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Luis Mateo Díez
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cinco libros imprescindibles de Luis Mateo Díez, premio Cervantes 2023

De ‘Las estaciones provinciales’ a ‘El reino de Celama’, un repaso a las mejores novelas, cuentos y volúmenes recopilatorios del escritor leonés

Luis Mateo Díez, retratado en 1990.
Luis Mateo Díez, retratado en 1990.Luis Magán

El escritor español Luis Mateo Díez (Villablino, León, 81 años), ganador este martes del Premio Cervantes, el más importante de las letras hispanas, es autor de una amplia obra literaria, que arrancó en 1973 con el libro de relatos Memorial de hierbas. Estos son sus cinco libros más significativos.

Las estaciones provinciales (Alfaguara). Pocos habrán leído esta novela en el momento de su publicación, en 1982. Más bien lo habrán hecho, lo hicimos, a rebufo de La fuente de la edad, algunos años posterior y la obra que dio a conocer a Luis Mateo Díez. Por eso la entendimos como lugar de paso para otro de mayor enjundia. O sea: una obra que valía por lo que anunciaba. Error irreversible, porque nadie puede volver a leer por vez primera una obra que ya leyó. Las estaciones provinciales es una novela plena que da curso a las palabras y a los silencios de un tiempo y una España inhóspitos. Claro que aquella España se revelaba, como en una humilde sinécdoque, en la ciudad de León. Y apostillo: una ciudad provincial (que es un adjetivo intrínseco), no provinciana (que lo es extrínseco), emblema de la provincia eterna en que se asentarían sus mejores fábulas.

La fuente de la edad (Alfaguara). La publicación de esta novela en 1986 supuso el descubrimiento de un autor cuya extraordinaria aventura creativa quedaría, no sé si para bien o para mal, enterrada bajo la losa de prestigio de esta obra maestra. Cervantina en su germen y valleinclanesca en su remate, tiendo a creer que se le desmandó en el curso de su escritura, pues lo que nació como disparate fabulado (una cofradía provinciana de excéntricos y letraheridos que, en los años cincuenta, pretenden creerse que van tras la fons vitae, la fuente de la juventud y de la vida) termina siendo una elegía de los sueños. Aquella eterna vida (lo contrario de la vida eterna) con que soñaban o hacían que soñaban los cofrades fue también la cripta de sus ilusiones. Y la novela en que se nos presentaba resultó una máquina de furor lingüístico, de humor desternillante y de tristeza irreversible. Con la sustancia del gran Cervantes, sí, aunque trufada —nadie tiene una sola cara— por la del Valle más descabalado.

Brasas de agosto (Alfaguara). Hay obras cuya congruencia y sistematicidad derivan de un plan diseñado con escuadra y cartabón. Este conjunto de cuentos (1989) tiene, por el contrario, una coherencia que le presta la linfa que los baña todos, que se han ido sumando, casi hacinando, como al albur, uno detrás de otro, uno encima de otro. Y, debajo de todos, la poesía de Luis Mateo Díez (que sí: publicó versos en su juventud, en el seno de la revista leonesa Claraboya, aunque él mire para otro lado). Y digo la poesía porque, mucho más que en sus versos, la hay por arrobas en estos cuentos, con el humor, el amor, la costumbre anquilosada que se resquebraja y deja aflorar la sorpresa, el milagro, la vida. Como ejemplo, el relato que da título al conjunto: Brasas de agosto. El retorno de un clérigo exclaustrado —de su oficio, de su ciudad y de su pasado— a la ciudad donde se hizo y se deshizo, y al amor que fue el gozne de su existencia, dan pie a una de las más hermosas y más tristes fábulas de nuestro tiempo.

Los males menores (Alfaguara). Aparecido en 1993, el autor ofrece en este volumen unos relatos pequeños o incluso mínimos, microrrelatos varios de ellos, que renuncian a explicar pretenciosamente la vida y se limitan a mostrar (solo, pero nada menos) esquirlas, migajas, rincones de la existencia, alguna anécdota desprovista de excipiente y de envoltorio. En ellos la ternura o la piedad casi siempre provienen de la crudeza de esas lascas que son más fotogramas que secuencias. De la totalidad de facetas nace un prisma que genera irisaciones asombrosas. El estilo del autor, que ha renunciado al rico verbalismo de otras obras, se encoge y repliega, como aculado en tablas, para no importunar en los espacios que nos muestra. Jocosos, descacharrantes incluso, escrutadores, conmovedores, vanguardistas a fuer de alimentados sin complejos (pero sin ataduras ni obediencias debidas) en la tradición, estos cuentos, que parecen escritos como al desgaire y en el envés de una factura de electrodomésticos, son una obra sustantiva de un escritor sustantivo.

El reino de Celama (Alfaguara). En realidad, esta obra es la desembocadura editorial (2002) donde confluyen y desaguan tres nouvelles cada una de las cuales con vida independiente: El espíritu del páramo, La ruina del cielo y El oscurecer. El conjunto va mucho más allá de lo que supondría la mera suma de sus ingredientes. Aunque la inicial sustancia realista del autor había ido derivando a otros derroteros, primero mediante la distorsión expresionista y luego mediante la sublimación simbólica, Celama constituye la cresta de la pirámide: un territorio donde los muertos, con sus mortajas, sus conversaciones y sus liturgias, sus idas y retornos odiseicos, tienen mayor corporeidad y no están menos vivos que los de la Comala de Juan Rulfo. La densidad mítica de Celama alcanza la categoría de los grandes —aunque cerrados por perfectos— espacios narrativos. Es este un páramo claustral, hecho a la imagen del hortus conclusus clásico, con una urdimbre de historias, parábolas y sentencias que parece estar diciéndonos, como es propio de la mejor poesía, la última palabra.

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