Advertisement

SKIP ADVERTISEMENT

Modern Love

No sabíamos que era la última vez

Mi hija y yo vimos un libro juntas, posamos para una foto y después se fue. Para siempre.

An illustration of a woman kneeling on a beach holding a conch shell to her ear.
Credit...Brian Rea

El pasado diciembre, un par de semanas antes de Navidad, olvidé la botella de agua en el gimnasio. Mientras volvíamos a casa, mi marido me dijo: “¿Quieres volver?”.

“No”, le dije. “La recogeré mañana”. Pero estaba enfadada con Eric por no darse la vuelta. Un minuto después, estaba llorando.

“Voy a volver”, dijo.

“¡No!”, respondí. Porque mi ansiedad no era por la botella de agua. Era por el hecho de que nuestra hija había muerto, y algunos días simplemente no podía soportar más pérdidas.

Más temprano, al salir del gimnasio, habíamos visto a una joven de extremidades largas y cabello despeinado que parecía tener unos 25 años, como nuestra hija, Kiki.

“Esa chica me recuerda a Kiki”, comentó Eric.

Yo la había visto en el gimnasio, me había fijado en cómo intentaba hacer funcionar una caminadora estropeada antes de levantar las manos y poner una cara frustrada pero simpática, como riéndose para sus adentros. Algo que habría hecho Kiki.

Y luego, en el estacionamiento del gimnasio, un recuerdo de mi antigua vida: la sensación de recoger a mi hija en algún sitio, verla caminar hacia el auto, anticipar el momento en que subiría: el olor de su cabello, el sonido de su voz. Podía tocarla entonces, poner mi mano en su brazo, sentir su camiseta suave. Habría cosas que contar, cosas de las que reírse. Ir juntas a algún sitio.

Yo era la madre de una joven de 25 años. Solía tener una persona joven que me quería, que me pertenecía, que me conectaba con el mundo de los jóvenes. No es que no conozca a otros jóvenes, pero la mía ya no está aquí, la perdí de repente a causa de una crisis anafiláctica provocada por una reacción alérgica.

Mi joven, la que sacaba la mano para impedirme cruzar con el semáforo en rojo cuando caminábamos por la ciudad. La que llevaba mi nombre tatuado en forma de corazón en la parte interior del codo. La que me traía información del país de los jóvenes, un lugar por el que siento una curiosidad infinita pero que no puedo visitar por mi cuenta.

Llamé al gimnasio desde el auto. La mujer que me atendió fue amable y servicial, y me dejó en espera mientras buscaba mi botella en el baño, donde yo creía haberla dejado. Cuando volvió y me dijo que no estaba, parecía enfadada. Fue entonces cuando me di cuenta de que la botella estaba junto a la puerta del vestíbulo. Pero ella ya no estaba interesada en ayudar, y yo colgué cansada.

Más tarde, en casa, vi una foto en mi teléfono del 12 de diciembre de 2022, exactamente un año antes: Kiki en el sofá con ropa deportiva, con el cabello recogido en una cola de caballo, sonriéndome. Una caja de cartón con adornos en el suelo a su lado, nuestro mantel con elfos y bastones de caramelo sobre el reposabrazos junto a su cabeza. Habíamos estado riéndonos de que la Navidad es un trabajo duro, toda esa decoración, y de que necesitábamos comer y descansar, y hacer palanquetas de nueces pecanas y ver algunos episodios viejos de Cambiemos esposas.

Eric no estaba. Kiki había venido a pasar la noche a nuestra casa de Keene, New Hampshire, desde la suya de Northampton, Massachusetts, para armar el árbol conmigo. Y ahora esto era todo lo que tenía: una foto de ella en el sofá, y otra, del árbol terminado.

A menudo no podemos saber cuándo es la última vez. Debe de haber una última vez que jugué al tenis con mi padre, una última salida al cine con mi madre, antes de perderlos a ambos por la demencia. Una última cena con mi amiga Julie antes de que su diagnóstico de cáncer lo cambiara todo, nuestras hijas aún pequeñas, las cuatro riéndonos alrededor de la mesa cuando pensábamos que teníamos tanto tiempo.

No estaba prestando atención entonces; no creía que lo necesitara.

La última vez que estuve con Kiki fue el día después de Navidad, cuando se preparaba para volver a casa. Yo había puesto un libro de arte en la mesita para que lo viéramos juntas, uno que había comprado meses antes, sabiendo que a ella le encantaría. Teníamos el mismo gusto y podíamos amar las cosas de la misma manera; no me pasaba con nadie más.

“Veámoslo ahora, antes de que te vayas”, le dije.

