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Los problemas de liquidez sofocan a las oenegés en Colombia

Las organizaciones humanitarias se enfrentan a un cambio de ciclo en un contexto internacional que ha priorizado la ayuda a Ucrania y Gaza

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Un funcionario del Estado se apoya sobre suministros humanitarios enviados por USAID, en Cúcuta, Colombia, en febrero de 2019. (Lokman Ilhan/Agencia Anadolu)Anadolu (Getty Images)
Camilo Sánchez

El viejo mundo de la financiación para las organizaciones sociales se desvanece. Y en su lugar nace un escenario lleno de retos para las oenegés encargadas de atender temas ambientales, la implementación de los Acuerdos de Paz o las necesidades de los colectivos más necesitados. Lo que ha cambiado muy poco, por lo pronto, es la agobiante y tormentosa carrera para acceder a fondos que benefician tan solo a una ínfima minoría de fundaciones. Con dos problemas añadidos: una parte importante de las grandes fuentes internacionales ha priorizado la ayuda a Gaza y Ucrania, y la incertidumbre por el futuro económico ha impuesto límites a la solidaridad desde el mundo empresarial.

Los montos globales de cooperación internacional para proyectos sociales en Colombia han venido en descenso desde la pandemia. Se conoce que en 2023 se canalizaron unos 441 millones de dólares, una cifra que contrasta con los 1.032 millones anuales que se percibieron en promedio entre 2018 y 2021 (de 2015 a 2017 la media fue de 610 millones), según datos de la Agencia Presidencial de la Cooperación Internacional. En 2022 hubo un repunte fugaz y se alcanzó la cifra récord de 1.465 millones de dólares. Por eso el balance general, para algunos, es matizable si se tiene en cuenta que se trata de un país de renta media que sigue recibiendo aportes considerables de las redes solidarias del mundo desarrollado.

“Lo que sucede es que el acceso a esos recursos se ha vuelto cada vez más competitivo y las organizaciones grandes del ecosistema tienen una ventaja abismal a la hora de presentarse en las convocatorias”, explica Juan Carlos Lozano, fundador de Innpactia, una plataforma digital que enlaza a actores de la sociedad civil con financiadores potenciales. De hecho, Lozano anota que el 80% de las entidades sin ánimo de lucro en Colombia se abstienen de participar en las convocatorias porque saben de antemano que es una pérdida de tiempo: “Yo presiento que hay un proceso de deterioro en la legitimidad de este tipo de espacios tradicionales. Hay estudios de Civicus que muestran que los más pequeños tienen probabilidades del 0% de acceder a los recursos”.

Aparte de la fuente de cooperación, las otras vías de subvención son las donaciones de particulares, las ayudas de empresas y los fondos públicos. Un tridente que comporta sus propias ventajas y dificultades. La gran tajada y los recursos más codiciados provienen, quizás, de fundaciones como la Ford Foundation u Open Society, del filántropo estadounidense de origen húngaro George Soros. Por su parte las empresas locales, que engloban estas ayudas dentro de las tareas de responsabilidad social, han optado en los últimos años por desarrollar sus propias fundaciones para controlar mejor los recursos. Y la vía estatal, por último, entraña algunos obstáculos burocráticos que suelen ser causa de desafección entre las organizaciones que componen el también llamado Tercer Sector.

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Residentes necesitados de alimentos cuelgan una tela roja a sus ventanas para alertar a los empleados de la Alcaldía que reparten bolsas de comida gratis sobre que necesitan ayuda, en los inicios de la pandemia por el covid-19, en Bogotá, Colombia.Fernando Vergara (AP)

Johnatan Clavijo, gerente de proyectos de la consultora Compartamos por Colombia, explica que mientras el grueso de las organizaciones atraviesan todo tipo de agobios para mantener su operación a flote y cumplir con su misión, los financiadores han apretado las tuercas en los últimos tiempos: “Cada vez se les exige más eficiencia en los resultados. Hoy los objetivos tienen que estar muy bien definidos por parte de las fundaciones, bajo un esquema que segmenta los proyectos y se les hace seguimiento detallado al impacto”, detalla Clavijo. Un asunto que exige mayor nivel gerencial y limita, de nuevo, a miles de pequeñas organizaciones comunitarias que a duras penas subsisten en contextos problemáticos.

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También se trata, agrega Clavijo, de un mecanismo que afecta el margen de autonomía y deja a las oenegés atadas a los parámetros y enfoques políticos delineados por los donantes. “Medir el impacto social o ambiental de un proyecto no es fácil”, prosigue, “tampoco es barato porque requiere elementos conceptuales y econométricos. Toma tiempo y exige construir toda una teoría de cambio social alrededor”. Una sumatoria de requisitos al alcance de un puñado de entidades estructuradas y con un nivel organizacional sofisticado.

