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Empatía y amor se citan en Urgencias

Carmen Sánchez Alegría, médica y autora de ‘El amor es la mejor medicina’, reflexiona sobre el papel de la gestión emocional en los procesos de sanación de los enfermos

Carmen Sánchez Alegría, médica especialista en Urgencias y autora de 'El amor es la mejor medicina'.
Carmen Sánchez Alegría, médica especialista en Urgencias y autora de 'El amor es la mejor medicina'.CSA
Nacho Meneses

Si uno creyera en esas cosas, diría que apellidarse Alegría y descubrir una vocación temprana por la Medicina eran señales difíciles de ignorar. Porque esta doctora, que hoy acumula tres décadas como médica de Urgencias, empezó pronto a intuir que la forma en que se aproximaba a los pacientes influía tanto en su proceso de sanación como en ella misma; cosas que todos sus años de carrera y especialización no habían conseguido abarcar. Buscando respuestas, empezó a viajar y a interesarse por otras culturas, y comprobó de primera mano cómo los pacientes mejoraban cuando eran tratados con empatía y amor. Pero hablar de la relación entre las emociones y las patologías de cualquier tipo no siempre ha sido fácil: cuando, hace 30 años, conversaba con sus compañeros sobre la posibilidad de que, por ejemplo, un miedo estuviera detrás de un dolor de espalda, se reían y no la tomaban en serio.

¿Qué ha cambiado desde entonces? Sánchez Alegría se muestra hoy convencida de que, “a pesar de que siga habiendo colegas muy cenizos”, aspectos como la empatía, la gestión humanística del paciente o la inteligencia emocional forman ya parte de la práctica médica. Unos factores que se abordan con desenvoltura, cercanía y rigor científico en El amor es la mejor medicina (editorial Vergara), en cuyas páginas reflexiona también acerca del poder curativo de la meditación y del perdón, entre otros muchos. EL PAÍS habla con ella por videoconferencia.

Pregunta. Decir que el amor sana queda muy bonito, pero ¿qué base científica tiene?

Respuesta. No tienes más que pensar en un momento en que te hayas sentido querido: da igual que sea tu primer amor, los abrazos de tu madre o aquella vez que tocaste las estrellas con la mano al hacer el amor. Al conectar con esa emoción tan solo unos segundos, automáticamente tu cuerpo, que es sabio, empieza a actuar de forma diferente, porque ese recuerdo ha puesto en marcha una cascada de hormonas, de neurotransmisores y de cambios bioquímicos que se producen en el torrente sanguíneo, desde la célula que está más cerca de la corteza cerebral hasta la punta del dedo del pie. Cuando tú experimentas esa emoción, tu cuerpo empieza a producir lo que a mí me gusta llamar sustancias amorosas, que son curativas: oxitocina, endorfinas, serotonina, dopamina... Es como si las células que recogen esa sensación amorosa se expandieran.

Desde mis inicios, yo venía sintiendo de forma intuitiva que había algo que mis pacientes me transmitían en cada acto de urgencias; algo que no venía en los libros y que parecía no tener explicación científica, bioquímica o anatómica: y es que, cuando me acercaba a ellos, mis mejores maestros, con amor, me cansaba menos en las urgencias. Entonces me puse a buscar y conocí a muchas personas que, independientemente de las culturas o de la geografía, basaban su acto médico en escuchar con amor, imponer las manos con amor o preparar las yerbas con amor. Y eso hacía que las personas que acudían a su consulta o a su choza salieran mejor física, mental y emocionalmente.

P. Usted afirma en el libro un mismo fármaco puede tener efectos diferentes dependiendo de cómo el médico haya tratado al paciente. ¿Me lo explica?

