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¿Qué podemos aprender de la privatización de la educación en Chile?

La reducción de la desigualdad en educación o en cualquier otro ámbito pasa, sobre todo, por la reducción de la desigualdad en política y en políticas públicas.

Desde el año 2020 la desigualdad ha vuelto a aumentar a nivel mundial y regional. La brecha entre el Norte y el Sur global ha crecido por primera vez en 25 años, y esta extrema desigualdad se ha consolidado como nuestra “nueva normalidad”. Sin embargo, esta “nueva normalidad” no es nueva en América Latina, la región más desigual del mundo, y menos en Chile, uno de los países más desiguales de la región más desigual del mundo. ¿Qué podemos, entonces, aprender de la desigualdad en Chile?

Si bien el aumento de la desigualdad es un fenómeno multifactorial, una de sus causas es la progresiva privatización de servicios públicos como la educación, la salud y las pensiones. En la década de 1980, Chile transitó esa ruta asumiendo que el mercado era más eficiente que el Estado en la distribución de estos servicios. Y en el caso de la educación, ello significó la privatización, tanto de la provisión como del financiamiento del sistema escolar y superior.

No obstante, en estas décadas se ha demostrado que la consolidación del mercado ha fracasado en sus propios términos, pues si bien la desigualdad en educación no ha aumentado, tampoco se ha reducido. En efecto, numerosas investigaciones, como la de Danilo Kuzmanic Reyes demuestran que la privatización impulsa nuevas desigualdades educativas.

Consecuencias de la privatización de la educación

Si bien la matrícula en educación superior se masificó gracias a la creación de instituciones privadas, el pago de aranceles y matrículas se instauró en todo el sistema. De esta manera, el gasto público en educación se mantuvo relativamente estable mientras el financiamiento del sector se basó sobre créditos y becas estudiantiles.

Las movilizaciones sociales (particularmente estudiantiles) de 2006 y 2011 en las calles de Chile impulsaron políticas de regulación del – hasta entonces llamado – “mercado de la educación superior”, con el objetivo de prohibir el lucro y fomentar la equidad en el acceso y la calidad de la educación superior. Para ello, la estrategia elegida fue debilitar las barreras económicas de ingreso, asumiendo que el mérito y el esfuerzo personal reducirían las brechas durante el tránsito y a la salida de la educación superior.

El impacto de dichas medidas ha transformado a la educación superior chilena en un sistema masivo y diverso, en donde las oportunidades de acceder a este nivel educativo han aumentado transversalmente, integrando a sectores históricamente excluidos (tales como mujeres, población rural y pueblos originarios). Sin embargo, esto no se ha traducido en un declive de la desigualdad.

Por un lado, créditos y becas, y la reciente política de gratuidad progresiva sí han reducido el efecto de los recursos económicos (ejemplo: ingreso del hogar) tanto en el acceso general como en el ingreso a las instituciones menos selectivas. Pero, por otro lado, el efecto de los recursos socioculturales de origen (ejemplo: nivel educativo de los padres) ha disminuido en menor medida en el acceso general, permaneciendo inalterado en el ingreso a las instituciones más selectivas como las universidades del Consejo de Rectores.

¿Cuál ha sido el resultado?

Estos cambios han generado una disminución de la desigualdad cuantitativa en educación superior, pero un aumento de la segmentación socioeconómica entre instituciones terciarias. Asimismo, se ha producido un incremento de las desigualdades cualitativas en educación superior, remarcando la distinción entre las barreras de entrada, de tránsito y de salida, junto a la importancia de las brechas simbólicas y psicoemocionales en la reproducción de la desigualdad educativa.

La combinación de estos factores arroja un escenario de creciente desigualdad cualitativa en la educación superior chilena, con un patrón similar al que describe el informe de Oxfam de 2024: uno “impulsado por la parte superior”, en donde una reducida minoría concentra la mayoría de la riqueza, los ingresos, el poder y, por cierto, las oportunidades educativas y laborales. Este patrón ha sido identificado en Chile y otros sistemas educativos latinoamericanos, pese a ser originalmente una particularidad del caso chileno en torno a las posibilidades reducidas de movilidad social. De allí se acuñó el término “desigual pero fluido”.

En Chile las instituciones terciarias más prestigiosas y selectivas continúan siendo casi exclusivamente para la élite, separándose del resto del espectro institucional de menor prestigio y selectividad. Esta polarización de las oportunidades educativas otorga posibilidades de acceso o movilidad educativa limitada, sólo a ciertas instituciones o programas de estudio, generando esta fluidez limitada o de corta distancia. En este sentido, si bien la masificación de la educación superior abrió el espectro de las oportunidades posibles, no ha logrado abrir el espectro de las oportunidades reales.

¿Qué podemos aprender de este ejemplo?

En primer lugar, si bien el debate sobre la desigualdad tiene un cariz eminentemente económico, el caso de la privatización de la educación chilena demuestra que no es posible reducir la desigualdad únicamente a través de políticas económicas. Es necesario considerar otras esferas de reproducción de la desigualdad: la inequitativa distribución de los ingresos o de la riqueza tiene un correlato sobre nuestra percepción de la desigualdad, nuestras oportunidades y expectativas de vida, entre otros aspectos. De hecho, la relación entre “desigualdad real” y “desigualdad percibida” ha sido definida como “rota”, “débil”, “transitoria”, “inestable” y “culturalmente situada”.

En segundo lugar, si bien el debate sobre la desigualdad aborda elementos estructurales al cuestionar el rol del Estado o del mercado, no es posible desconocer su impacto simbólico. En este sentido, si la estructura de oportunidades se polariza en un patrón desigual pero fluido, hay que repensar cómo el sistema educativo y el mercado laboral crean expectativas de movilidad social que luego no se transforman en oportunidades reales. De ello, por ejemplo, nos habla el creciente conflicto en Chile en relación con el cambio del sistema de financiamiento de la educación superior, en donde una alternativa es la condonación de las deudas estudiantiles. Para algunos, una medida razonable y justa; para otros, una política de populismo electoral. Habrá que esperar a ver qué sucederá con el proyecto que presentará el gobierno en septiembre de 2024.

En tercer lugar, es imposible desvincular el debate sobre desigualdad de discusiones políticas sobre “política” y “políticas públicas”. La concentración de la riqueza y de las oportunidades implica que, también, el poder se concentre en una minoría. Por lo tanto, es necesario considerar las condiciones de diálogo necesarias para impulsar cambios: es decir, cómo entablar el diálogo en política para impulsar cambios a través de políticas públicas. Y es que la reducción de la desigualdad en educación o en cualquier otro ámbito pasa, sobre todo, por la reducción de la desigualdad en política y en políticas públicas.

Autor

Profesora del Departamento de Sociología, Ciencia Política y Administración Pública de la Universidad Católica de Temuco. PhD en Política Social por la Universidad de Oxford.

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