Las Islas Cíes son cosa de dos

Despertar cada mañana con los destellos de las luces bajo los árboles y despedir el día con el atardecer sobre las Islas Cíes es todo lo que queremos hacer.

Navegar hasta las Cíes, acampar y recorrer senderos con estas vistas es... el plan.

Victoria Zarate y Guillermo Arenas.

“¿Queréis correr una aventura?” Esa pregunta con la que increpa Peter Pan a los niños en la novela de J.M. Barrie parece recorrer nuestra mente cuando divisamos por primera vez las Islas Cíes, este archipiélago formado por tres islas (Norte o Monteagudo, Del Medio o do Faro, y Sur o San Martiño) y anclado al borde del Atlántico. Atrás quedan las Rias Baixas, independientemente del puerto donde cojas el barco (Vigo, Cangas o Baiona) que conectan la provincia de Pontevedra con este refugio en la naturaleza.

Simulando El País de Nunca Jamás, surcamos los 14 kilómetros que separan tierra firme a ambos lados de la ría de Vigo con una ristra de ajos en el mástil, para protegernos de los malos augurios que puedan desafiar sus aguas.

Hay que pedir permisos para entrar a las Islas Cíes, también para tu embarcación si es privada.

Victoria Zarate y Guillermo Arenas.

Las mismas aguas que en la Edad Moderna fueron surcadas por corsarios, que usaron la isla como cabeza de asalto, puerto y lugar de descanso. El literario capitán Garfio o piratas de carne y hueso como Francis Drake se agolpan en el imaginario de un lugar que, a pesar del tumulto humano –ahora contenido por la situación provocada por la Covid-19– parece haber parado el reloj en seco.

La bocina de la Vitrasita, ese mote cariñoso con el que los operarios bautizaron a la camioneta que transportaba los tubos de acetileno hasta los faros en los años setenta, aún resuena entre el movimiento de las olas, que arrastra cada verano a más de 200 mil visitantes hasta su costa.

No te cansas de contemplar las aguas cristalinas y el color de la piedra de este paraíso natural.

Victoria Zarate y Guillermo Arenas.

Declaradas parque natural en 1980 tras el agudo deterioro provocado por la actividad turística, comparten con sus primas lejanas en la misma reserva de las Islas Atlánticas de Galicia (Ons, Sálvora y Cortegada) esa fachada indomable, a pesar del daño irreparable que provocó el petrolero Prestige a su ecosistema.

Paciente y regio aguarda el Alto das Cíes, el pico más alto del archipiélago que corona la isla septentrional bautizada sabiamente como Monteagudo. Unida a la Isla do Faro por la célebre media luna de arena de Rodas, el broche final lo pone al sur la más pequeña de todas, San Martiño. Cuando sube la marea, se corta el cordón natural entre las dos mayores, hinchando la albufera que se forma entre el arenal y las rocas.

Cualquiera de los rincones de estas islas son instagrameables.

Victoria Zarate y Guillermo Arenas.

El rostro abrupto del archipiélago desvela un pasado como cumbre de las sierras costeras que quedaron sepultadas bajo el mar, arañado por acantilados colmados de mejillones y percebes. Sobre llano, un manto de arena fina y agua gélida reta a sacar pecho a los más valientes.

Ese aspecto de chico duro se intensifica con bosques anclados en las mismas dunas, cuyos árboles se dejan atrapar por enredaderas y **una moqueta natural de helechos que contiene los vientos feroces del Atlántico. **

Una paleta de verdes infinitos que solía oler a eucalipto tras su repoblación en los años ochenta y que interrumpe la implacable toxo, una planta con miles de semillas que espera a germinar hasta 70 años.

Sus flores colorean de amarillo los montes de las islas junto a la xesta, un arbusto al que se atribuyen propiedades mágicas. Cuenta la leyenda que si prendes cuando caiga el sol cada 30 de abril una ramita de sus flores sobre la ventana podrás atraer la buena suerte o sortear un mal de ojo.

Despertar con estas vistas cada día es todo lo que queremos hacer.

Victoria Zarate y Guillermo Arenas.

La escasez de lluvias (si lo comparamos con el resto de tierras gallegas) y las temperaturas primaverales que experimentan durante el estío invitan a sacar ese senderista que llevamos dentro y recorrerlas a pie con esmero. Algunos son los senderos que transitaron los carabineiros do Reino en los años veinte para controlar el contrabando marítimo, y que ahora acumula aficionados a la ornitología para avistar la colonia de gaviotas patiamarillas más grande del mundo.