R. Un paciente no entiende de farmacología ni de radiología, pero sí de cómo está siendo atendido en ese momento. Y cuando se da cuenta de que el médico le está prestando atención, automáticamente mejora. Piensa en el efecto placebo, medicamentos que son pura harina o almidón y que, sin embargo, funcionan. ¿Por qué? No nos estamos engañando: cuando nos los tomamos, nuestro cuerpo comienza a producir sustancias curativas, porque nosotros creemos estar tomando un fármaco. Un doctor es capaz de producir ese efecto, e incluso al revés: puede provocar que un paciente salga peor solo mirando con cara de susto una prueba diagnóstica. Porque, aunque el paciente no tiene criterio para saber lo que está mirando, sí presta muchísima atención a la cara del médico.

P. ¿Cómo se practica la medicina con amor?

R. Es simplemente dar el tratamiento después de haber escuchado con empatía, de haberme puesto en el lugar del paciente y de haberle llamado por su nombre, después de darme cuenta de lo importante que es un gesto de cariño, un “hola, Juan. Buenos días, siéntate. ¿En qué te puedo ayudar?”. Yo empiezo así todas mis consultas. Incluso los pacientes inconscientes son receptivos: recuerdo uno que tenía una arritmia tan grave que lo tuve que trasladar a otro hospital de referencia, porque allí disponían de más medios. Yo lo saqué inconsciente, y aparentemente no se enteraba de nada. Pero despertó a 100 kilómetros de nuestro destino y me dijo: “Ay, doctora, qué a gustito voy aquí con usted, qué tranquilo. Porque el médico ese que estaba en el hospital daba tantas voces, estaba tan asustado...”

P. ¿Realmente ejercen las emociones un efecto tan diferencial en el proceso de sanación?

R. Casi todas las enfermedades son psicosomáticas, es decir, que tienen una base psicológica. Por ejemplo, muchas enfermedades dermatológicas tienen que ver con el estrés, con la baja autoestima, las preocupaciones o el afán de perfeccionismo. Cuando yo me empeño en algo y no soy capaz de mejorar eso desde dentro, por muy eficaz que sea el dermatólogo, por mucho que me escuche con empatía y me recete los mejores fármacos, voy a cronificar esa enfermedad, independientemente de que en ocasiones los síntomas mejoren.

Por otro lado, es necesario diferenciar entre sanación y cura. Esta es algo externo: que yo me ponga una venda si tengo una hemorragia, o que tome antibióticos si tengo una infección. Pero la sanación es un proceso interno que implica conectar con mi verdadera esencia, que es el amor. Si yo no cambio mi forma de ver la vida; si no cambio mis pensamientos ni mis emociones; si me quedo anclado en la queja, en el victimismo o en el “no merece la pena vivir”, por mucho que el médico se empeñe en curarme, no sanaré del todo.

Portada del libro 'El amor es la mejor medicina', de Carmen Sánchez Alegría.
Portada del libro 'El amor es la mejor medicina', de Carmen Sánchez Alegría.

P. ¿Sigue sin enseñarse nada de esto en las facultades de Medicina o en los hospitales?

R. Yo creo que se están acercando más a la visión humanista, porque incluso ha habido universidades que me han llamado para darles alguna charla o para que compartiera mi punto de vista sobre la muerte. Cada vez hay más colegas que se dan cuenta de que la medicina es un poco más que hacer pruebas diagnósticas y poner tratamientos diferenciales. Igual que en las escuelas los maestros ya se están empezando a dar cuenta de que a un niño al que tratas con cariño, aprende más rápidamente a leer, y tiene más autoestima y confianza. Por eso es bueno que las facultades tengan en cuenta lo importante que es un poco de empatía para escuchar al paciente, para que sean precisamente eso y no simples clientes.

