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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

Directores sinfónicos: un milagro montañero

En los últimos años directores paisas han conquistado puestos importantes en el circuito mundial de la música clásica. Aquí se explican las razones de esa primavera.

POR: ÁNGEL CASTAÑO GUZMÁN | Publicado

Primer movimiento.

Una hora antes del concierto Cantos de la noche, el director sinfónico Jaime Barrera está sentado fuera del bloque 30 —edificio de música de Eafit—. Este es su quinto o sexto concierto, la cuenta se le enreda en la memoria. Durante la entrevista poco mueve las manos, responde despacio las preguntas, con una madurez precoz. Por sus facciones no pasa sombra alguna de temor escénico. Revisa la partitura del trozo del concierto a su cargo —en la velada subirán al podio dos compañeros suyos y el maestro Alejandro Posada— y en ocasiones sigue con la mirada el tránsito de estudiantes emperifollados, que llevan en la espalda los estuches de un violonchelo. A pesar de la reciente lluvia y de ser casi las siete de la noche, el rumor de colmena –cotilleos, gente que viene y va– acompaña nuestro diálogo. Su carrera musical comenzó pronto en la banda sinfónica de Ciudad Bolívar, un municipio del suroriente antioqueño, ubicado a poco más de cien kilómetros de Medellín. Ahora está en los finales del sexto semestre del pregrado de música con énfasis en dirección. Abre la partitura, me muestra la música congelada en el papel.

—¿Qué significan esa “F” en rojo y esa “P” en azul? —.

—La “F” es “forte” y la “P” es “pianísimo”. Escribir con esos colores es una recomendación del maestro Posada.

Jaime es el tercero de cinco hijos de una familia con inclinación artística; un tío de su mamá es el director de la banda sinfónica del municipio; su padre es un barítono con experiencia en los coros de la parroquia del pueblo; sus hermanos mayores también recibieron formación musical, aunque luego sus caminos profesionales hayan sido otros. Un esbozo de sonrisa se le dibuja cuando recuerda sus años en la escuela musical y su paso por las bandas infantil y juvenil, en las que tocó las percusiones. Con sus matices, el relato vital de Jaime es similar a los de las estrellas del panorama colombiano de la dirección de la música clásica. A fuerza de ganarse premios internacionales y de dirigir en los escenarios de Europa, estos directores han despertado la curiosidad de la prensa y de programadores de teatros colombianos y extranjeros.

El primer lucero de esta constelación es Andrés Orozco Estrada, un violinista nacido a finales de los setenta en Medellín, que con soltura de pez en el agua se mueve en los escenarios míticos de la música clásica. Hacer la lista de las orquestas dirigidas por Orozco Estrada se asemeja al trazo de un mapa de las principales ciudades de Europa y Estados Unidos: al movimiento de su batuta han estado atentas la Filarmónica de Viena, la Filarmónica de Berlín, la Orquesta Estatal Sajona de Dresde, la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig, la Orquesta Real del Concertgebouw, la Orquesta de la Academia Nacional de Santa Cecilia y la Orquesta Nacional de Francia, las orquestas de Filadelfia y de Chicago.

En los últimos años, el universo de los directores sinfónicos antioqueños ha seguido la lógica expansiva del Big Bang, incluyendo nombres del peso de Juan Pablo Valencia (ganador del 1er Concurso Internacional de Dirección Ferit Tüzün), Ana María Patiño (finalista del concurso de dirección orquestal Malko), Tatiana Pérez (directora asistente del Estudio Polifónico de Medellín) Juan Daniel Montoya (Bastón de Oro en el Concurso Internacional de Dirección 3.0), Andrés Felipe Jaime (Doctor en Dirección de Orquesta de la University of Miami) y Andrés Felipe Lopera (director artístico de la Orquesta de Richmond, Estados Unidos). Todos ellos comenzaron a entrenar el oído y los dedos en los tiempos de la infancia, algo nada asombroso. Al fin y al cabo la historia de la música clásica es una antología de niños genios —Mozart es el símbolo de eso—. En esta disciplina el pentagrama y el solfeo se aprenden rápido, de lo contrario el camino será cuesta arriba, casi imposible.

