¿Aprender a comer?

 

Comer es un acto primitivo y natural que da respuesta a una de las necesidades más básicas de supervivencia. Desde el momento que un recién nacido llega al mundo, sabe reconocer que tiene hambre y  además sabe cómo comer. No es necesario  enseñarle ni imponerle reglas externas, horarios o patrones: él llorará cuando tenga hambre y dejará de hacerlo cuando se le alimente y llegue a la saciedad.

 

Conforme un niño pequeño va creciendo, va descubriendo, con ayuda de sus padres, diferentes alimentos, texturas y sabores. Los va incorporando a su alimentación, y lo único que necesita es que se le presenten: él seguirá regulando por sí solo las cantidades que necesita  e irá mostrando sus gustos y preferencias. Los padres serán entonces responsables de ofrecer una variedad de alimentos cada día y el niño decidirá qué y cuánto come de lo que se le ofrece.

 

Esto parecería ser una fórmula sencilla, y si pudiéramos observar este comportamiento sin los juicios que tenemos hoy en día sobre los alimentos, nos sería mucho más fácil no caer en la angustia que provoca querer controlar lo que nuestros hijos llevan a su boca.

 

Sin embargo, en los tiempos que corren, la creciente variedad de alimentos que tenemos a la mano, y la apabullante información que hay al respecto, han convertido al acto de comer, en un exhaustivo reto: hoy la confusión y estrés que se percibe entre personas de cualquier edad con respecto a este tema, es casi generalizado. Y esto ha ocasionado que una actividad que debiera estar ligada al goce y al placer, para muchos se asocie a ansiedad y angustia.

 

Como nutrióloga, es más que común recibir en consulta a pacientes pidiendo que quieren “aprender a comer”, y hoy en día me pregunto, ¿En qué momento el ser humano se olvidó de cómo comer?, ¿Qué tuvo que pasar para que empezáramos a sentir la necesidad de guías externas que nos indiquen qué y cuánto comer? ¿Cuándo perdimos la confianza en nuestro cuerpo y en las señales que este nos manda para satisfacer nuestra hambre y apetito?

 

Muchos años trabajé bajo un esquema tradicional de nutrición, recetando a mis pacientes un plan muy detallado y específico que les marcaba lo que “debían” comer. Ha sido largo el camino que me trajo hasta la postura que manejo ahora, pero hoy en día me cuestiono ¿Por qué pensaba en aquellos momentos que yo sabría mejor que el paciente cuánto alimento necesitaba o qué se le antojaba? ¿Quién mejor que el propio individuo para decidir la cantidad y tipo  de alimento que requiere en cierto momento? ¿Cómo podía yo decir que dos quesadillas eran la ración adecuada? ¿Y si el paciente tenía menos hambre?, ¿Y si no se llenaba? ¿O si simplemente no se le antojaban las quesadillas?

 

Hoy en día estoy convencida que cada uno lleva dentro esa sabiduría interior que debería encaminar a cualquiera a comer sin reglas externas, sin menús o porciones. No existen recetas de cocina ni fórmulas mágicas. Hoy creo que la magia está en redescubrir y escuchar lo que nuestro cuerpo nos dice diariamente.