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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

El planeta de los impávidos

En estos tiempos, muchos se quejan de la apatía, el individualismo y la indiferencia reinantes. En las letras no suceden las cosas de manera diferente.

Por: John Saldarriaga | Publicado

El individualismo creciente de los últimos siglos ha ido derivando en la indiferencia. Incluso en la desidia. Hoy, solo a unos cuantos parece importarles la vida real y directa, en tanto que a muchos les interesa más la existencia virtual, que da la sensación de irrealidad. No se sienten los unos a los otros y las tribulaciones de los demás parecen apenas escenas de ficción que no alcanzan a considerarse.

Escasos son los que se inmutan por los problemas colectivos, como el deterioro planetario por cuenta del cambio climático. Los más indiferentes con este tema suelen ser —tanto países, como aparatos productores y personas—, precisamente, los que más desechos y contaminación producen. Para decirlo en términos adecuados, los que más honda huella de carbono dejan a su paso.

Indiferencia también ante la pobreza, las guerras y los cataclismos y, obviamente, ante las consecuencias de estos males, el sufrimiento y el horror, suficientes para atormentar a varias generaciones.

De esto ha hablado la literatura. Tal vez los indiferentes más grandes del mundo sean “Los jugadores de ajedrez”, protagonistas de una de las Odas de Ricardo Reich, uno de los heterónimos del portugués Fernando Pessoa. Ese poema que parece también un cuento dice:

“Oí decir que antiguamente, cuando en Persia

hubo no sé qué guerra

y la invasión ardía en la Ciudad,

y gritaban las mujeres,

dos jugadores de ajedrez jugaban

su juego perpetuo.

A la sombra de un gran árbol contemplaban

el viejo tablero,

y a cada uno de los lados, esperando

sus momentos de calma,

habiendo ya movido la pieza

y esperando ahora al adversario,

una jarra de vino refrescaba

sobriamente su sed.

Ardían las casas y saqueadas eran

las arcas y las paredes.

Violadas las mujeres, eran colocadas

contra los derruidos muros

traspasadas por lanzas y los niños eran

sangre en las calles...

Pero donde ellos estaban, cerca de la ciudad

ajenos al estruendo,

los jugadores proseguían

con su partida de ajedrez.

Y así sigue el relato de la guerra, por un lado la muerte asolando omnipresente en aquel sitio persa, la destrucción y la barbarie y, por otro, la pasiva indiferencia de los jugadores. Vaya uno a saber si la desidia se debía a que estaban desencantados de la vida por ingratas experiencias o sabían algo que los otros no: nada valía la pena y era lo mismo vencer que ser vencido. Tal vez intuían que, en la escala de valores, nadie podía afirmar que un asunto fuera más importante que otro: más importante la guerra con fuego y sangre librada bajo la mirada indolente de Zoroastro o aquella otra de la ciudad cuadriculada en la que los muertos eran figuras de madera o piedra. ¿Cómo saber qué es trascendental y qué, fútil? Habrían de preguntarse aquellos desdeñosos.

Otros impasibles

Hay más como ellos. ¿Quién, si lo ha leído, puede sacar de su mente a Bartleby, el escribiente, protagonista del relato homónimo de Herman Melville? Por mi parte, lo considero uno de los personajes mejor caracterizados de la literatura universal y de todos los tiempos. A la oficina de un abogado de Wall Street, narrador del cuento, llega Bartleby a engrosar la nómina de los escribientes o copistas. El narrador lo describe, tras verlo llegar a tomar el puesto. “Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada!”. Habría de conjeturarse que se trataba de un ser solitario. Ubicado, por disposición del jefe, en el último rincón del despacho, Bartleby estaba ocupado en transcribir “cartas muertas”, esas que al llegar, el destinatario había fallecido. Así, en los mismos sobres de las misivas, no pocas había también anillos, fotografías o mechones de cabello.

El narrador tenía en sus planes pedir a nuestro héroe que ayudara en la revisión de documentos copiados por los empleados. Ellos solían ayudarse entre dos en estos menesteres. Mientras uno leía la copia, el otro iba siguiendo el original, para cerciorarse de que hubiera quedado correctamente transcrito. La primera vez que se le ocurrió llamar a Bartleby para tal efecto, el pálido sujeto contestó: “Preferiría no hacerlo” (I would prefer not to). Y así, cada vez que se le solicitaba la ejecución de un trabajo, contestaba de igual manera.

