Espero

F., 32 años, San Juan capital, San Juan. 

Estoy escribiendo el día después. Ahora es fácil escribir: desde el alivio, desde la tranquilidad. Hace unos días no podía escribir. Ni escribir, ni conciliar el sueño, ni concentrarme. Fueron dos semanas y media en total, desde que me enteré del embarazo hasta que pude interrumpirlo. Nunca me imaginé que dos semanas y días podían ser como meses, como años. Cada minuto una eternidad. Una angustia que no paraba de crecer. Estábamos en cuarentena: sin poder salir, encerradxs, en ese domingo eterno plagado de incertidumbre, cuidando hijxs 24 horas, “teletrabajando”. Nada de eso podía hacer bien.

Y a cada minuto pensaba. La cabeza no paraba ni un segundo. Pensaba en el error. En lo inimaginable de la situación. Me invadían emociones imposibles de manejar. Pensaba en las lágrimas de ese viernes al mediodía al hacer el test: lágrimas de amargura, de bronca, de desesperación. Las comparaba con las lágrimas que brotaron tiempo atrás, al enterarme de mis otros embarazos, las lágrimas de emoción, de felicidad, de ilusión. ¿Es posible que el mismo líquido brotando del mismo lugar sea tan distinto?

Esos sentimientos horribles se mezclaron de pronto con una sensación de seguridad que a mí misma me sorprendía: nunca en la vida estuve tan segura de una decisión. Jamás. Mi compañero, de fierro, de oro, me sostenía la mano y me abrazaba. Me acompañaba, me entendía, y me apoyaba. No estoy en su cabeza, pero parecía estar igual de seguro que yo.

Contacté a las socorristas: con toda la buena voluntad, pero al parecer sobrepasadas por las restricciones de la cuarentena y todas sus consecuencias, me pidieron paciencia. Esperar. ¡¿Esperar?! Sentía que no podía esperar un minuto. La decisión estaba tomadísima, necesitaba concretarla. La angustia era como una mano gigante apretándome todo por dentro.

Al otro día no llorar durante dos horas fue un logro. Lloraba. Quería gritar. Y pensaba… en mediados de 2018, en las sesiones de diputados y senadores en las que se debatió el proyecto de legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Esas que me quedé viendo desvelada hasta la madrugada. Pensaba en los argumentos de lxs legisladorxs, que me terminaban de convencer de una postura que me había tomado mucho tiempo asumir, personal y públicamente. Esas madrugadas en las que me convencí. Y esa fatídica sesión en la que no se aprobó. Y entonces hoy, cuando yo no tenía ninguna duda de lo que tenía que hacer, seguía siendo ilegal.

Era ilegal, y yo tenía vergüenza, y estaba desesperada, y no quería, no podía contarle a nadie. Tiré un par de mensajes de WhatsApp tratando de averiguar alguna cosa más, en código, usando la fórmula tristemente famosa de que era “para una amiga que me preguntó”. Pocos canales alternativos parecían viables, por la ilegalidad, por la cuarentena y por la combinación de ambas. Pude contarle sólo a una persona más de mi familia, que sabía que no me iba a juzgar, que trataría de ayudarme. Y además me tuve que aguantar las náuseas de un embarazo que no sería, las náuseas que no me dejaban ni siquiera olvidarme un rato, que me impedían hacer como que no pasaba nada mientras llegaba la solución.

Finalmente conseguí la medicación. Luego las socorristas me explicaron todo, me acompañaron y no me dejaron sola. Pude abortar y hoy puedo contarlo. No tuve que lamentar ninguna tragedia, pude hacerlo de forma segura y con relativa tranquilidad. 

A mí me pasó, y espero que no le pase a ninguna más. Amiga, hermana, compañera, espero que no te pase. Si algún día te enterás que estás embarazada, espero que broten esas otras lágrimas, las de felicidad, de la ilusión de estar concretando un proyecto profundamente deseado. Que tengas ganas de gritarlo a los cuatro vientos y festejar. Espero que no puedas contener esas lágrimas. 

Pero si alguna vez te pasa lo que me pasó, y te enterás de un embarazo que no querés, no te puedo prometer que no te vas a angustiar. Seguro que sí. Un embarazo no deseado seguirá siendo angustiante, por más que cambien las condiciones, y dudo que un aborto pueda ser una experiencia placentera. Pero espero que ese día, no tengas que esperar de más. Que puedas compartir la situación con las personas cercanas y no te sientas juzgada, sino acompañada y contenida. Que no tengas que escribir en código, que no tengas que mentir para averiguar nada. Que no tengas vergüenza, miedo de pronunciar la palabra en voz alta. Que no tengas que pensar en alguna excusa creíble para ponerle a la persona a quien vas a pedirle que cuide a tus hijxs unas horas, para tener una tarde de tranquilidad, tomar la medicación y esperar sus efectos. Que puedas tomar tu decisión, tranquila y en paz, pensándola bien y sin presiones. Que puedas ir a la clínica, al hospital, a tu medicx de confianza. Que la solución llegue rápido y sin dilaciones. Que no llegues ni a sentir las náuseas.

Espero, amiga, hermana, compañera, que no te pase nunca. Pero si algún día te pasa, espero que ese día sea legal, seguro y gratuito.

(Quizá ese día, yo vuelva a leer este texto, e incluso me anime a firmarlo con nombre y apellido).

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