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¿Qué pasa cuando no todo lo bueno es compatible?

Un concepto recurrente en nuestro tiempo es el de que todas las buenas ideas van de la mano. La verdad y la reconciliación, la paz y la justicia, incluso la justicia y la verdad, son algunas de las loables ambiciones de la sociedad humana que, de forma rutinaria, se presentan como totalmente reconciliables. Pero la cruda realidad es que no es en absoluto obvio que lo sean.

Por supuesto, en las sociedades que, en líneas generales, gozan de buena salud, tanto psicológica como material, estos cuentos morales (esta ilusión, más bien) pocas veces hacen daño y a menudo pueden ser considerablemente buenos. Basta con pensar en las actuales fábulas multiculturalistas que nos hemos inventado en Occidente para enfrentarnos a los dilemas y a los desafíos de la inmigración masiva procedente del mundo no europeo. En esta simplificación excesiva, aunque inspirada, la 'diversidad' cultural se considera más una ventaja que una amenaza.

Y, sin embargo, uno no tiene que ser seguidor de Jörg Haider o del difunto Pim Fortuyn para saber que, independientemente de cuáles hayan sido los beneficios, ya sea en términos de crecimiento económico o incluso de ampliación de la experiencia cultural en Occidente, es mucho lo que se ha perdido y se está perdiendo. Cuanto menos, las culturas nacionales de los principales países occidentales (sus estructuras profundas de ideología, gustos y estética) están cambiando, ya que nuevos pueblos, con nuevas ideas, solicitan que se tenga en cuenta su visión del mundo.

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A veces estos cambios pueden ser para peor. Basta con ver cómo en gran parte de Europa occidental la única forma de que los nuevos inmigrantes y su cultura de acogida se reconcilien es mediante la cultura consumista y materialista, es decir, la cultura del mínimo denominador común. De todas formas, es preferible que prevalezca esta cultura del supermercado, en vez de una en la que los dioses, las costumbres y las creencias de todos estén en un perpetuo conflicto.

Aunque la simplificación moral y cultural del multiculturalismo no haya dañado considerablemente a Occidente, no se puede decir lo mismo de otras zonas más pobres del mundo. Porque precisamente cuando 'los del Primer Mundo' intentan pensar en la difícil situación de los pobres y, sobre todo, en qué se puede hacer con los Kosovos, los Timores Orientales, los Afganistanes y las Liberias de nuestro planeta, estas ufanas simplificaciones se convierten en algo peligroso. Peligroso para la gente destinada a vivir en países desesperadamente pobres, para las sociedades en guerra o para los países inundados de refugiados o asolados por pandemias.

Los especialistas en derechos humanos, resolución de conflictos, ayuda humanitaria o construcción de democracias, tienden a verse a sí mismos como trabajadores que luchan juntos por conseguir una solución 'global' y a considerar a los necesitados como los pacientes para su cura histórica. Normalmente, la realidad es muy distinta. Por ejemplo, tomemos la acción humanitaria y los derechos humanos. La mayoría de los activistas en estos campos, por no mencionar a sus aliados en filantropías privadas o a organizaciones internacionales como la ONU, cree que necesitan trabajar juntos, que las emergencias humanitarias se deben a crisis de los derechos humanos y que uno no puede enfrentarse seriamente a una emergencia humanitaria si antes no se las ha visto con una crisis de derechos humanos.

La cruda realidad, sin embargo, es que los imperativos morales de cada actividad son totalmente diferentes. Hablando en plata, el activista de los derechos humanos es un absolutista moral por excelencia. Debe defender los patrones que rigen los derechos humanos y, sobre todo, la legislación sobre derechos humanos al pie de la letra si no quiere arriesgarse a ver cómo fracasa toda su empresa.

Por el contrario, quienes desempeñan tareas humanitarias creen en el 'meliorismo'. Su labor principal es proporcionar la ayuda que tan desesperadamente se necesita y que a menudo sólo ellos pueden ofrecer a las poblaciones pobres y en peligro. A falta de una fuerza militar que les proteja (una bendición con resultados dispares, como se vio en Bosnia y Somalia), estos grupos humanitarios deben negociar su acceso con señores de la guerra homicidas, gobiernos opresivos y criminales de guerra. Al contrario que los activistas de los derechos humanos, no pueden ni deben ser unos puristas.

Lo que aquí está en juego es más complejo que una simple cuestión de división del trabajo. Un activista de los derechos humanos quiere ver derrocado a un régimen opresivo, cree que ésa es la única solución a largo plazo. Por el contrario, quien se dedica a labores humanitarias quiere dar de comer a un pueblo, aunque sabe perfectamente que la ayuda alimentaria podría fortalecer al régimen opresor. Lo que sucede con esta interconexión entre derechos humanos y humanitarismo es que se trata, a menudo, de un conflicto entre dos derechos diferentes.

Quienes desean un mundo mejor y quienes participan en los esfuerzos por conseguirlo, ya sea como activistas o como simpatizantes, se han negado, por lo menos hasta ahora, a enfrentarse a la trágica posibilidad de tener que elegir entre buenas acciones e imperativos morales. Dicha negativa es comprensible, pues es como si a uno le obligan a elegir la muerte sobre la vida.

Aun así, a medida que África arde, a medida que la pandemia del sida se extiende y a medida que va quedando claro que los medios materiales de aquellos que desean un mundo mejor no se corresponden con sus aspiraciones morales, dichas elecciones se vuelven cada vez más urgentes. Cuanta menos disposición tengamos a plantear crudas preguntas sobre el humanitarismo y los derechos humanos, la paz y la justicia, la verdad y el buen entendimiento, más nos refugiaremos en fantasías autocomplacientes sobre la capacidad de que todos los buenos esfuerzos se reconcilien y mayor será el coste cuando llegue el momento de hacer las cuentas.

David Rieff es subdirector de The World Policy Journal.

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