“Con cualquier otra persona me hubiera entregado ahí mismo a una ira espantosa, y, sin decir más, lo habría lanzado ignominiosamente de mi presencia. Pero había algo en Bartleby que no solo me desarmaba de forma extraña, sino que de manera prodigiosa me llegaba y me desconcertaba. Comencé a razonar con él.

—Son sus propias copias las que vamos a examinar. Le economiza trabajo, porque un único examen responderá por los cuatro textos. Se trata de un uso generalizado. Todo copista tiene que ayudar a examinar su copia. ¿No es así? ¿No va a hablar? ¡Responda!

—Preferiría no hacerlo —replicó con tono aflautado. Me daba la impresión de que, mientras yo me dirigía a él, ponderaba cuidadoso cada una de mis afirmaciones; que comprendía plenamente su significado; que no podría oponerse a una conclusión irresistible; pero que, simultáneamente, alguna poderosa consideración prevalecía en él, haciéndolo responder como lo hacía”.

Uno descubre —claro, el autor lo conduce a uno con delicadeza a llegar a esta conclusión— que no era egoísmo. Bartleby no era un sujeto egoísta ni perezoso ni arrogante ni antipático. Transmitía, por medio de sus palabras, gestos y actitudes, la sensación de que en este mundo la suerte está echada, haga uno lo que haga; no vale la pena mover un dedo en una u otra dirección y si se hace, en cualquiera de ellas, da lo mismo. Echar a andar o quedarse quieto. Hablar o permanecer callado. Hacer o no hacer.

Con el tiempo, Bartleby se fue quedando en la oficina, como si hubiera optado por vivir allí, sustentándose apenas con galletas de jengibre. Más tarde lo llevaron preso por vagabundo y, encerrado, no parecía extrañar tampoco la libertad. Todo era lo mismo que nada

Impávido en la tormenta

Hay otro personaje indiferente e incluso sin voluntad: el capitán MacWhirr, del vapor Nan-Shan, personaje central de Tifón, de Joseph Conrad. Desde las primeras líneas nos damos cuenta de la clase de glaciar con el que nos las veremos en esa historia que transcurre en los mares de oriente.

“El capitán MacWhirr, del vapor Nan-Shan, tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era una réplica exacta de su carácter: no presentaba ninguna marcada característica de firmeza ni de estupidez; en realidad, no se distinguía en absoluto por ninguna característica pronunciada; era sencillamente vulgar, impasible e inexpresiva”.

Sin pasiones ni emociones, como si se tratara de una persona que se hubiera pasado la vida sentada frente a una pared sin ventana, este sujeto difería de cuantos marineros nos ha mostrado la literatura y presentado la vida.

Hijo de un tendero de Belfast, nadie se imaginaba qué lo había empujado a ser hombre de mar. Lo mismo hubiera podido ser un oficinista o un sastre, como si los humanos no tuviéramos la posibilidad de elegir, sino que el destino, un río en cuya corriente uno se abandona como la hoja que cae de alguno de los árboles de la orilla, hace de uno lo que quiere. En palabras del autor, como si “una mano invisible, potente e inmensa, que, introduciéndose en el hormiguero de la tierra, atenazara hombros, entrechocara cabezas y girara las caras inconscientes de la multitud hacia objetivos inconcebibles y direcciones nunca soñadas”. ¡Con cuántas personas así se cruza uno en la vida!

A MacWhirr lo llamaron a encargarse de un navío imponente. Un ascenso, sin duda, pues antes nunca había sido capitán. Una O de asombro se dibujó en las caras de muchos, al saberlo. Él, en cambio, como si le hubieran dicho que doblara el cuello de su camisa o lo hubieran invitado a tomar una menta de la confitera del escritorio, apenas asintió, sin mostrar emoción alguna, y, acto seguido, agarró su paraguas, infaltable en los paseos por tierra, emitió una observación sobre la mala calidad de la cerraduras de las puertas de hoy en día y se marchó.

