Un Antonio Pereira de andar por casa en zapatillas: los espacios íntimos del escritor en el recuerdo de su centenario

Antonio Pereira y Úrsula Rodríguez Hesles, en el Paseo de Papalaguinda de León.

César Fernández

“No se puede vivir en dos casas (y peor si son tres), lo mismo que no cabe tener dos o tres mujeres. Bueno, sí se puede, pero sólo una será la verdadera”. Lo escribió Antonio Pereira en abril de 1985 en su domicilio del Paseo de Papalaguinda de León, donde tenía “más libros, el completo de gafas para según la distancia, las zapatillas más amorosas”. No cuesta imaginar la escena en el despacho que da a un patio de luces en el que se recluía para fabular y narrar el autor que este martes 13 de junio cumpliría 100 años, efeméride que se celebra en Villafranca del Bierzo. Acostumbrado a hacer de cicerone, su sobrino Joaquín Otero sueña algunas noches con que enseña esa casa ahora convertida en museo a sus moradores de siempre, Antonio Pereira y su mujer Úrsula Rodríguez Hesles, ambos ya fallecidos. La secuencia podría dar para un cuento.

Antonio Pereira comenzó a leer en la trastienda de la imprenta de su tío Tomás en Villafranca del Bierzo, donde se enamoró de la obra de Ramón María del Valle-Inclán. Desde niño le apasionaban también las chicas. Así que, cuando se vio obligado a guardar reposo por problemas de salud en su juventud, siguió leyendo. Y no cuesta imaginárselo encantado de recibir algunas visitas. Lo corrobora su hermana Beatriz, la menor de una familia de cinco vástagos, diez años menor que el escritor, el cuarto en edad. “Los días que tenía buenos era graciosísimo. Les gastaba muchas bromas a mis amigas. Había desfile de chicas para verlo. Y era muy enamoradizo”, recuerda al evocar los años compartidos en la casa familiar, a la que luego el autor de El síndrome de Estocolmo regresaba de forma ocasional hasta que su madre se puso delicada de salud y ya prefirió alojarse en el Parador de Turismo que hoy lleva su nombre en su villa natal.

Los dos hermanos volvieron a coincidir en León, donde Antonio Pereira lanzó en paralelo su labor profesional primero como viajante y luego como responsable de una empresa distribuidora de materiales eléctricos (Organización Pereira llegó a contar con alrededor de cuarenta empleados) y una carrera literaria a la que empezaron a asomar los premios. El padre de una amiga de Beatriz era miembro del jurado del galardón que se concedía precisamente por las Fiestas de San Juan y San Pedro, así que ella se enteró de la noticia antes de que trascendiera y se la comunicó a su hermano. “Le dieron el premio en el Teatro Principal. ¡Menuda ilusión!”, recuerda. Los años como viajante dejaron un trasiego de trenes, coches de línea (un día felicitó a un periodista por emplear esta expresión) y fondas que alimentaron los contenidos de una obra que acabó volcándose fundamentalmente hacia la narrativa breve.

Pereira vivió primero en Ramiro II hasta que en 1961 se asentó en el tercer piso del número 19 del Paseo de Papalaguinda, un nombre que siempre reivindicó frente al oficial de Avenida de la Facultad de Veterinaria. Y es que no pasaba desapercibido incluso para ilustres como el poeta Jorge Guillén. “Papalaguinda. Cada vez que escribo ese nombre siento no conocer esa calle y me gusta encontrar en esas sílabas yo no sé qué irónico regocijo”, le confió en su correspondencia compartida. 'Antonio Pereira, el 'solitario' de Palalaguinda', tituló Blanca Berasátegui una entrevista al autor en las páginas literarias de ABC. La profesora y escritora Carmen Busmayor, que lo recuerda en su primer encuentro comiendo un bocadillo de panceta en una cafetería leonesa, pasaría luego muchas horas en el domicilio para realizar su tesis, El lenguaje poético de Antonio Pereira, editada como Paisajes poéticos de Antonio Pereira. “No sabes el miedo que te tengo. Sabes tanto de mí que sólo te falta saber de qué lado duermo”, le decía.

