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DECONSTRUCCIÓN DE UN NOBEL

El ‘escribidor’ y sus demonios

En el día de su 80 cumpleaños, el que ha sido uno de sus más destacados alumnos, y hoy es periodista de EL PAÍS, traza en este perfil los elementos que constituyen la figura de uno de los autores imprescindibles de la literatura contemporánea.

AFP PHOTO / Julio Cesar Aguilar
AFP PHOTO / Julio Cesar Aguilar

I.- EL PADRE. Una tarde de verano austral (“¿los últimos días de 1946 o los primeros de 1947?”), Marito y su madre caminaban hacia el malecón de Eguiguren, en Piura (norte de Perú). La luz y el calor eran sofocantes pero lo fue más la conversación:

—Tú ya lo sabes, ¿no es cierto?, le dijo la mujer a su hijo.

—¿Qué cosa?

—Que tu papá no está muerto.

Marito era entonces un niño de 10 años, muy consentido por sus abuelos y sus tías (“seguramente insoportable”), pues era el primer nieto y el primer sobrino en la familia y estaba acostumbrado a que le celebraran todas sus gracias. Memorizaba versos de Campoamor o de Rubén Darío, por ejemplo, y los leía ante los invitados de la casa (“¡que hable Marito, que recite Marito!”). Era, además, un gran lector de historias de aventuras y hasta se animaba, de vez en cuando, a escribir sus propias poesías. Siguiendo el ejemplo de sus mayores, se esforzaba, también, por ser un “buen cristiano” y solía acompañar a su madre a la iglesia y todas las noches, antes de dormir, besaba la foto de su “papacito que está en el cielo.” Por eso aquella vez, ya en el malecón, el chiquillo no pudo evitar desencajarse ante la revelación que le hacían: al poco tiempo de casados, su padre había abandonado a su madre, justo cuando ésta estaba en el quinto mes de embarazo. Ahora, sin embargo, casi 11 años después, había aparecido (“vivo y coleando”), arrepentido y con ganas de conocer a su hijo.

“Pero la verdadera razón del fracaso matrimonial no fueron los celos, ni el mal carácter de mi padre, sino la enfermedad nacional por antonomasia, aquella que infesta todos los estratos y familias del país y en todos deja un relente que envenena la vida de los peruanos: el resentimiento y los complejos sociales. Porque Ernesto J. Vargas, pese a su blanca piel, sus ojos claros y su apuesta figura, pertenecía —o sintió siempre que pertenecía, lo que es lo mismo— a una familia socialmente inferior a la de su mujer. Las aventuras, desventuras y diabluras de mi abuelo Marcelino habían ido empobreciendo y rebajando a la familia Vargas hasta el ambiguo margen donde los burgueses empiezan a confundirse con eso que los que están más arriba llaman el pueblo, y en el que los peruanos que se creen blancos empiezan a sentirse cholos, es decir, mestizos, es decir, pobres y despreciados”, reflexionaría en su madurez, en El pez en el agua (Seix Barral), el autor que sería parte fundamental del boom de la literatura latinoamericana.

Así que aquella vez el niño acompañó a su madre a un hotel cercano y se encontró a un hombre vestido con un traje beige y corbata verde que le dio un beso y un abrazo, mientras él permanecía con una sonrisa congelada en el rostro sin saber qué hacer. Madre, padre e hijo se subieron a un Ford azul y, después de dar un paseo por Piura, emprendieron un viaje más largo: hacia Lima (“La horrible”). “¿Acaso un hijo no debe estar con su padre?”, le gritó don Ernesto Vargas al niño que lloriqueaba y pedía volver a Piura, a casa de sus abuelos.

