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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

Medellín es la capital del vallenato llorón

Ómar Geles, Rafael Orozco, Nelson Velásquez y otros grabaron sus discos en la ciudad. Han pasado 30 años y ese controvertido vallenato sigue sonando en bares, taxis y esquinas.

POR: MIGUEL OSORIO MONTOYA | Publicado

El documental La Sierra retrata las guerras intestinas de la Medellín de los 2000. Eran los tiempos del Bloque Metro, de las balaceras, del terror. Pese a eso, los niños aparecen saltando la cuerda, los hombres jugando a las cartas y las mujeres palpando un aguacate para el almuerzo. El documental comienza con una toma de la ciudad enclavada al fondo del valle, mientras arriba, en la montaña, suena un vallenato de Jorge Celedón: ¡Ay, vida mía!, ¡ay, ombeeee!

En el minuto cincuenta, muchos muertos después, en La Sierra detienen la guerra y se divierten bailando, en una baldosa, cara contra cara. Es un baile casi estático en el que el hombre sujeta a la mujer por la cintura, y se balancea sin levantar los pies. Está bien, mi amor. Si se acabó, ¡qué importa! Más no te voy a rogar, dice la canción; las parejas se amasijan, meciéndose, y de nuevo, recóndito, venido de otras tierras, el grito: ¡Ay, ombeeeee!

Eran otros tiempos, cuando el reguetón apenas se insinuaba por estos lados. Medellín se había convertido desde comienzos de los 90 en la capital del vallenato romántico, llamado despectivamente llorón, cachón o “lloraculo”. Su auge duró unos tres lustros, entre 1990 y 2005, cuando se vino a menos gracias al ascenso de la Nueva Ola y la aparición de otros géneros. Hoy se siguen escuchando las canciones de esa época, casi todas relatos de desventuras amorosas, pero ninguna grabada recientemente ha tenido buena aceptación.

Las raíces del fenómeno se hunden en la década del 80. En 1985, después de muchos éxitos grabados y varias desavenencias, Codiscos —con sede en Medellín— no renovó contrato con el Binomio de Oro de Rafael Orozco, una de las agrupaciones más exitosas de la música vallenata. El gerente de la disquera, Rafael Mejía—la historia la cuenta el musicólogo Hernán Darío Usquiano—, mandó a buscar un reemplazo en Valledupar. Unos días después llegaron dos muchachos desconocidos, con un acordeón. Uno se llamaba Miguel Morales, cantante y a la sazón empleado de un hotel; el otro, Ómar Geles, compositor y acordeonero. Los dos muchachos conformaron Los diablitos e impusieron un vallenato diferente, con letras románticas y compases más lentos.

Dos años después, también en Medellín, y para hacer competencia al éxito de Los diablitos, Discos Fuentes creó Los chiches del vallenato, con Amín Martínez como cantante. Por esos mismos tiempos, Codiscos firmó con Otto Serge y Rafael Ricardo. Aunque esta agrupación no suele incluirse dentro del llamado vallenato llorón, sus canciones eran interpretadas con un acordeón de teclas, tipo lira, que da unos tonos diferentes al diatónico. Serge y Ricardo fueron rechazados en Valledupar y la provincia, pero bien acogidos en el interior, particularmente en Medellín.

El vallenato de índole romántica siguió ganando popularidad en los 90. Miguel Morales salió de Los diablitos en el 92, entonces Ómar Geles le dio entrada a Jesús Manuel Estrada, quien grabó varios éxitos con la agrupación. Después de eso se unió al conjunto Álex Manga y en 1996, también en Medellín, y bajo la dirección de Iván Calderón, se crearon Los gigantes del vallenato.

Calderón es considerado el “embajador del vallenato romántico en Medellín”. Antes de fundar su grupo pasó por Los diablitos y le produjo en 1995 el álbum Orquídeas Vallenatas a Nelson Velásquez, quien empezaba a descollar en el género. Calderón llegó de Urabá, una tierra ajena a la esencia vallenata tradicional, pero logró imponer un estilo en el que el acordeón perdió importancia y la caja quedó reducida a su mínima expresión. Los gigantes marcaron una época de éxitos y de canciones edulcoradas en las que el verbo “llorar” aparece con frecuencia.

Para esos tiempos, las disqueras paisas Codiscos, Fuentes y Orquídeas se peleaban por firmar con los artistas más pegados de la ola romántica. Dice Juan Camilo Sanguino, productor musical del ITM, que el problema judicial de Diomedes en 1997 provocó un vacío en la música vallenata, que quedó sin rey, y eso ayudó a que la llamada ola llorona conquistara el mercado casi en su totalidad.

