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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

Kafka en el laberinto

Se cumplen cien años de la muerte de Franz Kafka, uno de los escritores más influyentes en autores y lectores. Exploró la insignificancia del individuo.

John Saldarriaga | Publicado

Como nadie tiene obligación de saber algo, supongamos que uno ignora quién es Franz Kafka. Y supongamos que de pronto le cae a las manos un librito, supongamos, El proceso, y se arroje a leerlo sin antes detenerse en la solapa donde aparecen datos del autor (Alguien debe haber calumniado a Josef K, porque una mañana, sin que hubiera hecho nada malo, lo detuvieron...). A partir de la lectura, bien podría pensar que Kafka es colombiano. La pequeñez de los ciudadanos ante el establecimiento, la distancia e inaccesibilidad que aquellos padecen ante este (La jerarquía y la gradación del tribunal eran infinitas e inabarcables incluso para los iniciados...), la burocracia, las circunstancias que parecen absurdas, estrambóticas, en las que seres humanos buscan su esencia sin mayor esperanza y sentido a la existencia sin mucha claridad. (¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Una buena persona? ¿Alguien involucrado? ¿Alguien que quería ayudar? ¿Era uno solo? ¿Eran todos? ¿Era posible alguna ayuda?...)

Uno cierra el libro todavía soportando en la garganta las manos de un hombre, sí, está bien, no en la de uno, “en la garganta de K, mientras el otro le clavaba el cuchillo profundamente en el corazón”. Identificado con K, alberga un sentimiento de impotencia por asistirlo mientras se enfrenta a esa realidad absurda de encontrarse de buenas a primeras en un embrollo que no entiende ni sabe cómo diablos vino a dar en él... Un laberinto sin centro. Entonces uno comprende que nada entiende sobre la vida y, menos, sobre la vida en sociedad. Y descubre que la ley es algo así como un juego de azar.

Cargado pues con este problema que antes de leer el librito aquel ignoraba tener, tal vez busque afanoso la biografía de ese autor que percibe tan cercano y habla de un asunto tan local. Lee y vuelve a leer, incrédulo, que este escritor ¡nació en Praga, Imperio austrohúngaro! —la actual capital de la República Checa— , el tres de julio de 1883 y murió en un sanatorio de Kierling, Austria, el tres de junio de hace cien años, después de soportar durante meses una tuberculosis crónica. No, no es un vecino, no es un paisano, aunque cuente historias de sujetos que sufren las mismas tragedias laberínticas que uno. A pesar de que hable de seres que, como uno, son juguetes del destino, la sociedad y el Estado.

Dejemos ya el desesperante juego de no saber quién es Kafka —aunque, la verdad, nadie lo sabe a ciencia cierta; uno no sabe siquiera quién es uno mismo—. En la lista de creadores influyentes sobre los demás escritores y lectores del mundo está entre los primeros. También entre los más leídos y los más citados. Es rey entre los psicólogos, pues encuentran en sus personajes y situaciones la explicación de complejos y delirios. De sociólogos, porque lo que expresa el checo no son los males de unos cuantos, sino de una sociedad enferma y aplastante, y de un Estado manipulador y enajenante. De los lingüistas, porque sus relatos están plagados de símbolos de divertida complejidad.

Hasta quienes no lo han leído o acaso han pasado los ojos por cualquier librito que les hubiera caído en las manos, tal vez para hacer la tarea en una asignatura de colegio o universidad, usan con propiedad un vocablo que da cuenta de la incidencia de este autor en la mentalidad de todos: kafkiano o kafkiana. Cualquiera sabe que se refiere a una situación insólita, laberíntica, absurda, angustiosa, como las de sus obras.

La metamorfosis

Como casi todo el mundo, la primera obra que leí de Kafka fue La metamorfosis. Era adolescente. Es decir, estaba en esa etapa de metamorfosis, que uno sufre sin saber en qué raro bicho habrá de convertirse. Solitario e incomprendido. Y como muchos lectores que sienten conexión con personajes de historias, sentí la mía con Gregorio Samsa, sí, sí, el sujeto aquel que un mal día amaneció convertido en cucaracha. Entendí que pertenecía a una familia semejante a la suya. Un padre aplastante; una madre que creía tener las respuestas, y las otras personas, esas que daban la impresión de saber más sobre todas las cosas, parecían destinadas a sumar peso al fardo de la confusión. Sentía la presión en la casa y en el colegio.

«“¿Qué tal si siguiera durmiendo un poco más y olvidara todas esas bobadas?”, pensó. Pero era totalmente irrealizable, porque tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho y, en su estado actual, no logró colocarse en esta postura. Aunque se lanzara sobre su costado derecho con fuerza, siempre volvía, con un balanceo, a la posición dorsal. Trató de hacerlo unas cien veces, cerrando los ojos para no ver las patas, que daban pena, y desistió cuando empezó a sentir en el costado un dolorcillo sordo que nunca había experimentado».

