- En el teatro de operaciones de la ejecución represiva, la propia ministra de Seguridad orquesta personalmente la intervención de un triunvirato de fuerzas federales: Policía Federal, Gendarmería y Prefectura, relegando a un papel casi anecdótico a la Policía de la ciudad o de espectadora de la coreografía ministerial.
- La emisión de un tweet surgido de las sombras digitales de una cuenta denominada “Oficina del Presidente”, cuyo autor permanece envuelto en el M Afirma que grupos terroristas con palos, piedras y granadas habrían intentado perpetrar un golpe de Estado, además de felicitar por la represión. Desopilante, si no fuera porque el fiscal de turno lo acoge con una seriedad escalofriante.
- Intervención del fuero federal mediante el fiscal Stornelli y la jueza Servini de Cubría, embarcado en una quimérica cruzada para desentrañar las tales acciones “terroristas” e intento golpista solo con palos y piedras. Expresa una Justicia que danza al son del poder ejecutivo.
- La saña punitiva que alcanza su apogeo con la utilización de prisiones de máxima seguridad, alejadas de la ciudad, dependientes del Servicio Penitenciario, que a su vez depende de la ministra. Decisión que contrasta con la realidad de detenidos con condenas pendientes que languidecen en comisarías y alcaidías, víctimas de la crónica insuficiencia de plazas carcelarias.
- La práctica de torturas físicas y psicológicas a varios de los detenidos, en los oscuros recovecos de las prisiones donde algunos fueron desnudados, golpeados y sometidos a gas pimienta, o en los carros de traslados. Todas ellas, insuficientemente denunciadas.
- La morosidad del tratamiento judicial y la dilación de las sentencias que arroja a los procesados e incluso liberados a un limbo virtualmente eterno.
Hipótesis de 6 puntos que pretende reflejar las facetas más sombrías de una represión institucionalizada, profunda y perturbadora. En las profundidades del oscuro compendio procesal, el fallo de la jueza declara la falta de mérito para 28. La génesis y, frecuentemente, el desenlace de tales procedimientos judiciales, se cimentan sobre los testimonios y actas de los agentes del orden, cuyos relatos son un eco monótono de acusaciones predecibles: “Tiró piedras”, “agredió a un oficial”, entre otras expresiones trilladas. Sin imágenes concluyentes ni pruebas sustanciales, la ausencia de evidencia tangible es abrumadora. Por el contrario, cuando hay imágenes, la inocencia se impone rauda, inclusive por el propio hecho de que una proporción ni siquiera eran manifestantes sino vendedores de comidas. Sin embargo, la sola detención fue suficiente para que el fiscal Carlos Stornelli etiquetara a los capturados como golpistas y terroristas, en una resonancia fiel al guion gubernamental, conduciéndolos a la prisión, incluso a recintos de máxima seguridad federal. Entre los cinco aún detenidos no se vislumbran argumentos sólidos que sustenten las alegaciones de un potencial peligro de fuga o de obstrucción de la justicia. A estos se les aplica la figura de “intimidación pública”, pretexto bajo el cual se alega una alta expectativa punitiva, perpetuando así una antigua doctrina que impone, de facto, una pena anticipada y preventiva. Inclusive la cacería policial llegó a las casas particulares de manifestantes, interrogando vecinos y a una de las liberadas, por si hubiera salido del país.
Dentro de este absurdo laberinto judicial, cinco almas permanecen aún entre rejas, procesadas bajo acusación de “intimidación pública”, una clasificación tan arcaica como draconiana. Cristian Valiente enfrenta acusaciones de haber lanzado piedras y poseer una granada, aunque él insiste en que no es más que un aerosol lacrimógeno, desechado por la Policía, un objeto que él, en un acto de probable ingenuidad, decidió recoger. Daniela Calarco y Roberto de la Cruz Gómez son señalados como los artífices del fuego que consumió una estación de bicicletas y contenedores de residuos. A Fernando Gómez se lo acusa de lanzamientos pétreos e intento de superar una valla. David Sica, por su parte, enfrenta la imputación de haber golpeado a una oficial durante su arresto. Se trata de un desempleado que cruzaba en busca de comida para gente en situación de calle. No se han exhibido aún pruebas de estas inculpaciones. Todas las prisiones resultan inadmisibles, aún en el caso de que se pruebe que Calarco y Gómez hayan producido los incendios. Porque no son piromaniacos sino que lo habrían hecho en un contexto de protesta social, ni Valiente arroja piedras a todo vecino. No hay riesgo de entorpecimiento de la investigación ni peligro alguno para la sociedad. Tan solo búsqueda de la crueldad y de atemorizar ejemplarmente a toda la sociedad.
Resulta evidente que la verdadera intimidación no emana de calles tumultuosas, sino de los poderes Ejecutivo y Judicial hacia la sociedad civil, desestimulando y conculcando la libertad expresiva, la convocatoria de las organizaciones civiles y políticas y el ejercicio de la protesta. No solo por la acción persecutoria de esta verdadera cacería sino por omisión de investigación. En efecto, los hechos vandálicos más graves, aquellos mismos utilizados para justificar la represión y la disparatada conclusión de intento de golpe, han quedado inexplicablemente fuera del escrutinio judicial. El único párrafo de la jueza sobre la quema del vehículo de la radio “Cadena 3” dice que es una “circunstancia reproducida por medios periodísticos” y se encontraría bajo la “Justicia ordinaria”. Precisamente la acción principal, perfectamente registrada por las cámaras, sobre la que se levantan sospechas de haber sido una escenificación orquestada por la propia Policía para justificar la cacería posterior. Las fuerzas de seguridad no solo no brindan la seguridad con la que se las denomina, sino que aparecen involucradas en la fabricación de pretextos para su propia intervención represiva.
No deseo sustraerme a la polémica que en algunos círculos como las asambleas populares y organismos de derechos humanos sostienen ciertas autoproclamadas izquierdas, las cuales defienden la legitimidad de las acciones violentas de resistencia, la virtud supuestamente estimulante de la confrontación física o la negación de cualquier delito contra individuos o bienes en el marco de las protestas o frente a actos represivos. Más allá de las posibles nobles intenciones que puedan animar tales argumentos, creo que comprometen no solo a las víctimas de estas verdaderas cacerías que relato, sino al futuro de las movilizaciones y las metodologías de resistencia. Al abogar por una violencia justificada, podrían inadvertidamente esmerilar la legitimidad y eficacia de los movimientos sociales, además de desestimular la convocatoria más amplia y abarcativa posible de voces variadas a las movilizaciones. La fuerza de la libertad expresiva no es física sino que su potencia reside en la atracción hacia un espectro amplio de la sociedad avasallada por la ofensiva expropiadora, donde cada individuo, independientemente de su capacidad física, encuentre un rol y un espacio para intervenir.
No es menor el despliegue aterrorizante del Gobierno como desaliento de la protesta social y la libertad expresiva. Es indispensable evitar cualquier contribución, incluso involuntaria, que pueda justificar o incentivar una mayor pasividad ciudadana por no sentirse “Rambos” de la resistencia. Tal contribución es una táctica sustractiva de participación y hasta represiva, aunque no de los agresores directos, sino de todo el resto de las formas de disidencia ajenas al combate físico. Incluyendo al ejercicio de la razón.