Envolvía el relato del día, lo adornaba y la añadía la retranca. La forma de contarlo ya era un cuento

Joaquín Otero Director gerente de la Fundación Antonio Pereira y sobrino del escritor

Carmen Busmayor divide en dos el domicilio. La izquierda era la “zona de Antonio”, que escribía en su despacho. La derecha, que da hacia el paseo, “era el territorio de Úrsula”. Los dos se habían conocido en la cola del Cine Crucero para ver Casablanca. Originaria de Jaén, Úrsula Rodríguez Hesles tenía familia en León dado que un tío suyo era registrador de la propiedad. Coincidieron, congeniaron y se casaron. No tuvieron descendencia. “Yo no sé cómo tratar a un niño. Pienso que se va a ahogar tragando un caramelo”, le confesaba Pereira a Busmayor. El matrimonio compartía gustos literarios (ella fue traductora de obras del francés al español) o la afición a los viajes. Úrsula solía conducir, tanto el coche como la vida doméstica. Esperando a ver a Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en un cine de barrio comenzó algo más que una hermosa amistad: fue un cuento con final feliz.

“Ellos tenían una gran compenetración. Eran muy afines en gustos”, recuerdan sus sobrinos Joaquín y Eduardo Otero, hijos de su hermana Beatriz. El primero, director gerente de la Fundación Antonio Pereira que trata de conservar y difundir el legado del autor, frecuentaba la casa de Papalaguinda desde que llegó a León a estudiar Derecho. El segundo, profesor en Alemania, tenía “invitación automática” a compartir mesa y mantel cuando hacía escala en la capital leonesa. Lo primero era pasar por el despacho para “hablar de literatura”. Los días más señalados se usaba el comedor, que conserva la mesa sin lijar para mantener la esencia incluso para las visitas. A veces los postres se coronaban con lo que el propio Pereira denominaba “las pastas de la gula”. La sobremesa era larga y nada exclusiva en temas. “Envolvía el relato del día, lo adornaba y la añadía la retranca”, recuerda Joaquín. “La forma de contarlo ya era un cuento”, sentencia.

“Abrir horizontes”

Había veces en que la propia vida le servía el cuento en bandeja de plata. Paseando por Villafranca del Bierzo en un día de perros, se encontró con un tendero. “¡Antonio! ¡Qué día para acostarse con la hija y comerle la matanza al padre!”, le lanzó. Años más tarde le puso literatura, el camino en el que profundizó cuando abrió una segunda casa (y habría una tercera) en Madrid, primero en la calle Ayala. “Pero no tenía aparcamiento y era muy estrecha”, cuenta el periodista berciano Toño Criado, cronista parlamentario durante años para Radio Nacional de España. Le ofrecieron establecerse en el Paseo de la Castellana. Pero no era lo mismo que el Paseo de Papalaguinda. “No había quiosco para hablar con el quiosquero, ni una panadería pequeña, ni ambiente de barrio”, repesca Criado. Así que se trasladó finalmente a un piso de Hilarión Eslava. “El atractivo de Madrid era la vida social-literaria. Poder ir a tertulias como la del Café Gijón”, expone Joaquín Otero. “Fue la manera de abrir horizontes”, abunda su hermano Eduardo. Tuvo también domicilio en Fuengirola (Málaga), apenas durante unos años. “No se puede vivir en dos casas (y peor si son tres)”, había dejado escrito en abril de 1985 en sus diarios recopilados en el volumen Oficio de mirar. Andanzas de un cuentista, 1970-2000.

“La de León era su casa más casa; la más oficial. También porque León era su tierra, aparte del Bierzo”, señala su hermana Beatriz reseñando también el carácter de un escritor que solía referirse a sí mismo como “galaicoleonés”. “Él era muy socarrón y muy irónico, pero sin faltar”, destaca con el convencimiento de que vivió con “ilusión” su ascenso tanto en la literatura como en la empresa, “las dos facetas de su vida”. El piso del Paseo de Papalaguinda es un tesoro en el que lucen libros, documentos, fotografías, pinturas y hasta el mural realizado por el poeta y algo así como hijo literario Juan Carlos Mestre. Y de repente, en un recodo, puede aparecer un homenaje de Mingote a Úrsula en un dibujo con la partitura y las notas de la canción A Ponferrada me voy. “La casa de León seguramente fue el lugar más creativo, donde más escribió”, apunta Joaquín Otero antes de pasar al despacho, donde se acumulan manuscritos, una antigua máquina de escribir y hasta una edición de Don Quijote de la Mancha que le regalaron de niño.