En la expedición de la que se ocupa el relato, llevaba una carga para él desdeñable: doscientos culis chinos —los culíes eran peones orientales, especialmente ocupados como cargadores en América insular y continental, después de abolida la esclavitud, a quienes, después de unos ocho años de trabajo, compensaban con una miserable paga y el transporte de regreso a casa—. Cada uno abrazaba su baúl con su ropa y monedas como si fuera un tesoro. El capitán no los consideraba pasajeros.

La amenaza del tifón —la oscuridad, los nubarrones negros revolviéndose a cierta distancia y, después, el viento; un viento huracanado, último de los elementos en llegar a bordo del Nan-Shan, que zarandeaba el barco como si se tratara de una chalupa, y arrastraba a tripulantes y viajeros de la proa a la popa, los abofeteaba con golpes de agua y amenazaba a cada instante lanzarlos por la borda— que la olía cualquiera de los navegantes, no forzó a MacWhirr a desviar el rumbo para esquivarlo. Los marineros le recomendaron rodear la tormenta a cierta distancia para no perecer. Entre ellos, el más insistente, el señor Jukes, segundo de a bordo.

“—Un temporal es un temporal, señor Jukes —resumió el capitán— y un barco a vapor como este tiene que hacerle frente. Hay muchos temporales alrededor del mundo, y lo correcto es enfrentarse a ellos, sin ninguna de esas «estrategias de tormenta» (...).

Al parecer, el fenómeno natural conseguirá sacarlo levemente de su inercia, aunque quién sabe si todavía estará a tiempo de salvar la expedición.

Desde antiguo

Pero ¿por qué nos extrañamos de los seres indiferentes, si no son exclusivos de los tiempos que corren? ¿No se comportaban con indiferencia los dioses del Olimpo, incluso con indolencia, con la especie humana? Solo de tarde en tarde, alguno de ellos —egocéntrico y pasional— tenía un interés utilitarista, juguetón o libidinoso con uno u otra mortales; a los demás, es decir, a la humanidad entera, ¡que se fuera al Hades! Y se referían a ellos —es decir, a nosotros— con cierto fastidio por tratarse de seres mortales, débiles e incompletos. Ni siquiera Prometeo, “el titán amigo de los mortales”, era diferente. Si robó el fuego para dárselos a los hombres, no fue porque le importara algo más que un pito la suerte de los humanos. Qué va. Estaba enojado con Zeus y se propuso ofenderlo, más que favorecer a unos bípedos insignificantes. No se diga otra cosa.

Lo que sí puede afirmarse es que la modernidad, al elevar el papel del individuo en la sociedad, promover su autonomía, su libertad y su posibilidad de tomar decisiones, produce impávidos por multitudes.

En la historia del desarrollo de las ideas, es sin duda, un avance grandioso el pensar por uno mismo y tener autonomía. Sin olvidar la propuesta de la ilustración y que después retoman algunas corrientes filosóficas como el existencialismo, que esa autonomía de pensamiento y esa libertad de elección deben ir acompañadas de responsabilidad. Porque los actos de los individuos tienen efectos. Y del mismo modo en que un sujeto se beneficia de los derechos de pensar, decir y escoger, debe hacerse cargo de las consecuencias. El cerrajero debe limpiar la limalla.

Pero volvamos a esos dos fascinantes jugadores de ajedrez, grandes maestros de la inmutabilidad. En las tres últimas estrofas, Ricardo Reich termina por explicarse tal actitud, así como por justificarla y celebrarla:

“Lo que arrancamos de esta inútil vida

tanto vale si es

la gloria, la fama, el amor, la vida,

como si solo fuese

el recuerdo de una partida bien jugada

y una partida ganada

a un mejor adversario.

La gloria pesa como un fardo rico,

la fama como la fiebre,

el amor cansa, porque va en serio y busca,

la ciencia nunca encuentra,

y la vida pasa y duele porque lo sabe...

El juego de ajedrez,

toma todo el alma, pero, perdido, poco

pesa, pues no es nada.

Ah, bajo las sombras que sin querer nos aman

con una jarra de vino al lado,

y atentos solo a la faena inútil

del juego de ajedrez,

aunque el juego sea solo un sueño

y no haya compañero,

imitemos a los persas de esta historia

y en cuanto, allá lejos,

cerca o lejos, la patria y la vida

nos llamen, dejemos

que en vano nos llamen, cada uno de nosotros

bajo las amigas sombras

soñando, él los compañeros, y el ajedrez

su indiferencia.

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