Los gritos, y luego los golpes, comenzaron a ser cosa de todos los días en la nueva casa de Marito, quien se refugiaba en su habitación y en sus libros, para evitar encontrarse con “ese señor”, que también le gritaba e insultaba y le pegaba a su madre y se quejaba una y otra vez de las “mariconerías” con que los Llosa habían educado a su hijo (“¡Deja de leer, carajo. Ponte a hacer cosas de hombres!”). Durante tres años, el niño que llegaría a ser uno de los grandes narradores de la literatura contemporánea perdió la inocencia y conoció la crueldad, el miedo, el odio y el rencor. Pero esos sentimientos serían el punto de partida de su éxito profesional. “Es probable que sin el desprecio de mi progenitor por la literatura, nunca hubiera perseverado yo de manera tan obstinada en lo que era entonces un juego, pero se iría convirtiendo en algo obsesivo y perentorio: una vocación. Si en esos años no hubiera sufrido tanto a su lado, y no hubiera sentido que aquello era lo que más podía decepcionarlo, probablemente no sería ahora un escritor”, reflexionaría 40 años después el Premio Nobel de Literatura 2010.

El distanciamiento entre padre e hijo se acentuó a partir de 1955. Mario Vargas Llosa comenzó a viajar y a vivir en el extranjero y sus padres se fueron a vivir a Los Ángeles (California), donde un día don Ernesto vio en la revista Time un reportaje y una foto de su hijo que se había tomado las letras muy en serio (y se había hecho “todo un hombre”) en el Colegio Militar al que lo envió. “Mi mamá me contó que se quedó muy sorprendido. Porque él decía que sólo los mejores aparecían en Time. Y parece que, partir de entonces, empezó a verme de una manera más considerada. En los últimos años de su vida él se esforzó por acercarse a mí. Pero yo no le hice caso. Era demasiado tarde.”

II.- LAS MUJERES. El punto de apoyo en la vida de Mario Vargas Llosa siempre han sido las mujeres: su madre, sus tías y su abuela, los amores fugaces de la adolescencia, la “tía” Julia Urquidi (su primera esposa), Carmen Balcells (su “súper agente” literaria), la prima Patricia Llosa (su segunda esposa y madre de sus hijos) e Isabel Preysler (su actual pareja —y reina del papel couché español—). Todas ellas lo han alentado a escribir. Todas ellas se han encargado de resolver los asuntos del día a día para que él no se distraiga y pueda realizar sus artículos, libros y ponencias con tranquilidad.

El primer amor serio fue la “tía” Julia. En la primavera de 1955, Julia Urquidi llegó a Perú después de haberse divorciado de su marido boliviano. Alta y agraciada, había conocido al futuro escritor cuando era un niño. “¿Pero qué edad tienes ya?”, le preguntó la hermana de una de sus tías políticas por parte materna. “19 años”, le dijo el muchacho, que ya era periodista y escritor en ciernes. Pronto comenzaron a ir juntos al cine, a ver melodramas mexicanos y comedias estadounidenses. En una de esas salidas, Mario le confesó que se había enamorado de ella. Julia le contestó que no era “una corruptora de menores.” Pero dentro del cine, sentados en la última fila, no pararon de besarse. Y a partir de entonces las citas comenzaron a ser clandestinas (“¡qué iba a decir la familia!”).

El “flaco” y la “mujer divorciada”, doce años mayor, se casaron en secreto. Él se convirtió en un pluriempleado y tiempo después, ya con algunos relatos publicados, la pareja viajó a Europa. “Yo lo hice a él. El talento era de Mario, pero el sacrificio fue mío. Me costó mucho. Sin mi ayuda no hubiera sido escritor. El copiar sus borradores, el obligarlo a que se sentara a escribir… Bueno, creo que los dos nos necesitábamos”, dijo poco antes de morir Julia Urquidi (1926-2010), que había escrito Lo que Varguitas no dijo, un libro-contestación a La tía Julia y el escribidor, la novela donde Vargas Llosa cuenta los detalles de la relación amorosa.

En 1961 el escribidor se reencontró en París con Patricia, “la prima de naricita respingada y carácter indomable”, como la definiría años después, en su discurso de aceptación del Nobel, quien había llegado a la capital francesa para estudiar. Y poco a poco fue surgiendo el amor entre ellos. Tres años más tarde, la vida conyugal entre Mario y Julia estaba acabada. Se separaron y unos meses antes de que firmaran el divorcio, Vargas Llosa le escribió a Julia: “La vida que hemos llevado últimamente es una prueba flagrante de lo erróneo que es cerrar los ojos ante la evidencia... Es verdad que estoy enamorado de Patricia y sé que esto no es una novedad para ti.” En 1965, ya con el Premio Biblioteca Breve por La ciudad y los perros bajo el brazo, se casó con Patricia y juntos se fueron a Perú.

