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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

El intelectual inconforme

En el año del centenario del nacimiento de Jorge Gaitán Durán, el intelectual que lideró la legendaria revista Mito, una reflexión sobre su idea del conformismo como un tipo de complicidad, característica dominante de la intelectualidad nacional del siglo XX.

Jorge Giraldo Ramírez* | Publicado

Dijo Álvaro Mutis, en 1963 ante un auditorio mexicano, que Jorge Zalamea y Jorge Gaitán Durán “han sido las únicas voces ariscas, indomeñadas e infatigables” de las letras colombianas de sus respectivas generaciones, caracterizadas estas por “el conformismo cándido y la temprana abulia”. La lista podría ampliarse un poco, aunque no falta quien descalifique esos nombres imprescindibles. Gaitán Durán había perecido unos meses antes en un accidente aéreo, cuando regresaba a Colombia después de cumplir apenas 38 años de edad —había nacido en Pamplona, Norte de Santander, un 12 de febrero de 1924, hace cien años—. Mutis encontraba en ellos voces que rompían la “unanimidad doméstica” y servil edificada por la llamada generación del Centenario.

Gaitán se había hecho conocer en los círculos literarios con un poemario —Insistencia en la tristeza, 1947— sorprendente por la calidad de algunos de sus versos y, ante todo, por la relativa precocidad del autor. Después lo cubrió un marginamiento silencioso que él, con toda razón, atribuyó a su papel de agitador durante el 9 de abril en la célebre toma de la Radiodifusora Nacional, en la que también participó Zalamea. Pero el joven rebelde tenía los medios y la voluntad para no someterse: “no pueden asediarme económicamente, no pueden aniquilarme éticamente, no pueden impedirme que escriba”, se lee en la introducción a La revolución invisible. Una declaración altisonante pues el poder siempre puede y si no lo hace es por alguno de sus arcanos; pero el caso es que se salió con la suya.

Heredero de una fortuna considerable y dueño de una erudición orientada, fundó y financió la revista Mito en el preciso momento en que la dictadura militar se endurecía bajo las enseñas de Cristo y de Bolívar. No hay duda de que la revista —que se publicó entre 1955 y 1962— fue su gran aporte a la formación del pensamiento colombiano. En su momento, en Puertas al campo, dijo de ella Octavio Paz que era una publicación “valerosa y valiosa” y de su fundador que se trataba de “uno de los espíritus más despiertos y originales de la nueva literatura hispanoamericana, partidario del riesgo intelectual”.

Su prosa diversa y urgida queda como testimonio de una época, del carácter refractario de la sociedad colombiana del segundo tercio del siglo pasado, de la regularidad con la cual las ideas de transformación —incluidas las más moderadas— chocan contra lo que Mutis llamó el “andamiaje oficial” y de la triste vigencia de algunos diagnósticos efectuados hace más de medio siglo, como lo constató hace poco Juan Gabriel Vásquez en su columna para El País de Madrid (“Notas sobre una muerte prematura”, 6 de abril). Y, además, deja entrever el potencial truncado de una reflexión que se anuncia en aforismos y enunciados, en especial en su Diario, y promesas de escritos más reposados y hondos. Entre estas últimas se encuentra la de un ensayo del que afirmó en 1956 estar preparando, cuyo título sería De la complicidad y del que no hay rastro conocido.

Diez años antes de que Hannah Arendt presentara su tesis sobre la banalidad del mal, Gaitán Durán había afirmado, el 2 de febrero de 1952: “Desde Hiroshima, el hombre ha avanzado demasiado en la vía de la complicidad, de la aceptación del mal en el mundo”. En consonancia con esta afirmación, la visión programática con la que se creó Mito incluyó el propósito, de claro cuño kantiano, que decía: “Nuestra única intransigencia consistirá en no aceptar nada que atente contra la condición humana”. Una posición como estas molestaba a los conservadores y enardecía a los radicales.

Amén de otras afirmaciones enigmáticas sobre la complicidad, cabe decir que una preocupación constante en el Diario y en La revolución invisible es el conformismo; o, dicho de forma más precisa, el conformismo como un tipo de complicidad. Halla en todo lugar un conformismo generalizado en el mundo de la segunda posguerra mundial; le parece evidente en la Unión Soviética y Europa occidental y da cuenta de algunos ejemplos en el mundo anglosajón, ámbito cultural que le resultaba lejano.