No obstante, hay otro elemento común en estos casos, que llama la atención de académicos, gestores culturales y la prensa. Se trata ni más ni menos de la consolidación de un sistema cultural favorable para el surgimiento de talentos musicales en Antioquia. Coinciden docentes y músicos en indicar que la cosecha actual de directores e intérpretes de primer nivel se explica, entre otras razones, por el impacto de proyectos gubernamentales y privados de la naturaleza de la Red de Escuelas de Música, un proyecto creado en 1996 por la Alcaldía de Medellín, y de Iberacademy, una entidad fundada en 2016 por Alejandro Posada. Sumado a esto, las universidades de la ciudad —Eafit, Universidad de Antioquia y Bellas Artes— incluyen en su oferta académica pregrados en música en el que los interesados se pueden decantar por la batuta, la composición o un instrumento en particular. En consecuencia, estos proyectos culturales y educativos permiten que los directores del presente tengan muy rápido una formación en sintonía con el mundo, a diferencia de sus antecesores. Por ejemplo, en febrero, Jaime viajó a Chile para asistir durante una semana a las clases del maestro Ricardo Castro. Sin título profesional, ya tiene millas internacionales a favor.

—¿Cómo ensaya un director de orquesta?

—Trabajamos en el piano. También cantamos la partitura, pero el piano es muy importante.

El director de la orquesta no está obligado a tocar todos los instrumentos, pero sí debe conocer la sonoridad de cada uno. Para facilitarse el trabajo, muchos directores sinfónicos son buenos pianistas; por su amplitud de registro, el piano es una metáfora de la orquesta. En él hay posibilidades sonoras que lo hacen una herramienta adecuada para el entrenamiento de los aprendices de dirección y, una vez ya están al frente de una orquesta, un auxilio para estudiar la obra antes de llevarla al resto de los músicos. El otro adminiculo relacionado con este oficio —este sí muy famoso— es la batuta, esa varita que a los ojos de los intérpretes del fondo de la orquesta hace las veces de la mano del director. Tan popular se ha vuelto la batuta que su nombre ha pasado al lenguaje corriente para hacer alusión a la persona encargada de liderar un grupo o de presidir una celebración. A pesar de esto, lo cierto es que la batuta no es obligatoria para dirigir una orquesta. De esto me di cuenta en el concierto Cantos de la noche: al subirse al podio, uno de los directores sinfónicos la dejó en el atril para conducir a la orquesta con el aleteo de las manos.

—¿Tiene algún ritual antes de comenzar los conciertos?

—Me gusta estar un momento solo.

Detenemos la charla. Ya es hora que Jaime se vaya para el camerino. Unos minutos después de perderlo de vista, entro al auditorio Fundadores de Eafit. La mayor parte de las sillas está ocupada por estudiantes, profesores, familiares de los músicos. El runrún de las conversaciones y de los instrumentos se detiene cuando el timbre suena por tercera vez. Los músicos se aprestan. Como en todo concierto de música clásica, sale al escenario el concertino, el primer violín: esta vez se trata de Ana Cristina Rodas. Luego, le corresponde el turno al director. Sale Jaime. Va de riguroso negro: zapatos, pantalón y camisa de manga larga. Tras estrecharle la mano a Rodas y echar una mirada a los músicos, extiende la batuta... la música se hace, de nuevo. Comienza con la obertura de El rapto en el serrallo, de Mozart.

Segundo movimiento

—El director está en el centro del escenario y es el encargado de coordinar el pulso de la orquesta —dice Manuel López Gómez.

Los músicos de Filarmed se agrupan para servir café mientras el director ubica una silla para que el chorro de aire de un ventilador le dé en la espalda. Considerado uno de los “destacados jóvenes directores de orquesta de la actualidad” —las palabras y la sintaxis son de la Filarmónica de Bogotá—, Manuel es el director asociado de la orquesta de Medellín. Hace un momento dirigió la primera parte del ensayo del montaje de las oberturas e intermezzos de Puccini, Rossini y Donizetti, que serán el repertorio de la orquesta en sus presentaciones de finales de mayo y principios de junio. Por eso suda.

—Debe ser muy exigente dirigir una orquesta.

—Sí, es un cardio tremendo.

—¿Y hace alguna preparación para estar en forma?

—No, no lo suficiente. Aunque me mantengo en ensayos —ríe.

