Bastones, botas, ¡y acción!: la Via Algarviana nos espera

300 kilómetros de senderos atraviesan los paisajes del interior del Algarve y ofrecen un sinfín de estampas que descubrir de una manera diferente… ¡a pie!

300 kilómetros de senderos atraviesan los paisajes del interior del Algarve hasta llegar al mar

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No hace falta que vengamos nosotros a decirte que el Algarve, la maravillosa tierra que tanto —tantísimo— amamos, tiene razones de sobra para dedicarle toda una vida a su descubrimiento.

Ahí están sus playas infinitas, su riquísima gastronomía, sus pueblos repletos de hermosos rincones y su interior. Pero es que resulta que el Algarve es también —toma nota— un paraíso para los aficionados al senderismo.

Por eso queremos hablarte hoy de la Via Algarviana, un sendero de Gran Recorrido que viene a atravesar, a lo largo de 300 kilómetros, el interior de la región lusa. Y lo hace de este a oeste o, lo que es lo mismo, desde Alcoutim, en la frontera con España, hasta el Cabo de San Vicente, allá donde la inmensidad del Atlántico nos marca el final del camino.

Alcoutim es un coqueto pueblo de casitas encaladas y barquitas de pescadores

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Una ruta dividida en 14 tramos que arrancan y finalizan en localidades donde siempre hay opciones de alojamiento y, por lo tanto, para reponer fuerzas con un buen festín: que no se diga que no estamos en Portugal. Así que amarrémonos bien fuerte las botas porque esto promete.

CON VISTAS AL GUADIANA

Alcoutim es un coqueto pueblo de casitas encaladas y barquitas de pescadores que se desparrama junto al Guadiana, el río que hace de frontera natural con España. Y sí, precisamente aquí se inicia esta particular aventura.

Pero lo primero, antes de partir, es contemplar las vistas del otro lado del cauce: allí, en el lado español, se encuentra Sanlúcar del Guadiana, unida a Portugal por su historia y desde hace unos años también por la famosa tirolina transfronteriza más larga del mundo.

Mientras descansamos en su popular playa fluvial o pululamos por sus enrevesadas callejuelas en busca de su castillo del siglo XIV, nos embriagamos de ese aire luso que ya aquí se hace sentir y aprendemos que el origen de la Via Algarviana es, curiosamente, religioso: estos mismos caminos fueron transitados en el pasado por los peregrinos que se dirigían al promontorio de Sagres, donde fueron dispuestos los restos del mártir San Vicente en el siglo VIII.

Estos mismos caminos fueron transitados en el pasado por los peregrinos que se dirigían al promontorio de Sagres

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La primera parte del trayecto —y así será durante los primeros sectores— obsequia con paisajes de prados verdes y marrones custodiados por jaras y alcornoques, algarrobos, higueras y almendros —frutos con los que se elabora uno de los dulces más tradicionales del Algarve—.

Senderos que suben y bajan, que se retuercen entre colinas y campos de cultivo en los que, a veces, también sorprenden olivos: sí, el aceite de oliva es otro de los tesoros de este rinconcito del mundo.

Atravesamos, por supuesto, pequeñas aldeas y pueblos repletos de carisma —Corte Velha, Palmeira, Furnazinhas…— en los que la agricultura de subsistencia y el pastoreo son su forma tradicional de vida.

En ellos somos testigo de la arquitectura típica de la zona: antiguos hornos de leña y casas encaladas, jardines perimetrados por acequias y simpatiquísimos vecinos que no dudan un segundo en saludar en perfecto portuñol a todo forastero. Así, da gusto.

Vistas desde el pueblo Barranco do Velho

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14 SECTORES, 14 SORPRESAS

Para comprobar que existe una Via Algarviana para cada perfil, solo hay que echar un ojo a su web oficial: no hace falta hacer los 300 kilómetros completos, obviamente, con escoger el tramo que más te convenza, basta.

Uno de los preferidos por los senderistas es el que parte de Vaqueiros y alcanza Cachopo, el principal núcleo habitacional en la zona. Apenas 15 kilómetros —los 14 tramos suelen contar con entre 14 y 25 kilómetros cada uno, dependiendo de la orografía— que nos conectan con ese otro mundo, a veces olvidado, otras ignorado, que es la vida de interior.

Porque precisamente uno de los principales objetivos del proyecto Via Algarviana es el desarrollo rural y la puesta en valor del patrimonio cultural de estos pequeños núcleos, en muchas ocasiones tendentes a la despoblación.

Un ejemplo lo encontramos tras caminar entre amapolas y lavanda, matagallos, jaras y alcornoques, hasta Cachopo, donde doña Otilia Cardeira, presidenta de la Fregesia Cachopo, nos recibe en su taller con los ojos risueños y los brazos abiertos.

Un pequeño espacio en el que se ha encargado de recuperar el tradicional arte de tejer el lino. No duda esta singular cicerone en ofrecer un poco de té y bolo de mel a quienes la visitan, de mostrar su pequeño museo de tradiciones regionales y de hacer de guía, si es necesario, por las cuatro calles del pueblo, con parada incluida en la Iglesia de Sao Estêvão. Orgullosa de sus raíces, consigue enamorarnos un poquito más, si cabe, de esta espectacular tierra.

