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El porno es el nuevo demonio

Los móviles permiten el acceso fácil a contenidos porno. EFE/Cristóbal Herrera-Ulashkevich

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Tendría seis o siete años cuando empecé a alquilar compulsivamente La princesa prometida. Tanto me gustaba y tanto invertían mis padres en el videoclub que los reyes magos decidieron unas navidades que era hora de que tuviera mi propio VHS. Ahí sigue, en la casa familiar, desgastado de tanto uso. Volví a verla hace poco, quería enseñarle a mi hijo una de mis películas favoritas de cuando yo tenía los años que él tiene ahora. Sentados en el sofá, empecé a horrorizarme casi desde el minuto uno. Mi momento favorito es en el que ella, harta del trato que le está dando el hombre enmascarado, le empuja, él cae por la ladera de una montaña, ella comprende entonces que ese hombre es en realidad el amado que perdió hace años, y entonces... se tira detrás de él por la montaña. 'Mira, como yo', pensé riéndome. O como todas, al menos en algún momento (o muchos).

Me dije entonces, irónicamente, que estaría bien interponer una demanda colectiva contra la productora por habernos generado expectativas absolutamente irrealistas y dañinas sobre el amor, y una idea de nosotras mismas que gira alrededor de la belleza física, la entrega, el sacrificio y el otro. Como ese meme de Internet que dice algo así como “culpo a Disney de mis altas expectativas sobre el amor”. Por recordar algunos ejemplos, a la Sirenita (me encantaba) le recomendaban no hablar mucho para no aburrir a los hombres. Bella aguantó a una Bestia insoportable que la atemorizaba de distintas formas y como recompensa obtuvo a un príncipe encantador. De su afición por la literatura nunca volvimos a saber.

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