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Remco Evenepoel se redime en la montaña navarra

El belga, en fuga al día siguiente de su hundimiento en el Aubisque, se impone en la cima de Belagua mientras el Jumbo controla al pelotón en la etapa de la Vuelta a España

Carlos Arribas
Remco Evenepoel
Evenepoel, delante de Bardet, en la ascensión a Larrau.Manuel Bruque (EFE)

¿Quién ganará la Vuelta? Un Jumbo. ¿Qué Jumbo? ¿Quién de los tres que son los tres primeros en la general y van de la mano siempre, juntitos, y cuando uno acelera los otros esperan un poco y van a buscarle? ¿Quién? ¿El yanqui, el esloveno, el danés? El equipo neerlandés sondea al público, a los medios, como si un casting de simpatía de sus tres chicos debería resolver. ¿Quién cae mejor?, preguntan, ¿a quién prefiere la afición? Kuss habla español y vive entre Cataluña y Andorra, y es muy majo y gracioso; a Roglic en España le adoran, y ha ganado ya tres Vueltas; Vingegaard tampoco cae mal… Algunas indiscreciones señalan también que desde el primer día, desde antes de que el chaval de Colorado enseñara la patita en la ascensión de Javalambre, la dirección del Jumbo había decidido, estrategia de la generosidad, que fuera su gregario más señalado y aplaudido, el Sepp Kuss de todas las salsas, el líder oculto, el corredor para el que sus figuras trabajarían, a quien ayudarían. El Jumbo ganaría así la tercera grande del año, tras el Giro de Roglic y el Tour de Vingegaard, con un tercer corredor, el triunfo de su estilo, de su juego, más cooperativo que jerárquico. Todo estudiado. Todo es imagen. No quieren que se asocie su carácter dominante, marea arrasadora, y su resaca, a la del Sky tan antipático y desazonador de los tiempos de Froome y su rodillo, o a otros equipos de otras décadas que quedan en la memoria como el maligno. Hacen las etapas atractivas con ataques variados. Dejan jugar a otros. Y, en su bondad infinita, hasta permiten y aplauden que Remco Evenepoel recupere su ser el día siguiente de haberlo enterrado en la más profunda de sus miserias. Evenepoel está en fuga. El Jumbo apacienta el rebaño, que llega a más de ocho minutos del belga que gana, redimido y redentor, y su nuevo maillot de lunares azules, rey de la montaña.

En Larrau, donde todos tiemblan, el puerto terrible de la frontera navarra, Remco Evenepoel se lanza de cabeza, los ojos bien abiertos, como quien se tira al mar furioso, y olvida.

Vuelve a ser Remco, el corredor que solo disfruta cuando ataca, el corredor al que nadie resiste ni en Lieja ni en Donosti ni en el Mundial de Australia, el niño maravilloso que quiere ser Eddy Merckx y hace cosas que solo el Caníbal se atrevía a hacer. Sin miedo. El primer día de gran montaña de su vida, el viernes del Aubisque, Spandelles y Tourmalet, fue su primer día de gran sufrimiento sobre la bicicleta. Perdió 27 minutos. Perdió la Vuelta que había ganado el día anterior y perdió el sueño. Llorando, cuenta, se acostó. En la cama, pensamientos negativos. Una hora de sueño inquieto, una hora de desvelo. Tiene 23 años. Todos sus exámenes de madurez los libra en público, entre la expectación, los deseos, la inquina. El examen de los grandes Pirineos lo suspendió. Cuerpo sudoroso, cuenta, bloqueado en el Aubisque. Inexplicable. El examen para campeón, para Merckx, lo resolvió al día siguiente con matrícula de honor en montañas también enormes, montañas donde los campeones sufren y se construyen, en Murkuillako Lebua (Hourcére), donde escucha el consejo de su mujer que le devolvió la motivación soñándolo mientras dormía, ya el sol bien alto, en el autobús camino de la salida –”los campeones siempre responden”– y se lanza en su descenso hacia la aldea de Sainte Engrace y su cementerio, donde duerme el sueño eterno Jean Cormier, y donde se le une en la aventura el francés Romain Bardet.

Cuando la primera enseñanza que reciben los ciclistas es que antes de comer lo que tengan en su plato deben comerse lo del plato del vecino, Bardet, sensible y sabio, y nunca será un ganador, reparte su plato y se come solo las migajas, y en el calor abrasador de Larrau, un horno cuando se sale del hayedo fresco y se trepa por las laderas verticales desnudas, el lugar en el que Miguel Indurain, en el Tour del 96, sufrió como nunca había sufrido, y con la mayor dignidad, riega la cabeza ardiente de Remco con una botella de agua fresca. Después ruega por agua para él al público. Y aguanta a rueda del belga en la última subida, hacia la muga de la Hiru Errege Mahaia (Mesa de los Tres Reyes). A cuatro kilómetros, Bardet, que sabe del valor escénico de la victoria en solitario, de la imagen de un ganador revivido, solo, aplaudido, todos los focos para él, hace mutis por el foro. Se borra. Evenepoel llora al cruzar la meta. Bardet, un par de minutos después, le abraza. Kuss, tan simpático, sigue líder. The end. La novela de los Pirineos ha terminado. A la de la Vuelta le quedan aún capítulos.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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