A diferencia de Jaime, Manuel no proviene de familia de músicos. En su caso, el arribo a la música se dio a instancias de una amiga de sus padres, que les aconsejó meterlo en clases de violín luego de que no diera buenos resultados en los deportes. El trabajo con las cuerdas lo llevó a hacer parte de orquestas en Venezuela, su patria, y a estar muy cerca de Gustavo Dudamel, el rockstar de la música clásica. “Trabajó codo a codo con Gustavo Dudamel en proyectos sinfónicos y de ópera como La Bohème , La Traviata y la Octava Sinfonía de Mahler en Caracas, Don Giovanni en Los Ángeles, las Sinfonías de Brahms en París y West Side Story con Cecilia Bartoli en el Festival de Salzburgo”, se lee en la página oficial del director.

—¿Qué diferencia a un director de otro tipo de músico?

—Creo que la capacidad de liderazgo. El director es el responsable de unir a la orquesta, de convencerla de seguir su plan.

Muchas de las preguntas que le hago sobre el papel del director Manuel las resuelve apelando al símil del director de fútbol. En ambos casos, los responsables de conducir al grupo deben hacerlo a partir de la persuasión. Para aclarar este punto Manuel habla del error común del director novato: imponerle a la orquesta su interpretación de cierta obra musical. La experiencia lo ha llevado a la conclusión de que el director debe conciliar su lectura de la obra con la identidad de la orquesta, con esos rasgos que diferencian una orquesta de la otra. En este punto surge un asunto que tal vez a los oídos profanos sea esotérico pero que cualquier melómano refrenda sin dudarlo un segundo: todas las piezas de música clásica no suenan igual. Aquí no hablo de las sutilezas de la música romántica frente a la barroca, para ponerme pesado con una ñoñería. Más bien aludo a que si usted asiste a —pongamos por caso— el Réquiem de Mozart en Boston y en Medellín la experiencia sonora será disímil. ¿Cómo es posible si se trata de la misma partitura? Y más loco aún es que si usted asiste a dos funciones de la misma orquesta, pero capitaneada por distintos directores, la pieza le parecerá diferente, aunque no radicalmente diferente.

Una salida fácil de este callejón consiste en acudir al expediente del Heráclito y del río. No obstante, si se piensa con cuidado este punto se repite en las artes vivas. Todos los montajes de Romeo y Julieta son distintos entre sí: en unos el director pone el énfasis en la disputa de los Montesco y los Capuleto, mientras en otros esas reyertas se diluyen en la historia de amor de los adolescentes. Lo mismo pasa con las versiones que hay de El lago de los cisnes o con los recitales de rock. O, ya que estamos en esa línea, con un partido de fútbol. En los espectáculos en vivo convergen muchos factores, tanto estéticos como ajenos al arte. Los hay de todo tipo: de los más platónicos a los fisiológicos. Menciono ejemplos de los segundos. Este primer violín tiene los dedos más gordos que el otro primer violín y por eso el sonido difiere entre el uno y el otro. O la educación de la directora A estuvo marcada por la presencia de los ritmos afroantillanos, a diferencia de la formación del director B. Puestas así las cosas, es normal que ambos ofrezcan versiones de la misma partitura. He reducido las variables hasta la caricatura.

—¿Qué tanto la música que tiene en su cabeza es la misma que logra con la orquesta?

—El director debe abrirse a las recomendaciones de la orquesta. Claro, uno debe tener claras algunas cosas, pero no puede imponerlas a los demás. Es como el fútbol.

—Y si durante un concierto detecta que hay una parte que no funciona, ¿qué hace?

—Si la cosa no es muy grave, se deja seguir. Si es grave uno detiene el concierto y ajusta el asunto. Esto último se hace en casos extremos.

El director tiene la potestad sobre el concierto. Ese poder ha sido una conquista lograda a largo de los siglos. No ha sido el único en tenerlo, por supuesto. En la Edad Media y el Renacimiento existió el cargo de maestro de capilla, ocupado por músicos y compositores de larga experiencia y prestigio. Como su nombre deja entrever, eran personajes con una recia ligazón a los sitios de culto y a la formación de los coros. Luego aparecieron músicos que por su ascendencia en el grupo marcaban el ritmo del resto de la orquesta. Uno de los más renombrados en este papel fue Jean-Baptiste Lully, cuyo paso a la historia se dio por un hecho trágico que los años han vuelto cómico: en un ensayo golpeó su pie con el bastón que le servía para marcar el tiempo. Seguro este accidente ocurrió al señalar un fortísimo porque el pie se le infectó hasta el grado de llevarlo a la muerte. Fue en el siglo XIX que apareció el director como lo conocernos hoy: montado en un podio, con una batuta y sin tocar un instrumento durante el concierto. Este último rasgo suscita picazón en los directores, la verdad sea dicha. Para ellos su instrumento es la orquesta entera.