Recuerdo casos concretos en los que yo llegaba a Urgencias y escuchaba que decían: “Ah, la doctora Zen”, a veces desde el cariño y otras con un cierto desdén. Pero luego comprobaban que los pacientes que llegaban con una crisis de angustia grande mejoraban en cuestión de minutos sin necesidad de suministrar un cóctel molotov intravenoso de fármacos (que, si bien disminuían su ansiedad, les dejaban luego dormidos toda la tarde). Y cuando algún compañero tenía un momento de mucho estrés, entraba a mi consulta, cerraban la puerta y me decían: “Rápido, hazme algo de lo tuyo, pero que no se enteren estos...” Pero la situación ha ido cambiando. Cuando, al principio, yo iba a aprender medicinas complementarias, meditación u otra serie de cosas, se sorprendían de que yo fuera médico. Ahora compruebo con grata sorpresa que hay muchos compañeros que están concienciados de esto y que lo aplican en su consulta.

P. Una buena prueba de la relación entre las emociones y la salud física es comprobar cómo el dolor emocional y el físico activan las mismas zonas del cerebro.

R. Es muy interesante. Yo lo pude comprobar hace pocos años, con la aparición de la neuroimagen, un método estupendo para ver el cerebro por dentro. Hace 32 años no existían esas técnicas diagnósticas, y si querías aprender sobre el cerebro tenías que hacer una autopsia o aprovechar una intervención quirúrgica de un neurocirujano. Y así aprendíamos anatomía. Pero ahora, con la neuroimagen, es fantástico comprobar las zonas del cerebro que se activan con determinadas emociones, o cuando estás prestando atención a unas cosas u otras. Así que los expertos en imagen constataron que, cuando uno está triste, cuando tiene un dolor emocional o cuando le dicen algo que no le gusta, activo las partes del cerebro correspondientes al dolor, las mismas que se activan si me caigo de la moto o por una escalera. La zona del dolor no distingue si ese dolor viene del alma o del cuerpo.

P. En el prólogo de su libro, se dice que la muerte no se enseña en las universidades. ¿Cómo debería abordarse?

R. Recuerdo que, cuando empecé a ejercer la medicina, para mí y para mis colegas la muerte era entendida como un fracaso terapéutico: si se moría un paciente, es que no habíamos hecho bien las cosas. No nos dábamos cuenta de que ese paciente había llegado simplemente al final de su vida, y que lo más que puedes hacer ahí es aceptar la muerte, ayudarle a que la acepte y vivir ese proceso como una lección. Las mejores lecciones de mi vida las he aprendido ahí, acompañando a esos pacientes que se marchan.

P. ¿Qué beneficios aporta la meditación?

R. Hay muchas enfermedades que mejoran con la meditación. Por supuesto, si te tienes que operar de apendicitis, por mucho que medites te tendrás que operar. Y si te has fracturado un hueso, por mucho que medites tienes que entablillarlo para que suelde. Pero incluso en esos procesos la meditación ayuda. Yo me di cuenta, hace muchos años, de que me hacía sentir muy bien el hecho de cerrar los ojos un rato y ser consciente de mí, de mi espacio, de mi respiración y de mis emociones. Es la forma más sencilla de conectar y aquietar un poco nuestra mente; no en vano se calcula que tenemos entre 75.000 y 100.000 pensamientos cada día.

Está comprobado que la meditación disminuye la frecuencia cardíaca, arregla las cifras de glucemia, disminuye la tensión arterial, mejora la circulación de cabeza-pies, la capacidad de respuesta de todos los órganos y sistemas, disminuye los índices de ácido clorhídrico, por ejemplo, en el estómago... Es que la meditación mejora absolutamente todo. Lo bueno que tiene la meditación es que a cada persona le ayuda a sentirse bien de aquello que tiene que sentirse bien. Al que tiene contracturas en el cuello, se le quitan meditando; al que duerme mal, al que tiene dolores en la rodilla y también al que tiene una capacidad iracunda de responder absolutamente a todo.

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Sobre la firma

Nacho Meneses
Coordinador y redactor del canal de Formación de EL PAÍS, está especializado en educación y tendencias profesionales, además de colaborar en Mamas & Papas, donde escribe de educación, salud y crianza. Es licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Valladolid y Máster de Periodismo UAM / EL PAÍS

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