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Sociedad notas | psicología | distópica

Séptimo Diario

Notas para una psicología distópica

"Las pesadillas del mañana (...) se nutren de los aspectos esenciales de su programa económico y político", escribe el autor de "Notas para una psicología distópica".

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"Notas para una psicología distópica": Razones y pistas para pensar futuros donde la angustia individual no esté desconectada de la responsabilidad social y el cuidado colectivo.

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El concepto de distopía se ha convertido en un lugar común. Ha saturado los contenidos de los productos culturales de consumo masivo, pero también se ha filtrado en el lenguaje del día a día. Se habla de tiempos distópicos en las algarabías de los tertulianos en la radio y en conversaciones privadas donde se comenta el precio del carburante, los efectos en la salud mental de la pandemia o la guerra en Ucrania. Su uso reiterado, su simplificación, ha acabado por desterrar cualquier tipo de puesta en marcha de la imaginación: la distopía ya no nos sirve para pensar cómo no llegar a ella (que es lo que constituye su utilidad real), sino que se inscribe en el campo semántico de la resignación. Personalmente, este tipo de relatos ya solo me interesan en la medida en que nos ayudan a pensar dónde estamos y qué podemos hacer con ello, no me atrae explorar las distintas formas que tiene la sociedad de irse a la mierda por algo que pudiera asemejarse a algún tipo, más o menos perverso, de goce estético.

Bien sea por la ingesta de los productos culturales antes mencionados (series, películas y novelas, según su orden de consumo a día de hoy), las investigaciones científicas o el trabajo de algunos colectivos sociales, lo cierto es que somos capaces de hacernos una idea más o menos concreta de algunos escenarios que podrían tener lugar tras el agravamiento de la crisis climática, el agotamiento de los combustibles fósiles y la destrucción sistemática de ecosistemas. También podemos recurrir a determinados elementos de nuestro mundo para concebir teocracias que aplastan los derechos de las mujeres, regímenes económicos con ecos feudales o totalitarismos tecnológicos. En cualquier caso, el punto de partida siempre es el presente, el nuestro: el neoliberalismo… Las pesadillas del mañana –porque así lo hacen las que ya están en marcha– se nutren de los aspectos esenciales de su programa económico y político.

Lo que sin duda es mucho menos habitual es atender a los posibles derroteros de las actitudes psicológicas que se van abriendo hueco en el marco que ofrece el actual desarrollo del capitalismo. A fin de cuentas, son el sustrato sobre el que se van construyendo las subjetividades del futuro y del que se nutre buena parte del inmovilismo y el culto a la decepción actuales. Se me ocurren varias razones para ello. Una podría ser el conjunto de limitaciones que presenta una perspectiva semejante a la hora de armar una narración audiovisual; que al fin y al cabo es el actual formato hegemónico. Otra, el hecho de que es algo tan íntimo y, a la vez, compartido que resultaría muy complicado de vender; fuese cual fuese el formato, ya que lo que escuece es difícilmente rentable. Independientemente de los motivos que operen en esta ausencia, se me antoja un territorio apasionante donde perderse y tratar de contar una historia dentro de los parámetros de la ficción especulativa. Desgraciadamente no tengo cabeza ni tiempo para ello (Mark Fisher reflexionó sobre los problemas y limitaciones que tiene la clase social a la que pertenezco a la hora de producir cultura), y a lo más que he llegado es a un conjunto bastante precario de notas.

La única finalidad de este –a la fuerza incompleto– registro es acumular razones y pistas para pensar futuros donde la angustia individual no esté desconectada de la responsabilidad social y el cuidado colectivo. Alertar de algunas de las derivas que pueden tomar los relatos y prácticas que veo cobrar fuerza alrededor sin que apenas nos demos cuenta, a diferencia de otras catástrofes que nos asedian y de las que es complicado a estas alturas desviar la mirada. Estos atisbos no son otro ejercicio de pesimismo, tienen que ver con la necesidad de construir horizontes de posibilidad frente a la arrogancia de la clausura neoliberal. Apunto a lo peor porque merecemos y necesitamos vivir mejor.