Después me di cuenta de que había sido engañado: la traducción del título original, Die Verwandlung, debería ser La transformación. Si el autor hubiera querido titularlo La metamorfosis hubiera empleado la expresión Die metamorphose. Pero lo dejé pasar y no me ofendí: en la vida hay engaños peores.

Algunos interpretan esta obra como un reflejo de la sociedad autoritaria, burocrática, que rechaza o desdeña al diferente, y este termina por aislarse o hasta por perecer. Otros creen encontrar en ella la nostalgia del autor por la identidad judía de sus abuelos y la sensación de no encajar en la sociedad católica de Praga. En fin, lo dicho: esta y las demás obras han dado un mar espumoso para los hermeneutas de la literatura, los psicólogos, los sociólogos, los profesores, los periodistas, que nadan felices en esa fuente inagotable de símbolos.

Sus cuentos, novelas y cartas señalan el sentido individualista de la sociedad moderna, el vacío espiritual, la desesperanza, el desasosiego. El ser humano busca estar en comunidad, no tanto para integrarse, sino para juntar su soledad a la de otros y no pensar en ello. Ni en nada. Porque entre la muchedumbre, las personas somos invisibles.

La libertad

Y se encuentran más coincidencias con nuestro medio cuando se leen sus cartas y sus Diarios (1910-1913):

“Domingo, 19 de julio de 1910, dormir, despertar, dormir, despertar, perra vida.

Si me pongo a pensarlo, tengo que decir que, en muchos sentidos, mi educación me ha perjudicado mucho. No obstante, no me eduqué en ningún lugar apartado, en alguna ruina en las montañas; no podría encontrar una sola palabra de reproche contra esta posibilidad. Aun a riesgo de que todos mis maestros pasados no puedan comprenderlo, me hubiese gustado y habría preferido ser ese pequeño habitante de unas ruinas, tostado por el sol, el cual, entre los escombros, sobre la hiedra tibia, me habría iluminado por todas partes, aunque al principio me habría sentido débil bajo el peso de mis buenas cualidades, unas cualidades que habrían crecido en mí con la fuerza con que crecen las malas hierbas”.

Y con palabras distintas, este párrafo se repite dos, tres veces, como para no dejar duda de que se trata de un domingo de tedio.

Y ahora que nos detenemos en los Diarios, de los que decía no se separaría jamás porque constituían las “pruebas de que uno ha vivido, ha mirado a su alrededor y ha anotado observaciones incluso en estados de ánimo que hoy parecen insoportables”, en ellos encontramos que Kafka hallaba en los sueños un surtidor de ideas maravillosas.

“Hoy he soñado con un asno parecido a un galgo, que era muy reservado en sus movimientos. Le observé detenidamente, porque era consciente de la rareza del fenómeno, pero no conservo más que el recuerdo de que sus delgados pies humanos no me acababan de gustar a causa de su longitud y simetría. Le ofrecí ramitas de ciprés, frescas, de color verde oscuro, que me acababa de dar una vieja dama de Zurich (todo ello ocurría en Zurich); pero él no las quiso, se limitó a olisquearlas un poco; pero luego, cuando las dejé en una mesa, se las comió tan completamente que no quedó más que un núcleo como una castaña, apenas reconocible. Más tarde se habló de que dicho asno aún no había andado nunca a cuatro patas, sino que siempre se mantenía erguido como una persona y mostraba su pecho de brillo plateado y su barriguita. Pero en realidad no era cierto”.

Kafka, figura del realismo y de la literatura fantástica, también lo es del absurdo, el expresionismo y el existencialismo.

Pensar que en su corta vida alternó la escritura con la profesión de abogado y tuvo puesto en una firma italiana de seguros de accidentes laborales. Era amigo de escritores y escritoras, y publicó algunas pocas obras. Entre estas, La metamorfosis, Contemplación (narraciones), parte de América (o El desaparecido —obra de la cual la Oficina Central de los Sueños realizó un montaje plausible)... Por eso se afirma que en vida pasó más bien desconocido. Aunque al decir de una de sus amigas, Milena Jesenská, la destinataria de Cartas a Milena, no le importaba el reconocimiento. La mayor parte de la obra de Kafka es póstuma. Se conoce porque su amigo Max Brod, abogado y albacea, no cumplió con una petición del autor de destruir los manuscritos. El proceso, El castillo, La condena, La muralla china, Correspondencia, Diarios y otros. En suma, la humanidad también está en deuda perpetua con Brod por su desobediencia.

Supongamos ahora que uno sabe quién es Franz Kafka. Sus lecturas permiten entender de una vez por todas que el problema no es la libertad, porque la libertad no existe.

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