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Viaje a Grecia, romance incluido

Todo puede empeorar. Maruja Torres regresa a Grecia e Italia para recordarnos un delirante viaje con acosadores insidiosos, hippies de buena familia, un novio tóxico y su flamante tarjeta Visa exprimida sin desmayo

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Verano, a finales de los setenta. Novio tóxico dedicado a la misma profesión, sin talento y lo sabe. Estadio de la relación: él ya ha conseguido minar mi autoestima, aislándome de mis amistades y de mis posibilidades de trabajo. Además, teníamos un perro que se suponía iba a vincularnos pero que nos odió desde el primer día y no dejó de ladrar ni un minuto. A nosotros y al mundo.

Puede empeorar.

Aparecen por lo que entonces era mi piso en el Eixample barcelonés dos amigas hippies de buena familia. Me proponen huir. Recorrer mundo. Llegaríamos a Grecia, a Creta, pasando previamente por las Cícladas, y nos haríamos con una casa que un conocido de una de las mozas pondría a nuestro alcance.

Puede empeorar.

El viaje lo costearía yo porque era la única que, no siendo pija, había trabajado toda su vida y disponía de la tarjeta Visa, que ellas saquearon diligentemente. No compramos sacos de dormir. Dormiremos bajo la luz de las estrellas que pueblan el firmamento, dijeron.

Puede empeorar.

Me moría por ser hippie de verdad, de las de no dar golpe. Vivir del aire como los pajaritos del campo. Y me moría por huir de quien me hacía luz de gas. Salimos hacia el Pireo en uno de los últimos trayectos que realizaba la oscura línea de un semi carguero turco. Tres jóvenes vestidas de libertarias floreadas, esquivando por los pasillos las manos de los marineros turcos. Por suerte se produjo una tormenta que casi nos tumbó a todos para siempre. Aquellas manazas tuvieron faena para recoger los platos rotos.

Cuando el barco atracó en el Pireo enfilamos hacia el centro de Atenas, pero como éramos libres y no turistas, no vimos nada importante (Acrópolis, Museo Arqueológico, el Licabeto, qué sé yo) y, como éramos inútiles, acudimos a la policía turística para que nos recomendara una pensión.

Puede empeorar.

Grecia estaba sufriendo una dictadura militar y todo uniformado, aunque hablara inglés y llevara un mapa, tenía licencia para violar. Salimos por pies del cuartelillo porque los poli-guías nos quisieron follar contra la pared.

La más audaz de nosotras (la más pija) consiguió al fin la dirección de un tugurio barato en donde pasar la noche antes de partir hacia Íos y Santorini, desde donde, después de chapotear cual ninfas en sus playas, embarcaríamos hacia Creta. El tugurio alquilaba colchones costrosos en el terrado. Así que se cumplió una parte de nuestro sueño. Nos tumbamos bajo las estrellas por un módico precio, e hicimos guardia para prevenir robos, tocamientos y otras bagatelas.

Puede empeorar.

La Grecia de los 70 no era un paraíso para mujeres que viajaban solas y hacían topless. Las viejas nos arrojaban los huevos fritos y se quedaban con el plato y los viejos se la cascaban detrás de las rocas. Todo lo que recuerdo de Santorini, tan hermosa y arisca, es a las griegas cargando leña en un burro cuesta arriba y a los griegos descansando, sentados a la puerta de sus casas y moviendo el rosarillo con la mano libre.

Llegamos de noche a Heraklion, imposible telefonear a aquellas horas al conocido de la más pija. Dormimos bajo las estrellas de nuevo, esta vez en un parterre, delante del puerto. Abrazadas y tiritando de frío. Ni se nos ocurrió añorar los sacos. Éramos tan libres.

Puede empeorar.

El ansiado conocido (periodista, no promotor inmobiliario, me enteré) no podía venir a recogernos hasta al cabo de unos días. Eufóricas, le dijimos que nos buscara en la plaza de El Greco. Viviríamos allí, usando los parterres como lecho, las estrellas como techo y, para asearnos, el depósito de agua que Dimitri, un hombre compasivo que leía libros y los guardaba bajo su camastro, nos dejaba usar, en los urinarios subterráneos de los que era guardián y que constituían también su morada.

No resultaba cómodo, pero sí era una aventura. Cuando por fin apareció el hombre deseado, nos dijo que la casa que nos ofrecía se hallaba en un lugar precioso de la costa (no hay lugar en la costa de Creta o de Grecia en general que no sea hermoso, y que no lo fuera más en aquellos días de escaso turismo), un pueblito llamado Sissi, situado en el norte de la isla, más o menos en el centro.

