Memorias de la Montaña (X): el emigrante

José Geraldes Fernandes en un embarrado campo de fútbol en Bélgica.

José es el cuarto hijo de un minero que a base de dejarse el alma en el Pozo de Sotillos logró criar a sus seis hijos. En los años 30 y 40 del pasado siglo en Sotillos apenas vivían unos cincuenta habitantes. Luego llegaría la minería y se alcanzarían los trescientos, casi todos ellos dedicados a la extracción de ese carbón que había traído la prosperidad al valle de Sabero. Su padre se jubiló en 1949 y pasaría los siguientes 9 meses en cama aquejado de silicosis, esa maldita enfermedad que se agarraba a los pulmones de los mineros, especialmente cuando entraban en los pozos justo después de usar la dinamita e inhalaban todas esas diminutas partículas de sílice que quedaban suspendidas en el aire por la explosión.

En el programa Amablemente de Radio Montaña Leonesa escuchamos a José contar la dolorosa y surrealista historia de cómo acabaron haciendo la autopsia a su padre para que su madre pudiera cobrar la pensión. Por lo visto le extrajeron los pulmones y se los dieron a su madre en un tarro para que los entregara en León, en sanidad, y así poder comprobar que efectivamente había muerto por la silicosis. El frasco estuvo en casa unos cuantas semanas, y él todavía recuerda con escalofríos ver aquello encima de una mesita al levantarse cada día. 

Años más tarde, y ya trabajando también en la mina, José entablaría amistad con un barrenista que debido a sus ideas estaba señalado por la Guardia Civil y tenía que presentarse todos los días en el cuartel. Él le acompañaba en muchas ocasiones hasta Sabero, y así empezó a ser visto también como alguien incómodo para la autoridad. Esto fue algo que le empujó a tomar la decisión final de irse, aunque después de morir su padre él ya había decidido que su futuro no estaba en Sotillos. Llevaba desde los 13 años trabajando en la mina, primero afuera con los rodamientos de las vagonetas y partir de los 18 como tubero, arreglando las tuberías en el interior. Ya había tenido suficiente y, además, llevaba muy dentro lo que le había pasado a su padre y tenía claro que no quería un porvenir en la mina. Después de aquel primer aviso de la Guardia Civil José ya había decidido irse al extranjero.

Emigrante en Bélgica

Fue un amigo que ya estaba en Lieja el que le animó a ir a Bélgica. En 1960 saldría para empezar una nueva vida lejos de casa, en un país que vivía años convulsos entre valones y flamencos, con numerosas huelgas salpicando la paz social. Y aunque no era lo que más le apetecía tuvo que empezar trabajando allí también en las minas de antracita y carbón. Eran otras condiciones laborales, con un sistema de trabajo mucho más modernizado y con sueldos cinco o seis veces mayores que los de aquí. Allí se encontraría sobre todo con republicanos exiliados que le ayudaron muchísimo en esos primeros años. Enseguida se acostumbró a la vida social de Bélgica y recuerda con gratitud el trato que los belgas daban a los inmigrantes. Aunque estos no olvidaban sus raíces, en Lieja tenían una Casa de España y más tarde conseguirían un consulado e incluso el derecho a voto para todos los españoles que vivían allí. 

Al salir de trabajar iba a clases de francés para hacerse con el idioma, y José, al que siempre le habían gustado los libros, empezaría a dar rienda suelta a sus inquietudes intelectuales y sociales. Fue delegado sindical de la Federación General de Trabajadores Belgas durante 18 años. Él asegura que siempre fue más sindicalista que político. En su empresa eran unos 27 empleados y él hacía de enlace con la dirección. En una ocasión que reclamó que había tres obreros que cobraban más que el resto le llegaron a despedir, aunque finalmente lo denunció al sindicato y todo acabaría arreglándose. Era una sociedad que vivía derechos laborales que aquí todavía quedaban muy lejanos. Debido a esa labor sindical, cuando volvía a España para pasar unos días de vacaciones lo hacía casi de incógnito, mostrando un pasaporte portugués en la frontera para evitar problemas. 

Acérrimo seguidor de la Cultu

Y no es de extrañar que un acérrimo seguidor de la Cultural Leonesa como José también terminara implicándose con el fútbol allí, un deporte que tanto a él como a sus hermanos ya les gustaba practicar. Precisamente fue su hermano quien le hizo socio de la Unión Deportiva Española de Lieja, equipo decano de la emigración en toda Europa del que empezaría siendo tesorero y acabaría siendo presidente. El equipo fue fundado en 1957 por un andaluz seguidor del Betis y un vasco de Baracaldo. En esos años de fútbol viviría momentos inolvidables, como aquella vez que la selección española jugaba en Lieja y consiguió que los afamados jugadores del combinado nacional visitaran la sede social del club. O aquel campeonato con equipos de la emigración de todo el mundo celebrado en Tenerife y donde la Unión lograría un meritorio cuarto puesto. O cuando por el 25 aniversario del club invitaron nada más y nada menos que a Peret, que llenaría una sala con 2.500 personas a las que uno imagina gozando del recital con nostalgia encendida y alegría patriótica. 

En 1990 regresó a Boñar, donde disfruta de su jubilación y se le puede ver paseando con su sempiterno sombrero y su periódico bajo el brazo, donde echa la charla y la partida con los amigos por la tarde, donde acude puntualmente al Reino de León cada dos domingos para apoyar a esa Cultural Leonesa a la que sigue con devoción y que tan pocas alegrías le ha dado en estos años. Su peripecia vital daría para muchas historias, todas cautivadoras y plenas, pero sobre todo cuenta la de muchos de esos hombres y mujeres de aquella generación que tuvieron que abandonar su tierra para forjarse una nueva vida lejos de casa, los mismos a los que tanto debe esta España contemporánea nuestra.

👉 Continúa en la entrega XI: el grillo

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