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Los siguientes sectores continúan en dirección oeste atravesando la Serra do Caldeirão: ha llegado la hora de que el accidentado terreno exija todo de nosotros. Y lo hace a base de desniveles, de subidas y bajadas que se convierten en fieles compañeros de viaje. La recompensa está en cada cima alcanzada: las panorámicas son espectaculares. Qué paisajes, qué montes y qué horizonte: el que deja intuir, allá a lo lejos, la cercanía del mar.

La abundancia de alcornoques nos da una pista sobre cuál es uno de los negocios tradicionales en la zona, el del corcho, del que saben mucho en São Bras de Alportel, donde parar a recargar fuerzas. También nos vale algo más adelante, al fresquito junto a la Ribeira de Odeleite.

El premio gordo, eso sí, llega al final del quinto sector, en Barranco do Velho, donde animarnos con unas ricas migas con bacalhau en A Tia Bia: qué momento, qué placer.

EL BARROCAL: CAMBIAMOS DE PAISAJE

El paisaje verde y frondoso de la Serra do Calderão da paso al del Barrocal, donde toman el relevo campos de cultivo de secano. Allí, al pie de las montañas, se halla Salir, el pueblo más importante del municipio de Loulé, cuyos orígenes, cuentan, se remontan a los celtas.

Fonte Grande, en Alte

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Tras algunas horas más de caminata entre senderos flanqueados por huertas y fincas rurales, se alcanza la Ribeira de Alte. A estas alturas ya hemos notado —los restos de algunas ruedas de molinos a lo largo del paisaje lo delatan— que por aquí el agua adquiere una importancia destacable: no en vano, bajo nuestros pies se halla el mayor acuífero del Algarve.

Alcanzamos la Fonte Grande y la Fonte Pequeña y saltamos sin pudor alguno a sus piscinas naturales: aquí toca darse el chapuzón más divertido del viaje. Una intensa obra de acondicionamiento las ha dotado de merenderos, escaleras y puentes, y su frondosa vegetación las hace perfectas para una jornada en familia. Ojo, por cierto, al pequeño anfiteatro junto a ellas: en ocasiones, se organizan ahí conciertos al aire libre.

Pero el camino continúa tras dar el paseo de turno por Alte y descubrir sus buganvillas aferradas a las fachadas blancas y sus singulares chimeneas. Allá, en la distancia, nos vigila la siempre presente Rocha da Pena, un pico de 479 metros de altura que no pasa inadvertido: tan especial es, que en su entorno se han contabilizado hasta 535 especies de plantas diferentes.

Los siguientes tramos de Via Algarviana atraviesan pueblos como São Bartolomeu de Messines, donde el camino continúa junto a la Ribeira del Arade, que sirvió ya a griegos, romanos y cartagineses que extraían cobre y hierro de esta zona del país. A nosotros, en cambio, nos acompañan naranjos y alcornoques, eucaliptos y huertas frutales, que se mantienen cuando la orografía del paisaje muta y nos hace tirar de glúteos: algunas subidas, ya avisamos, nos harán recordar este momento horas más tarde.

Silves con su imponente castillo, su espléndida catedral y sus peculiares tejados naranjas

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Y llegaremos a Silves, que no tardará en cautivarnos: con su imponente castillo, su espléndida catedral y sus peculiares tejados naranjas, pasear por su casco histórico es uno de esos placeres de la ruta.

SERRA DE MONCHIQUE Y EL APRETÓN FINAL

Y nos embriaga la alegría ante la parte final. Primero, al atravesar campos de cítricos —por algo Silves es conocida como la capital de la naranja—, y después al ascender y descender por colinas con nombre propio, como Carapinha y Romano. Así alcanzamos las antiguas fuentes termales de Fonte Santa, con sus aguas a 23 grados: lo de no darnos el baño de turno será —seamos sinceros—complicado.

Toca ahora subir y subir: la cima del Picota, la segunda más alta del Algarve, espera con sus 593 metros para regalarnos las mejores vistas del viaje. 360º que nos dejan disfrutar, allá a lo lejos, de la costa, y al otro lado, del vecino Alentejo. Después llegarán los frondosos bosques de alcornoques o las ciudades de Monchique, Bensafrim o Barão de São João, con su interesante comunidad de artistas incluida.

Y sí, aquí el ambiente salino ya se siente: la brisa marina ya se nota. En breve habremos alcanzado la meta, el fin de un camino único y sorprendente. Con el ánimo entregado y las emociones a flor de piel, llegamos al Parque Natural del Suroeste Alentejano y la Costa Vicentina, donde espera la hermosa Vila do Bispo y sus innumerables monumentos megalíticos. Entonces aparece el mar, majestuoso, por primera vez ante nosotros.

Llega entonces el último apretón: 17 kilómetros plagados de increíbles vistas y acantilados. El premio se halla en el horizonte: allí está esperándonos el faro de Cabo San Vicente, el punto más occidental de Europa. Nuestro último destino. Un lugar inmejorable para decir adiós —o quizás, hasta luego— a esta hermosa ruta; a esta inigualable experiencia. No podía haber mejor sitio para la despedida.

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Las vistas desde el faro del Cabo de San Vicente, en el extremo occidental del Algarve portugués, son impresionantes.

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