* * *

Una vez consumada la derrota, la idea de un “nosotros” será impensable en el mundo que está por venir.

La vida solo podrá ser planteada como un problema individual que hay que gestionar.

La cooperación será concebida como una quimera. Algo que se dice que existió, pero que ha pasado a un plano absolutamente abstracto, una relación disfuncional que atenta contra la libertad de los individuos y su necesidad de realizarse.

El altruismo será visto como un gesto que necesariamente oculta una intención oscura, una estrategia deshonesta destinada a alcanzar un fin subrepticio.

Lo que llamamos movimientos sociales, los colectivos de barrio, las asambleas, las asociaciones de vecinas, los sindicatos de base, el ecologismo, las iniciativas que defiendan las cenizas que queden de lo público… Todo ello acabará por extinguirse.

El tiempo será ante todo tiempo para uno mismo.

Los niños estarán perdidos en todo momento porque sus progenitores estarán centrados en la búsqueda de su propio niño interior.

Quien no haya acudido a psicoterapia se convertirá en un paria. En alguien de quien desconfiar puesto que no se ha trabajado lo suficiente.

Nadie será capaz de esperar porque nadie sabrá ya hacerlo.

La autoafirmación será la meta de los procesos comunicativos. O de lo que quede de ellos.

El conflicto social se habrá diluido hasta el punto de desaparecer sobre la base de que el conflicto interpersonal quedará zanjado en el momento en el que una de las partes afirme “esto no es lo que yo necesito ahora”.

El “yo siento” será un argumento de igual o más peso que los hechos.

Al igual que se ha hecho creer históricamente que la clase trabajadora es responsable de sus propias condiciones materiales –y por tanto de no triunfar profesionalmente, no ser propietarios o serlo de casas poco deseables en barrios indeseables, odiar sus trabajos, etc.–, aquellas personas que sufran psíquicamente lo serán de su propio dolor, de su rotura, de no haber sido todo lo resilientes que deberían haber sido.

Aquellos que no puedan permitirse un tratamiento / un acompañamiento / un proceso psicoterapéutico siempre podrán adquirir una aplicación tecnológica con la que trabajar su yo.

Habrá más psicoterapeutas que amigos. Cualquier decisión vital relevante –en el plano que sea: afectivo, laboral, etc.– deberá contar con su visto bueno. La figura del confesor, esta vez laico, volverá a regular los más íntimos aspectos de la existencia.

Se universalizará el uso de psicofármacos, y cualquier cuestionamiento hecho al respecto será considerado una condenable afrenta contra la autoestima de los consumidores.

Los contextos culturales, económicos y sociales se juzgarán irrelevantes para entender el malestar y concebir maneras de afrontarlo.

La épica individual será el género narrativo por excelencia de la vida cotidiana.

Triunfará la pasivo-agresividad como forma de relacionarse con el otro. La violencia cotidiana mutará para recrudecerse bajo nuevas formas: habrá menos gritos y nadie llegará a darse de hostias, simplemente la gente se dejará de hablar sin necesidad de dar razones (y cosas peores).

La educación y la cortesía serán un obstáculo para el crecimiento personal.

Cada cual hará lo que le nazca. Ese será el criterio final para decidir pautas de acción.

Parte del contenido curricular de las escuelas estará centrado en el desarrollo y perfeccionamiento de la inteligencia emocional y otros constructos semejantes.

Se inculcará –con rigor y método– a los más jóvenes a quererse a sí mismos por encima de todas las cosas, a no traicionarse, a ser autosuficientes… a impedir que nadie pueda mirar en sus almas.

El diálogo no tendrá lugar en un contexto de abierto canibalismo social, es algo que sobra cuando la prioridad es estar para uno mismo. La ética se esfumará.

La felicidad ya no podrá ser pensada con los otros, sino solo como una suerte de regocijo individual que únicamente podrá ser compartido a través de una pantalla.

Ya nadie pedirá perdón, ya nadie sabrá perdonar.

A los bares se irá solo ya de dos en dos.

Habrá mucha sonrisa, pero construida sobre la pena.

Moriremos más solos que nunca.

Por Fernando Balius (vía Ctxt)

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