en un intento de intimidar a Occidente para que reduzca su apoyo a Ucrania, cosa que no haría si tuviera confianza en la situación militar. En cualquier caso, el embargo ha añadido riesgo a la apuesta económica. Hace seis meses, se hablaba mucho sobre si Europa podía o debía dejar de importar energía de Rusia. Pues bien, Rusia ha tomado esa decisión.

Y Europa parece dispuesta a responder haciendo lo que siempre hacen las democracias cuando se enfrentan a la inflación en tiempos de guerra: gravar los beneficios extraordinarios, controlar los precios y (probablemente) imponer el racionamiento.

Antes de entrar en ello, señalemos que, al menos por ahora, estamos hablando de un problema específicamente europeo. En estos momentos, Estados Unidos está viviendo una especie de vacaciones de la inflación, en gran medida gracias a la caída de los precios de la gasolina, pero que también es reflejo de otros factores, como el desplome de los costes de envío. Sin embargo, Europa se ha permitido llegar a ser enormemente dependiente del gas transportado desde Rusia.

Es importante entender la naturaleza del problema que plantea esta interrupción. La escasez física de gas, aunque es real, no debería resultar paralizante: actualmente, Europa tiene almacenada más cantidad de gas de lo normal, y entre las medidas de conservación y las fuentes de energía alternativas, el continente tendría que poder pasar el invierno sin congelarse. El problema esencial es más bien financiero, y en última instancia, social. Los precios europeos del gas se han disparado y, como los compradores recurren a distintas alternativas, los precios de otras fuentes de energía, entre ellas la nuclear, las renovables y el carbón, también están por las nubes.

Europa se enfrenta a un gran déficit energético y el aumento de los precios proporciona un incentivo a todo el mundo para paliarlo. Los consumidores tendrán un aliciente para bajar los termostatos, mejorar los aislamientos y ponerse un jersey, y los productores, para maximizar la producción y aumentar la capacidad. Dejar que los mercados hagan lo que les corresponde es la política eficaz.

También es tremendamente injusta. Los productores de energía cuyos costes no han aumentado obtendrán enormes beneficios, mientras que a muchas familias y a algunas empresas les espera la ruina económica debido a las gigantescas facturas energéticas. Sermonear a los perdedores sobre la importancia de los incentivos para la eficacia no los va a apaciguar.

También existe un riesgo macroeconómico. Europa sigue teniendo sindicatos poderosos, y algunos de ellos también estarán en condiciones de exigir aumentos salariales para contrarrestar el alza del coste de la vida. El resultado podría ser una espiral salarios-precios y revertirla saldría caro.

Así que limitarse a dejar que los precios de la energía suban no es verdaderamente una opción. ¿Y qué tal si se entregara un cheque único para compensar a las familias por la subida de los costes de la energía? En teoría puede parecer una buena idea, ya que la gente seguiría teniendo un aliciente para limitar el consumo de energía. Pero, en la práctica, familias distintas, aunque tengan ingresos similares, pueden tener facturas energéticas muy diferentes, y las personas que viven en una casa mal aislada no podrán solucionar el problema de la noche a la mañana.

Parece que Europa se dispone a hacer lo que hacen siempre las democracias cuando se enfrentan a la inflación en tiempos de guerra: intentar proteger a la ciudadanía de los grandes aumentos de precios, y también tratar de evitar que se obtengan beneficios extremadamente elevados en una época de sufrimiento para la población.

El miércoles, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, realizó una declaración sobre la energía en la que pedía “un objetivo obligatorio para la reducción del uso de electricidad” (o sea, racionamiento), un “tope a los ingresos” de los productores de energía barata (o sea, control de los precios), y una “contribución solidaria” por parte de los productores de combustibles fósiles (o sea, un impuesto a los beneficios excesivos). Von der Leyen no es jefa de gobierno y tiene muy poco poder directo. Aun así, las medidas que ha propuesto seguramente nos dan una idea bastante ajustada de hacia dónde se dirige Europa.

¿Funcionará? Por supuesto, los detalles serán cruciales. Una señal esperanzadora es que está claro que Europa no va a hacer como Nixon y tratar de acabar con la inflación con controles a la vez que se estimula la economía. Por el contrario, esta clase de controles para tiempos de guerra se aplicarán al mismo tiempo que el Banco Central Europeo endurece fuertemente la política monetaria, con un riesgo considerable de provocar una recesión.

Estamos recibiendo una lección sobre la marcha de las realidades de la política económica. No se puede —de hecho, no se debe— dejar siempre que los mercados se desboqueen. Sería malo que los controles de emergencia que Europa parece estar a punto de imponer se convirtieran en permanentes. Pero, en estos momentos, proteger a las familias y preservar el sentido de la equidad deben primar sobre la eficacia del mercado de la que hablan los libros de texto.


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