Nos sentamos en el sofá con el libro entre las dos, pasando las páginas y hablando de cada foto, riéndonos como lo haces cuando sabes que la otra persona ve algo exactamente igual, cuando ve por qué es divertido y triste al mismo tiempo.

Sentí ecos de las miles de veces que habíamos hecho esto desde que ella era bebé. Durante los años de crecimiento, con una pila de libros de la biblioteca en la mesita, leyendo y hablando. Y cuando creció, seguimos mirando libros juntas: fotos, arte, recetas. Tantas horas juntas, con nuestros cuerpos en contacto.

Hay una última foto de ese fin de semana. Yo había dicho: “Tomemos más fotos esta vez, porque siempre se me olvida tomar fotos hasta que es demasiado tarde”. Lo cual era cierto. Ella salía corriendo y yo no quería retrasarla.

Ese día ella no tenía prisa y le dije: “Espera, vamos a tomarnos una foto tú y yo”.

En la última foto estamos en la cocina, abrazadas, y un rayo de luz del techo atraviesa la imagen. Mi amigo señala que en realidad es una foto de los tres, porque Eric está detrás de la cámara y nuestras sonrisas son para él. Nos estábamos riendo de algo que dijo. Fue un buen día.

Ahora él y yo estamos batallando. Por fuera, quizá parece que lo estamos haciendo bien. No es que nadie nos esté mirando, porque estos días estamos viajando. En diciembre, estábamos lejos de casa, acampados en nuestra casa rodante en Gulf Shores, Alabama, donde nadie nos conocía. Lo habíamos planeado así. En un campamento no se celebra una Navidad tradicional, así que quizá no dolería tanto.

Ahora Eric y yo somos muy cuidadosos el uno con el otro. Sentimos la fragilidad del otro, cómo estamos a punto de hacernos añicos. Pero no podemos derrumbarnos al mismo tiempo, o no habrá nada que nos sostenga. Así que nos turnamos.

Todos esos años deseando que él se fijara más en mí, que me preguntara por mí, y ahora eso es lo que hacemos, cuidarnos el uno al otro. Nuestros días se componen de pequeñas bondades: él me trae café a la cama, me pregunta por mis sueños, instala un timbre nuevo en mi bicicleta. A veces estamos jugando al Scrabble y se da cuenta de mi expresión, me pregunta si estoy triste y en qué estoy pensando antes de que yo me dé cuenta de que estoy pensando en ella.

Ya no lloramos en público, o no a menudo. Pero diciembre es un campo minado. Me encuentro enfadada y disgustada, llorando por nada. Aunque no es por nada. Es la única cosa. Lo que no tiene arreglo.

¿Entonces qué hago? Salgo a la playa, dejo que el viento me despeje para poder hablar con Kiki. Camino por la orilla del golfo de México. Aquí dicen que la arena es arena de azúcar: es de un blanco casi puro y, si la miras con un microscopio, ves granos individuales de cuarzo lechoso desgastados en óvalos. La arena en polvo es tan fina que chirría a cada paso cuando se hunden los talones desnudos.

Me encanta ese chirrido. Aquí ha hecho mucho más frío de lo que esperaba, y también viento, pero eso significa que la playa está casi vacía, salvo por un pescador que viene todos los días. Una gran garza azul está siempre a su lado como un perro. El pájaro espera por pescado gratis, pero me gusta imaginar que el hombre y el pájaro tienen una relación.

Si Kiki los viera, diría que sí, que por supuesto son amigos, y esa garza es como Ojos saltones, uno de nuestros pollos amarillos gordos, uno de los más listos, que solía venir corriendo cuando veía a Kiki, saltaba en el aire para arrancarle una papa frita de la mano, se posaba a descansar en su regazo.

Al pasar, le digo a Kiki: “Viste esa garza, ¿verdad?”.

Ahora hablo alto, para que me oiga por encima del rugido de las olas y el viento. Le digo que la escucharé por si quiere enviarme un mensaje. Me permito recordar que debo prestar atención. Un mensaje puede ser un pájaro, una brisa o una concha. Un mensaje puede ser cualquier cosa.

Tina Hedin es una escritora de New Hampshire. Es autora del Substack Letters From Turkey Town

Encuentra más ensayos de la sección Modern Love en nuestro archivo.

¿Buscas más de Modern Love? Puedes ver la serie de televisión; registrarte para recibir el boletín en inglés o escuchar el pódcast en iTunes, Spotify o Google Play.

También tenemos artículos promocionales en la tienda NYT y dos libros, Modern Love: Historias reales de amor, pérdida y reconciliación y Tiny Love Stories: True Tales of Love in 100 Words or Less.


Advertisement

SKIP ADVERTISEMENT