La Ruta del Alto del Príncipe, con unos tres kilómetros de fácil recorrido, es un buen lugar para admirarlas y ser partícipe de sus graznidos. Esta senda hacia lo alto del Monte Agudo obsequia desde el mirador natural conocido como la Silla de la Reina con una panorámica de las islas que corta el aliento.

Las sendas que llevan hacia lo alto del Monte Agudo no decepcionan.

Victoria Zarate y Guillermo Arenas.

El festín de luces que experimenta al atardecer la Pedra da Campá bien merece una subida al Monte do Faro, una ruta más larga que surca las islas mayores para observar cómo los rayos de sol perforan esta roca erosionada por el viento y las gotas marinas. Erizos, salamandras y escarabajos ejercen de compañeros improvisados por los caminos de bajada, que nos conducen a sus playas donde practicar esnórquel y nadar entre pulpos y bosques de algas pardas. O simplemente tomar el sol y rescatar conchas, abundantes y con llamativos colores entre la arena de Bolos.

Además de la mediática y omnipresente playa de Rodas, que alberga el muelle y una antigua fábrica de salazón reconvertida en uno de los pocos restaurantes que sustenta la zona, hay mucha orilla que descubrir. En la playa Figueiras, elegida la segunda más bonita de España por los lectores de Traveler, todo son puntos a favor: puedes desnudarte en su arena grisácea si quieres y cuenta con zonas de sombra para resguardarte cuando apriete el sol. Si preferimos esa soledad que solo da una playa desierta, bien merece andar un poco y acercarse hasta las calas Cantareira o Margaridas, esta última protegida por las rocas del mar.

¿Alguna mejor manera de pasar el tiempo?

Victoria Zarate y Guillermo Arenas.

La imaginación coge velocidad de crucero cuando deambulamos por la huella histórica de las islas. Las escasas marcas de canteros y fustes del antiguo monasterio de San Esteban del siglo XI siguen en pie, junto apenas unos sillares sobre los que se asentó un almacén de artillería y el actual centro de visitantes.

Restaurado recientemente, el cementerio local se mantiene desde 1927, construido para enterrar en camposanto a los vecinos y náufragos que anteriormente se sepultaban bajo las dunas.

De camino al faro del Monte del Faro, el más antiguo de las Cíes.

Victoria Zarate y Guillermo Arenas.

Los restos de un molino hidr��ulico y un templete de 1930 en San Martiño dan muestras de su pasado como lugar habitado. Sin olvidar los faros, claro, indispensables en cualquier cuento de aventuras. Una pequeña mochila, calzado cómodo y un tentempié de la Bocatería Begoña bastarán para emprender esta travesía entre curvas en ascenso hasta el Faro de Cíes, el más longevo de todos.

Desde 1853 alumbra a los barcos que se aproximan, primero con lámpara de aceite y después incorporando el gas de acetileno como carburante. Níveo y más pequeño, el Faro do Peito que guía desde 1904 en la isla de Monteagudo, acompañado de un observatorio de aves y donde divisar la agreste Costa da Vela en la península do Morrazo.

Aquí podrás probar algunos de los grandes clásicos de la gastronomía gallega.

Victoria Zarate y Guillermo Arenas.

Una antigua cetárea en la laguna abastecía de ostras y langostas hasta principios del siglo XX, ahora copada por mantos de juncos. Sus aguas son el refugio de centollas, sargos y doradas, a plena luz del día visibles si te detienes paciente a observarlos. Pero la islas no enmudecen cuando llega la noche.

Si optas por quedarte a dormir (en tu propia tienda de campaña o en las que ofrece el cámping del parque) verás que el sosiego nocturno se trunca por un caparazón de estrellas y puestas de luna, de las que solo podemos ser testigos gracias a la escasa contaminación lumínica de un cielo como este. Ya en el saco de dormir, con este salvapantallas de fondo y los prismáticos a buen recaudo, admitimos el desenlace: nos hemos contagiado por el síndrome de Peter Pan que parece mecer a toda la isla.

SUSCRÍBETE AQUÍ a nuestra newsletter y recibe todas las novedades de Condé Nast Traveler #YoSoyTraveler

Citas para enamorarse de Galicia

Ver galería: Galicia salvaje: recorremos su belleza natural