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INTRIGA EN LA MONCLOA

Muchos, muchos sospechosos

13- Quiero que fracasen los tres -me había dicho Aznar-. Son unos cabrones.

Lo había dicho con la voz ronca, y mi temor a que el Presidente del Gobierno estuviera secretamente poseído por el Diablo había flotado en el ambiente durante un instante eterno, como el de la chica de Matrix cuando queda suspendida en el aire y la cámara la rodea. ¿Estaba tendiendo una trampa a sus tres sucesores siguiendo instrucciones del Maligno? José María Aznar carraspeó para deshacerse de la ronquera. Sonreí tranquilizado. El Presidente del Gobierno no estaba poseído: era la tos. Si quería que fracasaran sus tres sucesores se debía a su natural forma de ser, no al Diablo.

-Lo único que desean es mi retirada.

¡Otra vez la voz ronca! Incluso parecía que los ojos se le hundían bajo las cejas, formando una zona de sombra que ocultaba su mirada. ¿Le daría vueltas la cabeza sobre su propio eje, se elevaría hasta quedar suspendido en el vacío, vomitaría verde, gritaría somos legión?

-¿Pero no se retira usted por voluntad propia?

-¡¡Pero ellos lo desean, coño!!

-¡Aaah! -me asusté. Me estaba autosugestionando. En un sótano, a solas con un tipo que habla con ronquera, oculta los ojos y grita... Tosió de nuevo para recuperar la normalidad.

-No me lleves la contraria, veterinario y limítate a aceptar lo que te digo, como hacen todos. ¿Vas a ser tú más que el Fiscal General del Estado? No seas vanidoso.

-No, Presidente.

-Han envenenado a Simbotas para eliminarle como sucesor.

-¡¿Quería usted nombrar sucesor a Simbotas?!

-Por supuesto que no, pero ellos no lo sabían -me fulminó con una mirada de desprecio-. ¿A que los sustituyo por Acebes, Zaplana y Arenas?

-¿Va a hacer usted otra crisis de Gobierno, Presidente?

Levantó la nariz para mirarme por debajo de las gafas.

-¿Qué pasa? ¿No me crees capaz? ¿A que te ceso? -me punzó el pecho con su dedo índice, tres golpecitos blandos; se sosegó-. En todo caso, me refería a sustituirles en mi corazón.

14- No se me había ocurrido hacerle la autopsia a Simbotas, la verdad, Juanma -apuré la cerveza y en las paredes de la copa quedaron grietas de espuma blanca que pedían ser reparadas con más cerveza-. Y me están poniendo pegas para exhumar el cadáver.

-¿Me estás diciendo -Juanma elevó su copa y la mía como si las ofreciera en sacrificio al barman- que has dado por buena la versión del envenenamiento de Simbotas sólo porque había rastros de cianuro en su platito de comida, y que no se le ha hecho autopsia?

-Así mismo me riñó Laura anoche.

-¿Y qué tipo de pegas te ponen para la autopsia?

-Huy, eso que pide usted es muy difícil -abrió los brazos Rajoy, y su puro dibujó en el aire un amplio arco de humo- y además es prácticamente imposible. Quién sabe dónde fue enterrado el gato, al fin y al cabo no era más que un gato, aunque fuera el gato del Presidente, no estamos locos, y en el caso de que lo estuviéramos, peor para usted, porque el gato hubiera sido incinerado. Digo yo. Pregunte usted por ahí.

-Pdecisamente -confirmó Ángel Acebes, apenado- esta misma mañana ha sido incinedado pod el ministro de Judsticia, ¿verdad, José Madía?

José María Michavila contuvo la respiración.

-¿Debo decir que sí, Ángel?

-Es justo y necesadio, José Madía.

-Sí -dijo Michavila, coloradito coloradito.

-¿Pero qué clase de plenos poderes te ha dado el Presidente que ni siquiera puedes hacerle una autopsia a un gato? -dijo Juanma.

-Oye, Juanma, te agradezco tus regañinas de amigo, pero lo que quiero es tu coche de amigo, no tu consejo de amigo. Necesito que este trabajo salga bien, porque estamos a cero con una hipoteca a treinta años y una niña de once meses, a Laura se le acaba el paro y en este pueblo a nadie le interesa saber por qué su gato mea fuera del cajetín, ¿entiendes?

-Joder, Paco, grítame cuando no te deje el coche, porque si ahora te digo que sí, te debo unos gritos.

-El lunes tengo que ir a ver a Felipe González a su fundación Fu-Man-Chú. ¿Me vas a dejar tu coche o no?

-¿Y por qué a González?

15 En la puerta del gimnasio de la Moncloa hay un cartel con la leyenda gimnasio, haciendo honor al gusto por lo obvio del Presidente. Un individuo de dos metros de alto por tres de ancho custodia la entrada. Me tendió un bolígrafo para invitarme a firmar una hoja con un texto prolijo de letra tan pequeña que sólo hubiera podido leerse con microscopio.

-Una formalidad -dijo 2 X 3.

-Te comprometes a no desvelar nada de lo que veas una vez hayamos cruzado esa puerta -atajó mi lectura el Presidente quitándose las gafas, a pesar de que ya no las llevaba puestas.