Además de la industria, el éxito de esta música tiene otras explicaciones. El vallenato tradicional también habla de amores y desventuras, pero lo hace de una manera provinciana y rural; cuenta la historia de un hombre enamorado que va a cruzar el río Cesar crecido, porque no hay río que detenga a un enamorado, o trae el relato de la pareja que se acuesta sobre las playas del río Badillo y mira al turpial haciendo su nido. Las cosechas, la Sierra Nevada y los pueblos son protagonistas de los cantos.

El vallenato romántico se despoja de esas referencias rurales y geográficas. Claro, Colombia en los 90 era un país urbano y el mercado apuntaba a las ciudades. La investigadora Marina Quintero, la voz más autorizada del vallenato en Antioquia, dice que se trató de “sacar las canciones del corral”. Qué importaba para los oyentes antioqueños o tolimenses cómo se encierran las vacas en una tierra lejana o cómo es la Vela de Marquesote o en qué dirección corren las aguas de La Malena. No, en vez de eso, el vallenato romántico prioriza el reencuentro de una expareja en una ciudad, después de muchos años de no verse, durante una tarde gris en la que se desgaja un aguacero, y dice: “La lluvia de la tarde nos encontró a los dos llorando”.

Los puristas como Marina Quintero dicen que el vallenato romántico, o llorón, no es siquiera vallenato: “Se hizo popular porque le quitaron todos los elementos tradicionales para que se pudiera vender”. En 100 años de vallenato, libro canónico de Daniel Samper Pizano y Pilar Tafur, hay un comentario categórico al respecto: “Al mismo tiempo, y bajo el impulso del vallenato comercial, el género ha sido refugio de composiciones lloronas y carentes de imaginación, repletas de lugares comunes y palabras vacuas”.

Al margen de esa discusión, en la que se podría discurrir eternamente, el vallenato romántico sigue siendo el más escuchado en Medellín. Desde Valledupar habla por teléfono Gaby Arregocés, compositor al que le han grabado canciones El Binomio de Oro de América, Hébert Vargas y Felipe Peláez. Gaby es el creador de La Casa del Compositor, un museo único en su tipo, interactivo, que cuenta la historia de los compositores vallenatos, desde los juglares decimonónicos a los escritores urbanos de hoy.

Gaby recuerda que en los 90 los compositores se dieron cuenta de que las canciones románticas vendían más y generaban más regalías: “Muchos se fueron por esa ola romántica porque era más comercial. Medellín acogió ese vallenato como su casa, mientras que acá en la costa era rechazado y despreciado”.

Gaby vino a Medellín hace unos años y se presentó en la Feria de las Flores. Cantó varias canciones que el público acogió con gusto, pero se sorprendió cuando interpretó las románticas, de despecho: “Erda, se apropiaban de esas canciones cantando con el alma, llorando”. Contrario a Quintero, Gaby alega que el vallenato llorón es “profundo” y “diciente”.

Es probable que las letras sensibleras calaran en Medellín por la tradición de la ciudad, acostumbrada a canciones románticas y de despecho que abundan en el bolero o las rancheras. Además de las letras, este vallenato relegó al acordeón y la caja, pilares de la música tradicional, y le dio protagonismo a las guitarras eléctricas, el bajo y los teclados. No he podido ser feliz, compuesta por Tico Mercado y grabada por Los Gigantes, comienza con un solo de guitarra eléctrica, cosa que pone los pelos de punta de los puristas, pero que anima al público antioqueño a empinar la copa. Después la letra, en voz de Hebert Vargas, da la estocada final: “No será la última vez que vean mis ojos y estén llorando”.

Como hemos dicho, el vallenato llorón se agotó y declinó con el ascenso del reguetón y la nueva ola impulsada por Kaleth Morales, pero es difícil subirse a un taxi en Medellín y no escuchar las voces agudas, casi andróginas, de este género; o caminar por un barrio popular sin oír “la carraca”, como lo llama el narrador de La virgen de los sicarios.

Humberto Pinzón, el dueño del Cacique Bar, el sitio de vallenato más grande en Medellín, cuenta que los cantantes más pedidos, además de Diomedes, son Miguel Morales, Nelson Velásquez, Hébert Vargas: “A veces les ponemos (a los clientes) un nueva ola para que se levanten y se animen, pero la gente vive feliz escuchando el vallenato romántico, el llorón”.

Tal vez esta ciudad haya cambiado mucho desde inicios de los 2000, cuando un documental sobre la guerra urbana se amenizaba con una canción de Jorge Celedón; ahora el telón de fondo sería quizá un reguetón. Aún así, Medellín sigue siendo la capital del vallenato sensiblero, cachón, llorón, o como lo quieran llamar.

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