Tercer movimiento

—Sí, es una figura un poco rara, ¿no? Porque la pregunta que siempre surge es si a ese señor o a esa señora que están ahí al frente moviendo los brazos sí le hacen caso —dice Alejandro Posada, sentado frente al piano de su oficina en Eafit.

En el sitio también están los directores Álvaro Julca y Leslie Pérez-Canto, alumnos de Posada. Él es peruano y ella venezolana. No debe extrañar que extranjeros estudien música o dirección en Medellín. A fin de cuentas, el adagio oriental dice que a su debido tiempo el discípulo encuentra al maestro. Y en lo que respecta a esta historia, Posada es uno de los nombres relevantes del circuito colombiano de la música clásica. Su palmares es de enmarcar e incluye estudios en la Karl Östrerreicher en la Hochschule für Musik und Darstellende Kunst (Viena), institución de la que se graduó con honores. Además, a él le calza perfecta la palabra pionero: fue el primer colombiano en ocupar el cargo de director titular de una orquesta profesional europea.

Ante la pregunta por las características primordiales del director, el maestro Posada dice que este personaje combina el conocimiento de la música —la teoría y la práctica— con la capacidad corporal de comunicarles cosas a los músicos y a la gente que lo ve desde la platea o los palcos. En ese sentido, con los gestos y movimientos hace visible la música. En un punto de la conversación inquiero por temas pedestres, entre ellos las opciones laborales del director una vez sale al mercado. A modo de respuesta Posada menciona los cargos que existen para ellos en la estructura de una orquesta. En la cima está el director titular, responsable de la orientación artística. Quienes ocupan este peldaño de la pirámide pueden tener dos o más orquestas bajo su batuta. Luego viene el director asistente o asociado, que está con la orquesta cuando el titular atiende sus responsabilidades por el mundo. Y luego aparece la figura del director invitado, que puede ser titular o asistente. Este rol transitorio es ocupado por directores que acompañan a una orquesta por un periodo limitado.

A simple vista, parece un horizonte amplio de oportunidades. No es tan así: los puestos para estar al frente de una orquesta son poquísimos. En este renglón, como en casi todos los empleos, la oferta excede a la demanda. No hay que asombrarse, es una cuestión de simple y dura estadística: una orquesta tiene más de diez violinistas y apenas un director titular y otro asistente. Pare de contar. En esa competencia tras un lugar en los podios los actuales directores colombianos cuentan con un mejor arsenal si se les compara con sus antecesores.

—Muchos de estos muchachos tiene una mejor formación que la que tuvo mi generación a esa misma edad —dice Alejandro mientras señala con la mano a Álvaro y a Leslie.

—¿Por qué?

—Han escuchado más música, han conocido otros escenarios. Mi generación fue la que abrió el camino para ellos. No fui yo el profesor de Andrés Orozco, pero sí fui la persona que habló con el profesor que lo recibió luego.

—¿Y quiénes fueron los antecesores suyos?

—Al menos para mí fueron muy importantes los maestros Luis Biava, Alberto Correa, Sergio Acevedo, Jaime León. Nosotros tuvimos figuras muy importantes que nos inspiraron, pero eran pocas. Digamos que ellos no crearon una escuela como tal, no estaban adscritos a una universidad, pero uno podía aprender mucho de ellos viéndolos en los ensayos, hablando con ellos.

En algunos ensayos con Iberacademy o con la orquesta de Eafit, el maestro Posada les permite a sus pupilos medirse ante los músicos para verlos en acción, cuentan Álvaro y Leslie. Se hace a su lado para mirar las cosas que se deben corregir —falta o exceso de énfasis, mucha o poca expresividad— y afianzar las que están encaminadas. En pocos espacios académicos la palabra maestro se acopla al papel asumido por los tutores como lo hace en la enseñanza musical. Y una de esas funciones pedagógicas consiste en sacar a los polluelos del nido cuando están listos para el vuelo. Los muchachos de esta nota son conscientes que su destino inmediato está en Europa, donde seguirán el aprendizaje de la dirección. Y tras eso, si las cosas salen a pedir de boca, tendrán vidas trashumantes, signadas por los calendarios de las temporadas de música clásica, de ópera o de zarzuela. Estarán más afuera que aquí.

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