Además de criar a Álvaro, Gonzalo y Morgana, los tres hijos de ambos, Patricia se convirtió en asesora, secretaria y administradora del hogar y de la carrera de su marido. “Ella hace todo y todo lo hace bien”, reconoció en Estocolmo el autor de La fiesta del chivo, “administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: ‘Mario, para lo único que tú sirves es para escribir.’” Así, él escribiendo y ella “encargándose de todo lo demás”, transcurrieron 50 años.

Pero en el verano de 2015 una noticia ocupó todas las portadas de la prensa rosa: “Isabel Presley y Vargas Llosa, más que amigos.” El escritor y la exmujer de Julio Iglesias se habían conocido en 1986, cuando ella lo entrevistó para la revista ¡Hola! El contacto posterior fue esporádico hasta que, en 2013, los dos se volvieron a ver en un crucero al que fueron invitados por el empresario mexicano Carlos Slim. Los pormenores y las fotografías (y la consolidación) del romance se han ido desgranando semana a semana en las revistas del corazón, toda una paradoja para alguien como él, que ha criticado con insistencia la frivolidad y el espectáculo de la sociedad actual.

A principios de este 2016, Vargas Llosa se fue a vivir a casa de la madre del cantante Enrique Iglesias, “un sitio muy bonito, muy tranquilo, donde me siento muy a gusto y se duerme muy bien”, y en donde “todas las decisiones importantes las toma Isabel”, le dijo hace unos días a la revista dominical del diario ABC. A la rueda de prensa convocada a principios de este mes para presentar su nueva novela, Cinco esquinas (Alfaguara), llegó un enjambre de reporteros de los medios cotillas. Cuando le preguntaron qué le parecía ser un rostro frecuente de la revista ¡Hola!, respondió: “A mí no me gusta estar ahí. Aparezco por razones personales. ¿Qué tendría qué hacer para no aparecer? Si me da la receta la asumo. Es muy incómodo tener a fotógrafos en tu casa, te coartan la libertad. Ya no puedo hacer las cosas cotidianas que hacía como salir a caminar o ir al cine. Me siguen. ¿Para qué? No sé... toman y toman fotos.”

III.- LA POLÍTICA. Hay una pregunta que no dejan de hacerle al autor de La verdad de las mentiras: ¿por qué estuvo a punto de dejar su vocación literaria por la política? Él siempre ha estado apoyando o participando de manera directa en cuestiones políticas de su país natal (Perú) y de su país adoptivo (España). Incluso, después de fundar un movimiento popular en contra de la nacionalización de la banca peruana, fue candidato a la presidencia en 1990. Pasó a la segunda vuelta electoral, pero fue derrotado por Alberto Fujimori. Así que cuando le plantean el tema, responde: “Por una razón moral. Porque las circunstancias me pusieron en una situación de liderazgo en un momento crítico de la vida de mi país. Porque me pareció que se presentaba la oportunidad de hacer, con el apoyo de una mayoría, las reformas liberales que, desde comienzos de los años setenta, yo defendía en artículos y polémicas como necesarias para salvar al Perú. (…) Pero alguien que me conoce tanto como yo, o acaso mejor, Patricia, no lo cree así. ‘La obligación moral no fue lo decisivo —dice ella—. Fue la aventura, la ilusión de vivir una experiencia llena de excitación y de riesgo. De escribir, en la vida real, la gran novela’”, apuntó en sus memorias.

