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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

La inflación del ego

Los adjetivos soberbio, vanidoso y demás afines, parecen existir más que nada para hablar de escritores, poetas y artistas en general.

Por: John Saldarriaga | Publicado

Otra vez vuelve a la mente Fernando González en el año en que se cumplen 60 años de su muerte. Ahora es por el tema de la vanidad, que a propósito de muerte, esta se encarga de llevársela o evaporarla. Y no solo se la lleva o la evapora cuando llega la hora Última, en la que los humanos se despojan de vicios y virtudes como de una piyama raÍda, sino que la sola certeza del final, hace absurda o, más que absurda, ridÍcula cualquier forma de soberbia.

En Los negroides, el filósofo explica desde la primera página:

“Vanidad significa carencia de sustancia; apariencia vacÍa. Decimos “vano de la ventana”, fruto vano” (...)

Acto de vanidad es el ejecutado para ser considerado socialmente. Aparentar es el fin del vanidoso.

Vanidoso es quien obra, no por Íntima determinación, sino atendiendo a la consideración social.

Vanidad es la ausencia de motivos Íntimos, propios, y la hipertrofia del deseo de ser considerado”.

¿Y a qué vino tal evocación de las enseñanzas de González? Fue a partir de una conversación suscitada durante una sesión del taller de narrativa A mano alzada, que sucede, por cierto, en Otraparte, la casa museo del autor, aunque no recuerdo bien por qué alguno de los integrantes llegó a la pregunta: Ÿpor qué muchos escritores, aun más los poetas, y los artistas en general, son vanidosos o tienen el ego tan elevado?

Esta pregunta es pertinente; es resultado de una realidad incontestable. Gran nÚmero de escritores, poetas y artistas van por el mundo como levitando. Cuando se dirigen a los demás, a esos otros que sÍ huellan con sus pies la tierra, lo hacen como desde un escenario que ellos, sin duda, deben imaginar. (Los hay en otras áreas, como las de los médicos y los abogados, lo sé, pero ahora estamos hablando de los escritores, poetas y artistas.)

Pocas cosas tan fastidiosas como relacionarse con esa multitud de presumidos, que miran a los demás como desde lo alto de un campanario. Y nada tan deprimente como notar la genuflexión, la actitud aduladora de muchas personas hacia los creadores. A veces pienso, no sé, que los

escritores, poetas y artistas envanecidos suponen que con su pose deslumbran al mundo, y quienes los adulan consideran que son más grandes que aquellos otros escritores, poetas y artistas sencillos.

A propósito, Tomás Eloy MartÍnez, el escritor y periodista argentino, en el Vuelo de la reina —una novela en la que un periodista soberbio se obsesiona con acceder a los afectos de una colega mucho más joven—, expresa su maravilla por hallar en nuestro idioma tantas palabras para referirse a esa peste, la de la soberbios en general. “Vanidad, vanagloria, presunción, jactancia, menosprecio, altanerÍa, fatuidad. Todos son variables de la soberbia” (...). “Creo que no en todas las lenguas hay tantas formas de decir lo mismo”. Y lanza esta perla: “el extremo mayor de la soberbia es creerse hijo de Dios”.

Puedo suponer que Tomás Eloy MartÍnez (1934-2010) era consciente de que no hay sinónimos en estricto sentido de la palabra. Los vocablos, aunque designen asuntos similares, poseen una sutil diferencia entre ellos y, por tanto, quien habla o escribe debe escoger el que resulte preciso en su mensaje. Sin embargo, es innegable la semejanza de sus significados. Y parecido también el hartazgo que en sus pobres interlocutores causa el vanidoso, el que se vanagloria, el presumido, el jactancioso, el menospreciativo, el altanero o el fatuo.

Volviendo al cuento, no tiene que ser asÍ. Los creadores no tienen que ser petulantes. De hecho, existen escritores y poetas sencillos, y unos tantos,

incluso, humildes. Los conozco. Por ejemplo... a ver... esperen... sÍ... los hay... sé de algunos. Ya hablaré de ellos.

Mientras halló sus nombres —los tengo guardados en un cajóncito de la neurona treintaitrés—, pensemos por un momento, que tal vez los más grandes y los más sabios no deben tener un ápice de vanidosos. Porque entienden que ninguna acción humana es perfecta. Que por nuestras realizaciones tenemos una deuda impagable con millones de seres que nos han antecedido en su paso por la Tierra y no han ahorrado esfuerzos para aportar al desarrollo de las ideas. Dicho de otro modo, nuestros pensamientos y creaciones son la suma de millones de pensamientos y creaciones anteriores, solo que transformados, recreados y a veces, solo a veces, algo enriquecidos a la manera de cada uno. En suma, porque estamos sostenidos en hombros de gigantes, como suele decirse.

Además, hay otra razón para no envanecerse. La expresó como pocos Porfirio Barba Jacob en su “Balada de la loca alegrÍa”:

La muerte viene, todo será polvo:

¡polvo de Hidalgo, polvo de BolÍvar,

polvo en la urna, y rota ya la urna,

polvo en la ceguedad del aquilón!”

Un sabio como el mismo González Ÿqué de vanidoso podrÍa tener? No lo digo solo por lo enseñado en Los negroides, sino por toda una filosofÍa que considera la autenticidad y la autoexpresión dos claves de la trascendencia. Él se vació en los libros, se desnudó, como dice él, y alguien desnudo pierde cualquier posibilidad de envanecerse.

ŸCómo podrÍa ser vanidoso Franz Kafka, ese sujeto tÍmido y enfermizo, que explora la insignificancia del ser humano, criatura condenada a un destino cruel e impredecible? SegÚn sus amigos, no creÍa en la importancia de su obra ni le interesaba el reconocimiento. Por eso, desde el lecho en el que habrÍa de morir de tuberculosis, ordenó que quemaran todas sus creaciones.

La arrogancia, dicen los psicólogos, es una compensación que ocurre en el ego de un ser, como producto de tener una autoimagen inflada. SÍ, sÍ, como Narciso, el personaje de la mitologÍa griega, hijo del dios fluvial Céfiso y la ninfa azul LirÍope. Yo también estaba pensando en ese. Por su engreimiento, Némesis lo castigó haciendo que se enamorara de su propia imagen. Pero uno dice, este personaje era más que un pobre human(it)o mortal. TenÍa de qué envanecerse. Pero no, tampoco. La soberbia es fastidiosa en hombres y dioses.

Por supuesto, bromeaba cuando fingÍa no conocer escritores, poetas y artistas sencillos. Muchos de ellos no son odiosos. Esto es obvio. Pero, no los mencionaré, no sea que se les suba el halago a la cabeza y se echen a perder.

Creo que escritores, poetas, artistas e incluso periodistas pedantes o presumidos van perdiendo ante la vida. Los creadores vivimos del contacto con las personas de todas las clases y pelambres. De observarlas, de hablar con ellas para conocer sus historias que quizá después habremos de contar. Si alguien llega encaramado en los zancos de la soberbia, establece una barrera que no puede romperse ni siquiera a golpes de mazo y cincel.

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