La de León era su casa más casa; la más oficial. También porque León era su tierra, aparte del Bierzo. Él era muy socarrón y muy irónico, pero sin faltar

Beatriz Pereira Hermana de Antonio Pereira

En 2008, un año antes de fallecer, Antonio Pereira recibió en su casa de Madrid al pintor leonés Félix de la Concha, que grabó la conversación mientras le hacía un retrato en poco más de dos horas, la fórmula de la que salió una exposición con medio centenar de figuras de la cultura. “Fue una sesión de las más agradables que tuve”, explica para acreditar que tuvo que desmontar el consejo que solía dar la directora de la Residencia de Estudiantes Alicia Gómez Navarro: “Si te gusta un escritor, lo mejor es no conocerlo”. Descendiente por la rama materna del Bierzo, el pintor también atribuye al “espíritu galaicoleonés” una “retranca” que afloró en la conversación para el retrato: “Tenía chispa. Pero no sólo era gracioso. Era espontáneo, pero tenía un gran dominio de la retórica. Se notaba que era un gran fabulador. Te entretenía siempre”. En una conversación en la que repasan parte de la biografía del narrador, Antonio Pereira recuerda, por ejemplo, su primer acercamiento al cine mucho antes de ver Casablanca en el Crucero: “La primera película que yo vi no la vi; me la contaron”. ¿Qué mejor arranque para un cuento?

Pereira le hizo a De la Concha varias confesiones más: “Yo no podría vivir sin un cuartín con su puerta (...), donde te puedes refugiar y ser tú mismo”. Y la imagen se dirige automáticamente a ese despacho del piso de León que desde finales del pasado año pone la parte más íntima a las visitas guiadas a la Casa-Museo, la joya de la corona de la Fundación Antonio Pereira. La entidad fue “una evolución de la idea originaria” de constituir un Aula Antonio Pereira en la Universidad de León (ULE), expone Joaquín Otero. Se fundó en 2008. El escritor todavía tuvo tiempo de decidir el nombre de los primeros patronos antes de fallecer al año siguiente. Úrsula se encargó entonces de proteger y difundir su legado hasta su muerte en 2019 tras ceder la casa a la Fundación, que acometió luego la tarea de acondicionar el espacio para las visitas “sin perder su uso de casa” ni la esencia de un lugar “con mucha personalidad”. “Muchas veces sueño que les enseño a ellos la casa”, desvela Otero en alusión a sus tíos. “Yo creo que estarían orgullosos de verla así”, añade.

La Fundación capitanea también la agenda de celebraciones de un centenario que se ha convertido en “una efeméride de ámbito nacional” con presencia recurrente en los principales suplementos literarios. “Ha tenido el eco nacional que nosotros pretendíamos”, presume Joaquín Otero al respecto de la importancia de las actividades programadas para realzar una figura literaria que quizá no quedó a la altura de la calidad de su obra. Notable poeta, maestro del cuento y narrador oral extraordinario, Pereira tuvo presencias esporádicas en célebres tertulias madrileñas. Había dicho que sí a las radiofónicas que le ofreció su paisano Luis del Olmo, pero finalmente declinó. “Dijo que hablar de política de ninguna manera”, rescata Toño Criado para evocar cómo hizo pasar a Camilo José Cela por la Bodega El Senado de Villafranca del Bierzo antes de cenar en un otro templo popular de la localidad como La Charola.

Mientras posaba para los pinceles de Félix de la Concha, afloró en la conversación el niño que jugaba a decir misa y flirtear con la vocación religiosa hasta que aparecieron los libros y las chicas, el joven que se curtió en trenes, coches de línea y fondas al elegir la vía del comercio tras sacarse el título de maestro, el hombre que se enamoró de una mujer (“la medida del arco de mis brazos”, dejó escrito) y el escritor que bordó el cuento y la narración oral. “Yo”, apunta en la conversación grabada, “estoy escribiendo un cuento. Hay muchísimas veces en que me doy cuenta. Y digo: quieto, Antonio. Este es el momento. Ahí se para. Y ese es el final”. Y así ya no queda nada más que escribir. Lo que toca es leer (y escuchar) a un genio y celebrar su centenario.

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