Firmé.

-Entonces, Presidente -ya en el vestuario, a salvo de oídos indiscretos-. ¿Sospecha usted de los tres, de sus tres sucesores?

-¿De los tres? -parecía asombrado de mi ingenuidad-. Sospecho de tres mil, veterinario. ¿Prefieres que te llame veterinario o Tú? Te llamaré Tú. Es más corto, y no tengo tiempo que perder. Comprende que soy muy importante. Acabo de presidir Europa, ¿sabes? Pongo los pies encima de la mesa de Bush y corro más que él. Si quisiera podría presentarme a un concurso de televisión y ganaría seguro, porque la mayoría de las televisiones están a mi servicio. Pudo ser cualquiera de los tres... O del otro grupo de tres: Corbatitas Zaplana, o Arenas, que ya sé que va dándoselas de que pinta algo, o Acebes. Acebes, sí, con ese afán de parecerse a mí, o mi esposa, tal vez, mi esposa, estoy pensando en voz alta, no afirmo nada, ¿qué motivos tendría? ¿Celos? ¿Ambición? ¿El hecho de que Simbotas orinara su armario ropero? ¿Crees que una esposa mataría por eso?

-Mi especialidad es el comportamiento de los gatos, no de las esposas.

-Ah, ya -salió del cambiador ataviado con una malla intensamente roja adherida a su cuerpo-, tú eres de esos que respetan a las tías y todo eso, ¿no? Ja, ja, ja.

Qué risa tan repleta de dientes. Arenas tenía razón.

-O Felipe González -prosiguió-. Nunca hay que descartar a González. Espero que Ana y González no estén juntos en esto. Me llevaría una gran decepción.

-¿Y Zapatero?

-No tiene carácter para eso. Mucho debate y mucho Parlamento, pero al final qué -dos tipos atléticos correteaban por el parquet del gimnasio. Olía a sudor y a ducha. Las voces se ahuecaban en el recinto tan cerrado-. Creo que Simbotas le hubiera envenenado a él, pero sí, también puedo desconfiar de Zapatitos, ¿por qué no? Por principio es sano desconfiar de cualquiera. ¿Dónde estabas cuando murió Simbotas, Tú? ¿Tienes testigos?

-Hasta hace dos días yo ni siquiera conocía a Simbotas, Presidente.

-Eso lo dices tú, Tú. Yo no lo sé. Búscate un testigo. ¿Qué? -se dirigió socarrón a los dos atletas-. ¿Dispuestos a que os pegue una paliza?

16 - Alguien echó cianuro en el platito de Simbotas cuando ya estaba muerto.

-¿Y para qué habría de hacer alguien eso, Paco? -Juanma empezaba a dudar de mi cordura. A mí todo me parecía de una lógica aplastante, tras cinco barreños de cerveza.

-Yo qué sé, Juanma -me desanudé la lengua para seguir-. Lo que sí sé es que un gato no come de un plato que sabe a almendras amargas.

-A lo mejor alguien atropelló al gato y, para tapar el caso, ha montado todo este lío.

-Vaya forma de taparlo.

17 - Paco, no puedo más. ¿Qué es lo que viste, qué es lo que no puedes contar? ¿Está poseído de verdad? ¿No era tos? ¿Vomitó verde? ¿Aznar es Satanás?

El tren había empezado a moverse, y Laura, asomada a la ventanilla, gritaba sus preguntas. Era un poco embarazoso.

-No. Nada de eso -grité también, para hacerme oír-. Para correr usa las botas de Pulgarcito.

-¿Las de siete leguas?

-Las de diez kilómetros, seis minutos diez segundos -grité en un susurro, para protegerme de los oídos curiosos a nuestro alrededor -. Por eso gana a Bush.

-¿Y son las de Pulgarcito seguro? ¿Tan bajito es?.

-Dale un beso a Marta.

-¡Hay que ver cómo eres! - me regañó - ¿No has firmado un compromiso para no contarlo?

-¡Pero si me lo has preguntado tú! Además, te lo cuento a ti. Otra cosa sería que lo publicara en EL PAÍS.

-¡¿Y qué gimnasia hace?! -ya hablábamos para todo el andén.

-¡Halterofilia!

-¡Parece una perversión! ¡Te quiero!

-¡Yo también! ¡Besa mucho a Marta de mi parte! ¡Es levantamiento de pesas, pero Aznar lo hace al estilo del señor Burns!

El tren se perdía ya, Laura no podía oírme, agitaba la mano y seguramente lloraba.

-¿Quién es el señor Burns? -me preguntó una señora que no había perdido ripio y que se parecía bastante a Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco.

-El jefe de Homer Simpson. No levanta personalmente las pesas. Tiene dos atletas a su servicio que las levantan por él.

-Es usted un repugnante felipista.

Tras delatarse, huyó a toda mecha. Era Francisco Álvarez Cascos. Las cosas se complicaban. Por suerte no me había mordido, pero ¿quién podía asegurarme que no lo hiciera la próxima vez?

El próximo lunes, cuarto capítulo: Enemigo público nº 1

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