Por supuesto, esta inquietud no proviene de observar la resignación de los ciudadanos comunes y corrientes sino de la postura de los intelectuales. Un acercamiento a una definición del conformismo es el que esboza durante su visita a Moscú en 1952, pero aplicable a toda latitud: el conformismo es el punto de vista de que la realidad social existente y su devenir previsto debe aceptarse como la única posible. Se trataría de la renuncia a la alternativa, a la inflexión, al quiebre profundo que a veces se requiere y, en todo caso, del consentimiento prestado a una dirección heterónoma, ajena al protagonismo ciudadano en la orientación del destino de la sociedad.

El mundo de las ideas de mediados del siglo veinte está atrapado por la fe y la técnica. La creencia cuasi-religiosa en las doctrinas políticas dominantes y en sus agentes, la entronización del dominio técnico y el creciente predominio de la instrucción como remplazo espurio del proyecto educativo ilustrado, se convirtieron para él en los opuestos negativos de todo ideario humanista. En el trasfondo palpita el ideal de la libertad: “Para mí la libertad [es] una necesidad humana que hay que defender cotidianamente”, dice en La revolución invisible.

El panorama de la inteligencia colombiana en la década de 1950 le parece peor aún. La explicación más evidente está en el estado de penuria de las entidades educativas y culturales y en el exilio forzado de las mentes más despiertas del país después del cierre del congreso, el autoritarismo del gobierno de Laureano Gómez y la agudización de la violencia política. Afirmó que el país carecía de una masa crítica de pensadores que contribuyeran a la comprensión de los problemas colombianos. Sesenta años después otro intelectual con afinidades diferentes —Malcolm Deas en su ensayo Los colombianos— dijo lo mismo, que “las universidades colombianas a principios de los sesenta del siglo pasado fueron muy débiles en las ciencias sociales y en la historia profesional, hasta un grado difícil de imaginar por las siguientes generaciones”.

Gaitán Durán no se dejó engañar por la creciente calificación profesional de la burocracia oficial y de la gerencia en el país, proceso que no cesó —y no tenía por qué cesar— durante la década dictatorial. Una cosa son “las inteligencias insulares de los técnicos” cuya misión es “manipular conceptos con el objeto de conseguir algo práctico” y otra muy distinta es la presencia de una élite intelectual que llene “con razón, con lucidez, con cultura los vacíos” que dejan los especialistas.

En consecuencia con esta convicción creía que la reforma de la sociedad colombiana pasaba menos por la educación, en el sentido tradicional e institucional del concepto, que por “una transformación radical de nuestra mentalidad y de las concepciones que han regido su desenvolvimiento”, de nuevo en La revolución invisible. Lo que vio durante La Violencia le indicaba que además de ciertos rasgos de la política y la economía nacional, existían factores culturales que era necesario escrutar e intervenir.

Para él, toda postura auténtica del intelectual entraña esa especie de infierno que conlleva el dilema interno, la duda sistemática, la distancia respecto al fragor de la polémica pública y la acción colectiva; todo esto sin contar la reacción de los pares y de las instituciones. Pero no por ello debe pensarse que la actividad intelectual sea heroica puesto que el “desacuerdo con el presente”, incesante, es “su única manera de ser hombre”; ese es su deber y no existe heroísmo en su cumplimiento, anotó en su Diario.

La inconformidad de Gaitán se expresaba contra los prejuicios y los dogmas, contra la autoridad irrazonable. Pero se oponía a la conflictividad estéril y divisiva. Uno de los motivos por las cuales ha sido criticado hasta hoy desde las esquinas radicales es su idea de que Colombia necesita amplios acuerdos sociales para avanzar en el proceso modernizador e ilustrado. Tal y como lo señaló en el programa de Mito, que apareció como editorial del primer número: “No es anticonformista el que reniega de todo, sino el que se niega a interrumpir su diálogo con el hombre. Pretendemos hablar y discutir con gentes de todas las opiniones y de todas las creencias. Esta será nuestra libertad”.

*Doctor en filosofía y profesor emérito de la Universidad Eafit. Su próximo libro es Los colombianos (Editorial Eafit, 2024).

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