Era, en efecto, una maravilla de rocas que parecían cortadas como un pastel y que mostraban capas de sedimentos que se remontaban posiblemente al movimiento telúrico que en el pasado terminó con el reino de Creta, y que se llevó por delante al minotauro y a la madre que lo parió.

En cuando a la casa. Eran cuatro muros de cemento con un techo igual y se encontraba en un descampado que salpicaban construcciones parejas, a todas luces ilegales.

Puede empeorar.

Cuando salíamos, dicharacheras, a disfrutar de nuestra inmensa suerte, los vecinos salían también de sus casas. No nos llevó mucho tiempo averiguar que aquello era como la película Zorba el griego. No la escena del sirtaki, sino la de la lapidación. Porque la más pija, desoyendo mis prudentes consejos de cinéfila, salía diariamente de caza y regresaba con cualquier cosa follable que se encontrara por los alrededores. Los murmullos de las vecinas cumplían con su función de coro griego.

En una de nuestras incursiones por la isla, esa pobre chica de la que no quiero hablar mal porque murió, muchos años después, heroinómana pero delgada (lo que había querido siempre), esa buena mujer nos alentó a hacer autoestop y a subirnos en la campera de un rústico agricultor que nos habló de las excelencias de su finca y que, diligentemente, nos invitó a cenar en ella, con unos amigos. De vez en cuando alargaba el brazo y tocaba una de nuestras rodillas. Lo estiraba mucho y nos alcanzaba a todas.

Llegamos en plena noche a un lugar desconocido y sin apenas luz. De aquí solo saldré viva si me defiendo sola, decidí. Me defendí de comer el apestoso cordero que nos ofrecieron el agricultor y sus compadres, pero no así de que los dos individuos que me flanqueaban se secaran la grasa de sus manos en mi pelo, por entonces bastante frondoso.

Puede empeorar.

O no, según se mire. Al final de la cena compareció un ser con bigote que resultó ser la madre del anfitrión. Para bendición nuestra, no era partidaria de que su paticorto engendro fuera víctima de tres putones extranjeros, y decidió que durmiéramos las tres juntas, encerradas por fuera y con un perro encadenado lo bastante cercano para atacarnos en el caso de que una de nosotras, o las tres, acosáramos a su engendro.

Nos largamos al amanecer, cuando nos liberó la vieja. Y la pija seguía tan contenta. Menuda aventura. La menos pija, y mucho mejor persona (lo comprobé con el tiempo) ostentaba un notable temple tipo Poseidón: ahora salgo de las aguas, ahora no salgo. Pero ella fue la causa del siguiente.

Puede empeorar

Como ansiaba tirarse a un noviete que tenía en Barcelona, le telefoneó para que viniera a visitar nuestra mansión rodeada de coros griegos y raptores de Europa. El chico vino.

No vino solo. Al volante de su propio y bastante vetusto Seat 1500 iba, ni más ni menos, mi pareja tóxica que yo creí haber abandonado, de la que supuse haber huido. En el asiento de atrás, el pobre perro. Ladrando.

El vehículo supuso una mejora: visitamos Knosos, en donde me volví loca intentando encontrar el laberinto para perderme de una puñetera vez, cruzamos la isla de norte a sur, y recorrimos puntos costeros cuyos nombres siempre empezaban por Agia (santa) y Ágios (santo), y según pasaron los días nos fuimos distanciando y cada cual tomó su camino. Es decir, el tóxico, el perro y yo nos quedamos con el coche. Y con mi Visa, que iba acumulando deudas.

Visitamos la antigua puerta de los Leones de Micenas, un poco de Peloponeso, y una profunda melancolía que hizo mella en los dos. No así en el perro, que ululaba ardorosamente desde el coche, en donde le dejamos para que no se meara en las ruinas.

Decidimos regresar por Italia y parar en Roma.

Y aquí, definitivamente, empeoró.

Nos instalamos en un campamento y no os creáis que visitamos Roma. No. Ni el Coliseo, ni el Foro de Augusto, ni el Panteon, ni el Vaticano ni la piazza del Popolo. Solo teníamos ojos para la Posta central, a donde periódicamente acudíamos para ver si algún amigo nos había enviado un giro, ya que estábamos en las últimas.

Y un mal día, el tóxico se empeñó en dejar al perro en el campamento, atado a una estaca. Cuando regresamos, había desaparecido.

Ahora puedo acabar este relato confesando que, aunque tardé, poco a poco me fui desprendiendo de cada retazo de lo que para mí fue un viaje inútil y, en muchos sentidos, una tragedia. Pagué a plazos mi deuda con Visa. Perdí de vista al tóxico.

Y hoy, para todos ustedes, he convertido mi viaje en comedia.

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