La Confederación Colombiana de oenegés calcula que en Colombia hay unas 208.230 organizaciones sin ánimo de lucro. Dentro de ese universo existe una telaraña de entidades entre las que se destacan, por número, las juntas de acción comunal y las organizaciones sectoriales o territoriales. Todas entran bajo el paraguas de ONG, un acrónimo para “organización no gubernamental” acuñado desde 1945. El caso es que el Estado colombiano tiene un manual de navegación para trabajar y desembolsar recursos hacia estas entidades sin ánimo de lucro. Pero Johnatan Clavijo constata que la vía oficial tiene algunas limitaciones: “La regulación por ley convierte a las organizaciones sociales en ejecutoras del Estado. Por eso yo veo un desgaste administrativo altísimo y una dinámica que se parece muy poco a una alianza”.

Mariana Sanz de Santamaría, fundadora y directora de Poderosas Colombia, una joven fundación centrada en temas de educación integral para la sexualidad, identifica un problema de fondo: “Todo esto tiene que ver con una concepción del trabajo social como una labor no remunerada y que debe hacerse sin ánimo de lucro”. Se refiere al espíritu franciscano de la caridad cristiana que sigue muy arraigado en Colombia. Por eso se muestra crítica frente a la arquitectura de subvenciones que están diseñadas para dejar los costos administrativos y de gestión en segunda o tercera fila: “Te dan topes de 7% o 15%, que son casi términos de trabajo voluntario y no le dan herramientas a las organizaciones de base o comunitarias para subsistir”.

Poderosas Colombia nació en 2021. Desde entonces ha alcanzado a 10.046 jóvenes y adolescentes en 22 comunidades de ocho departamentos de Colombia que han recibido formación en temas de derechos sexuales y liderazgo. A pesar del compromiso, Sanz de Santamaría lamenta que el horizonte vital para su trabajo se limite a planes de máximo un año: “La búsqueda constante de recursos y la formulación de proyectos resulta muy desgastante y hace muy difícil sostener los equipos por largo tiempo”. Asuntos de la burocracia internacional que no son precisamente nuevos, pero abren interrogantes sobre los resortes para espolear la agenda de desarrollo.

El padre Bernardo, director de la Fundación Eudes, muestra canastas con comida que ofrecen a habitantes de calle en Bogotá, en octubre de 2023.
El padre Bernardo, director de la Fundación Eudes, muestra canastas con comida que ofrecen a habitantes de calle en Bogotá, en octubre de 2023. Diego Cuevas

Hoy la encrucijada pasa por hallar formas de innovar los canales de financiación y robustecer la participación de pequeñas fundaciones en el tablero. USAID, la gran agencia de cooperación oficial estadounidense, por ejemplo, está acelerando las contrataciones directas con fundaciones locales, sin la intermediación de entidades gestoras donde hace escala el dinero. Para el próximo año se espera que el 25% de estos recursos, que solo para Colombia llegaron a los 230 millones de dólares en 2022, se ejecuten sin retenes por el camino.

Lo que queda claro es que la antigua receta de la filantropía, la de los donantes en principio desinteresados, se va agotando y el papel del sector privado como catalizador de problemas ya es seminal. El panorama para ciertas organizaciones internacionales cuyo poder es equiparable al de las multinacionales, como Greenpeace, Save the Children o WWF es más claro. Y algunas ya han montado empresas de consultoría y hasta fondos de inversión para atraer más flujos de capital. Carlos González, quien dirige Makaia, otra plataforma de tecnología e innovación que construye alianzas en el sector, habla de un cambio de paradigma.

Reitera la necesidad de pensar en un “modelo de negocio” que se centre en el impacto social o ambiental como instrumento de inversión: “Colombia requiere por lo menos el triple de recursos de cooperación para cubrir sus necesidades de desarrollo. Y para la consecución de las metas en proyectos humanitarios, de hambre cero, educación para los municipios, el sector empresarial es clave en esta ecuación”. Una nueva narrativa que se acerca cada vez más al mundo financiero. Y con sus falencias y virtudes busca unir los intereses de rentabilidad corporativa con la lucha por las transformaciones sociales, la denuncia crítica de las injusticias y la solidaridad con los más vulnerables.

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Camilo Sánchez
Es periodista especializado en economía en la oficina de EL PAÍS en Bogotá.
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