Hace tres años se publicaron sus columnas periodísticas (Piedra de toque, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores). Son tres gruesos tomos que reúnen sus artículos publicados entre 1962 y 2012 y constituyen el reflejo de su “evolución ideológica.” En esas páginas se nota que comenzó a escribir desde la izquierda: a favor de la Revolución Cubana y de la descolonización de África. Después transitó hacia “posiciones más liberales”, como él mismo las califica. Defiende el aborto, el matrimonio homosexual, la legalización de las drogas. Pero en lo económico, ya se sabe: siempre ha sido más “conservador.” Perú y España, sus dos países, acaparan la mayoría de sus reflexiones. No se olvida, nunca, de América Latina y de Europa. Se fija en las acciones de los principales líderes mundiales: Margaret Thatcher, Nelson Mandela, Barack Obama… Y no oculta no cercanía con políticos de la derecha, como José María Aznar, de España o Sebastián Piñera, de Chile.

IV.- EL PERIODISMO Y LA LITERATURA. Mario Vargas Llosa tenía 15 años cuando comenzó a ser reportero en el periódico La Crónica de Lima. Empezaba a correr la década de los cincuenta del siglo pasado y eran, dice, “los tiempos del periodismo prehistórico.” El director del diario llegaba todos los días a trabajar montado en una mula y la Redacción no podía ser más modesta: mesas y sillas apolilladadas, viejas y ruidosas máquinas de escribir, hojas de papel desperdigadas. Vargas Llosa, que todavía era Marito o Varguitas, se encargaba de las notas policiacas. El suyo era el mundo de la noche, los bares, los burdeles, las calles llenas de malandros.

Una vez asesinaron a una prostituta en el Hotel San Pablo del barrio limeño El Porvenir. El joven reportero fue en busca de los detalles del suceso y cuando logró esquivar a los policías que rodeaban el cadáver se topó con la muchacha apuñalada. “Fue el primer cadáver que vi y me quedé impresionado. Además, los policías hacían bromas sobre esa mujer con demasiada naturalidad, sin ningún pudor. Experiencias como esas me marcaron mucho. Tanto que tal vez sin ellas no hubiera podido escribir una novela como Conversación en la Catedral. He de reconocer que muchos de los personajes del libro nacieron de experiencias periodísticas de ese tipo”, contó hace poco en una conferencia con motivo del tricentenario de la Biblioteca Nacional de España.

Pero casi al mismo tiempo, el chico comenzó a escribir una obra de teatro: La huida del inca. “La idea de escribir teatro me rondaba desde antes, como la de ser poeta o novelista, yacaso más que estas dos últimas. El teatro fue mi primera devoción literaria.” No obstante, su vocación se afianzó el día en que ganó un concurso de cuentos y disfrutó del premio: un viaje a París. “Dudo que, antes o después, me haya exaltado tanto alguna noticia como aquélla. Iba a poner los pies en la ciudad soñada, en el país mítico donde habían nacido los escritores que más admiraba.” Pero poco antes de partir hacia Francia (donde terminó de escribir La ciudad y los perros y donde su carrera literaria despegó definitivamente) realizó otro viaje determinante: una expedición a la selva peruana. “Y vi paisajes y gente y oí historias que, más tarde, serían la materia prima de por lo menos tres de mis novelas: La casa verde, Pantaleón y las visitadoras y El hablador. Nunca en mi vida, y vaya que me he movido por el mundo, he hecho un viaje más fértil, que me suscitara luego tantos recuerdos e imágenes estimulantes para fantasear historias”, recordaría luego, en El pez en el agua.

El año pasado, la Universidad de Salamanca nombró Doctor Honoris Causa al personaje que cumple 80 años este 28 de marzo. Ante un auditorio compuesto por académicos y estudiantes, el escritor dijo que los temas de sus novelas le son impuestos por sus experiencias y por la realidad. Pero añadió que escribir es una actividad que exige un compromiso total. Porque pronto comprendió “que la literatura no podía ser una actividad de días feriados, un hobby, algo a lo que uno dedicaba los restos de una vida consagrada a otros menesteres, porque el tipo de literatura que resultaba de ese ejercicio transitorio era necesariamente una literatura pobre. Eso no me lo dijo nadie, eso no lo leí, eso lo sentí desde un comienzo.”

“Víctor Núñez es el benjamín de mis alumnos, estudioso como pocos y, sobre todo, el sorprendente niño-periodista que desarma con su inteligencia y habilidad para contar historias bien investigadas.” Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010

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